A propósito de la instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre «Libertad cristiana y liberación» presentamos un análisis previo del
tema junto a un resumen de la citada instrucción.
Han pasado veinte años desde que el tema de la liberación irrumpió con fuerza en la conciencia y en la cultura de los hombres en Europa y en el mundo; slogan ideológico para unos, método de compromiso político para otros..., pero también razón ideal de luchas armadas y mensaje utópico de esperanzas revolucionarias. Para quien puede recordar aquellos años, el Mayo francés permanece -junto a Cuba y al Che Guevara- como símbolo de las instancias de liberación que recorrieron y sacudieron Europa a finales de los años '60 y proyectaron sobre Latinoamérica y sobre la China de Mao Tze Tung la utopía europea que agigantó las promesas de una nueva sociedad.
Los cristianos no tardaron en asociarse a los vientos de aquella época, poniendo las razones de su esperanza en la fragua incandescente de las esperanzas humanas de liberación.
Hoy, con los documentos de la Congregación para la Doctrina de la Fe -el de Algunos aspectos de la teología de la liberación y el de la Instrucción sobre la libertad cristiana y liberación- es la Iglesia, en su máxima instancia doctrinal, la que interviene de forma exhaustiva con una excepcional contribución de reflexión, la que asume el tema de la liberación y la que lo integra en el cuerpo doctrinal de la fe católica.
La intervención de la Congregación para la Doctrina de la Fe aclara y evidencia ante todo dos datos de extraordinaria importancia:
1) El tema de la liberación no es apenas el contenido para una teología de frontera reservada para iglesias de frontera que vivan en situaciones históricas y sociales de emergencia.
2) El tema de la liberación pertenece a la esencia del mensaje cristiano y la praxis de liberación se identifica pues con la misma misión de la Iglesia en cuanto tal.
Quién entonces juntó en una indisoluble unidad comunión y liberación como los factores constitutivos del único acontecimiento cristiano, acertó; y encuentra ahora, en los documentos de la Santa Sede (en realidad se trata de un único documento en dos partes), una confirmación de la verdad sobre la esencia del Acontecimiento cristiano.
Pero aún hay más. El documento de la Santa Sede ofrece una aportación decisiva de contenido y de método, de la cual no podrá no derivarse un crecimiento y un desarrollo de la autoconciencia de la Iglesia en la tarea de su misión histórica que, como hemos visto, es por su misma esencia una praxis de liberación.
Las aportaciones fundamentales que el documento ofrece creemos que son estas tres:
1) La «centralidad» del hombre y, por consiguiente, de la antropología. No parece exagerado afirmar que el mayor mérito de la intervención de la Santa Sede está en el haber colocado al hombre en el centro de la reflexión sobre la liberación; el hombre como sujeto personal, definido en su relación fundamental, de origen y de destino, con Dios. El movimiento de liberación que nace del Acontecimiento de Cristo, por su misma naturaleza, no puede ser más que un movimiento de liberación de la persona según la totalidad e integralidad de sus dimensiones humanas.
Merece la pena destacar el hecho de que el planteamiento antropológico está sustancialmente ausente en toda o casi toda la producción de las «teologías de la liberación» del tipo latino-americano con influjos ideológicos europeos; así que esta parte de la segunda Instrucción resulta ser la más gravemente crítica frente a esas «teologías», aunque no estén nombradas nunca.
2) La unidad de Nuevo y Antiguo Testamento. La relación entre el Éxodo y la Resurrección de Cristo no es sólo una cuestión académica de interés exegeta-teológico. La autoconciencia que la Iglesia tiene de ser movimiento de liberación integral de la persona puede formarse y alimentarse sólo en una experiencia que abarque cada vez -en cada acto humano singular- todo el recorrido de la salvación, desde la primera Alianza con Abraham hasta la nueva y eterna con Cristo.
No es difícil encontrar una ruptura entre la experiencia del Éxodo y la experiencia de la Iglesia en las llamadas «teologías de la liberación»; esa ruptura contradice clamorosamente la instancia de participación en el proceso histórico de liberación; más todavía: de hecho, convierte en imposible para los cristianos esa misma instancia.
3) La reiterada proposición de la doctrina social de la Iglesia. Acababa de salir la Encíclica Laborem exercens de Juan Pablo II y ya se manifestaba con evidencia que el camino histórico de la liberación pasa hoy a través de la clave del trabajo y de la cultura, en su inseparable y fecunda reciprocidad. Con extremado realismo, la Instrucción retoma los temas del trabajo y de la cultura, en los mismos términos con los que la Encíclica los había propuesto, confirmando de esa forma cómo la doctrina social de la Iglesia es ciertamente la proposición de algunos grandes principios, que son norma de una auténtica praxis de liberación, pero es a la vez -y, en cierto sentido, sobre todo -el empeño de un sujeto real que ya vive una experiencia de liberación, en aquel lugar de humanidad redimida que es la Iglesia, lo que actúa para la liberación según las modalidades originales y creadoras de su propia identidad y de su propia cultura.
También en este punto merece la pena destacar cómo las llamadas «teologías de la liberación» han ignorado la Laborem exercens y la novedad de sus contenidos y de su propuesta y, así, han resultado ser particularmente incapaces de interpretar la novedad que acontece en la historia y de ayudar a una presencia cristiana en las nuevas circunstancias del mundo.
De la instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre «Libertad cristiana y Liberación»
1. EL HOMBRE DESEA LA LIBERTAD, PERO SABE QUE ESTA ES PRECARIA
La moral y Dios, ¿obstáculos para la liberación? En relación con el movimiento moderno de liberación interior del hombre, hay que constatar que el esfuerzo con miras a liberar el pensamiento y la voluntad de sus límites ha llegado a considerar que la moralidad como tal constituía un límite irracional que el hombre, decidido a ser dueño de sí mismo, tenía que superar.
Es más: para muchos, Dios mismo sería la alienación específica del hombre. Entre la afirmación de Dios y la libertad humana habría una incompatibilidad radical. El hombre, rechazando la fe en Dios, llegaría a ser verdaderamente libre.
Interrogantes angustiosos. En esto está la raíz de las tragedias que acompañan a la historia moderna de la libertad. ¿Por qué esta historia, a pesar de las grandes conquistas -por lo demás, siempre frágiles- sufre recaídas frecuentes en la alienación y ve surgir nuevas servidumbres? ¿Por qué unos movimientos de liberación, que han suscitado inmensas esperanzas, terminan en regímenes para los que la libertad de los ciudadanos -empezando por la primera de las libertades que es la libertad religiosa-, constituye el primer enemigo?
Cuando el hombre quiere liberarse de la ley moral y hacerse independiente de Dios, lejos de conquistar su libertad, la destruye. Al escapar del alcance de la verdad, viene a ser presa de la arbitrariedad; entre los hombres, las relaciones fraternas se han abolido para dar paso al terror, al odio y al miedo.
El profundo movimiento moderno de liberación resulta ambiguo porque ha sido contaminado por gravísimos errores sobre la condición del hombre y su libertad. Al mismo tiempo está cargado de promesas de verdadera libertad y amenazas de graves servidumbres.
Iglesia y libertad. La Iglesia, consciente de esa grave ambigüedad, por medio de su Magisterio ha levantado su voz a lo largo de los últimos siglos, para poner en guardia contra las desviaciones que corren el riesgo de torcer el impulso liberador hacia amargas decepciones. En su momento fue muchas veces incomprendida. Con el paso del tiempo, es posible hacer justicia a su discernimiento.
La Iglesia ha intervenido en nombre de la verdad sobre el hombre, creado a imagen de Dios. Se la acusa, sin embargo, de constituir por sí misma un obstáculo en el camino de la liberación. Su constitución jerárquica se opondría a la igualdad; su Magisterio se opondría a la libertad de pensamiento. Desde luego, ha habido errores de juicio o graves omisiones de los cuales los cristianos han sido responsables a través de los siglos. Pero estas objeciones desconocen la verdadera naturaleza de las cosas. La diversidad de carismas en el Pueblo de Dios, que son carismas de servicio, no se ha opuesto a la igual dignidad de las personas y a su vocación común a la santidad.
La libertad de pensamiento, como condición de búsqueda de la verdad en todos los dominios del saber humano, no significa que la razón humana deba cerrarse a la luz de la Revelación cuyo depósito ha confiado Cristo a su Iglesia. La razón creada, al abrirse a la verdad divina, encuentra una expansión y una perfección que constituyen una forma eminente de libertad. Además, el Concilio Vaticano II ha reconocido plenamente la legítima autonomía de las ciencias, como también la de las actividades de orden político.
La libertad de los pequeños y de los pobres. Uno de los principales errores que, desde el Siglo de las Luces, han marcado fundamentalmente el proceso de liberación, lleva a la convicción, ampliamente compartida; de que serían los progresos realizados en el campo de las ciencias, de la técnica y de la economía los que deberían servir de fundamento para la conquista de la libertad. De este modo, se desconocía la profundidad de esta libertad y de su exigencias.
Esta realidad de la profundidad de la libertad, la Iglesia la ha experimentado siempre en la vida de una multitud de fieles, especialmente en los pequeños y los pobres. Por la fe éstos saben que son el objeto del amor infinito de Dios. Cada uno de ellos puede decir: «Vivo en la fe del Hijo de Dios, el cuál me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2, 20b). Tal es su dignidad que ninguno de los poderosos puede arrebatársela, puesto que tal es la alegría liberadora presente en ellos. Saben que la Palabra de Jesús se dirige igualmente a ellos: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15). Esta participación en el conocimiento de Dios es su emancipación ante las pretensiones de dominio por parte de los detentores del saber: «Conocéis todas las cosas... y no tenéis necesidad de que nadie os enseñe» (1 Jn 2, 20b.27b). Son así conscientes de tener parte en el conocimiento más alto al que está llamada la humanidad. Se sienten amados por Dios como todos los demás y más que todos los otros. Viven así en la libertad que brota de la verdad y del amor.
2. LA IGLESIA ES LIBERADORA CUANDO ANUNCIA LA SALVACIÓN
La Iglesia y las inquietudes del hombre. La Iglesia tiene la firme voluntad de responder a las inquietudes del hombre contemporáneo, sometido a duras opresiones y ansioso de libertad. La gestión política y económica de la sociedad no entra directamente en su misión. Pero el Señor Jesús le ha confiado la palabra de verdad capaz de iluminar las conciencias. El amor divino, que es su vida, la apremia a hacerse realmente solidaria con todo hombre que sufre. Si sus miembros permanecen fieles a esta misión, el Espíritu Santo, fuente de libertad, habitará en ellos y producirán frutos de justicia y de paz en su ambiente familiar, profesional y social.
Las Bienaventuranzas y la fuerza del Evangelio. El Evangelio es fuerza de vida eterna, dada ya desde ahora a quienes lo reciben. Pero al engendrar hombres nuevos, esta fuerza penetra en la comunidad humana y en su historia, purificando y vivificando así sus actividades. Por ello es «raíz de cultura».
Las Bienaventuranzas proclamadas por Jesús expresan la perfección del amor evangélico; ellas no han dejado de ser vividas a lo largo de toda la historia de la Iglesia por numerosos bautizados y, de una manera eminente, por los santos.
Las Bienaventuranzas, a partir de la primera, la de los pobres, forman un todo que no puede ser separado del conjunto del Sermón de la Montaña. Jesús, el nuevo Moisés, comenta en ellas el Decálogo, la Ley de la Alianza, dándole su sentido definitivo y pleno. Las Bienaventuranzas leídas e interpretadas en todo su contexto, expresan el espíritu del Reino de Dios que viene. Pero a la luz del destino definitivo de la historia humana así manifestado aparecen al mismo tiempo más claramente los fundamentos de la justicia en el orden temporal.
Así pues, al enseñar la confianza que se apoya en Dios, la esperanza de la vida eterna, el amor a la justicia, la misericordia que llega hasta el perdón y la reconciliación, las Bienaventuranzas permiten situar el orden temporal en función de un orden trascendente que, sin quitarle su propia consistencia, le confiere su verdadera medida.
Iluminados por ellas, el compromiso necesario en las tareas temporales al servicio del prójimo y de la comunidad humana es, al mismo tiempo, requerido con urgencia y mantenido en su justa perspectiva. Las Bienaventuranzas preservan de la idolatría de los bienes terrenos y de las injusticias que entrañan su búsqueda desenfrenada. Ellas apartan de la búsqueda utópica y destructiva de un mundo perfecto, pues «pasa la apariencia de este mundo» (1 Cor 7, 31).
El anuncio de la salvación. La misión esencial de la Iglesia, siguiendo la de Cristo, es una misión evangelizadora y salvífica. Saca su impulso de la caridad divina. La evangelización es anuncio de salvación, donde Dios. Por la Palabra de Dios y los sacramentos, el hombre es liberado ante todo del poder del pecado y del poder del Maligno que le oprime, y es introducido en la comunión de amor con Dios. Siguiendo a su Señor que «vino al mundo para salvar a los pecadores» (1 Tim 1, 15), la Iglesia quiere la salvación de todos los hombres.
En esta misión, la Iglesia enseña el camino que el hombre debe seguir en este mundo para entrar en el Reino de Dios. Su doctrina abarca, por consiguiente, todo el orden moral y, particularmente, la justicia, que debe regular las relaciones humanas. Esto forma parte de la predicación del Evangelio.
Pero el amor que impulsa a la Iglesia a comunicar a todos la participación en la vida divina mediante la gracia, le hace también alcanzar por la acción eficaz de sus miembros el verdadero bien temporal de los hombres, atender a sus necesidades, proveer a su cultura y promover una liberación integral de todo lo que impide el desarrollo de las personas. La Iglesia quiere el bien del hombre en todas sus dimensiones; en primer lugar, como miembro de la ciudad de Dios y luego como miembro de la ciudad terrena.
Evangelización y promoción de la justicia. La Iglesia no se aparta de su misión cuando se pronuncia sobre la promoción de la justicia en las sociedades humanas o cuando compromete a los fieles laicos a trabajar en ellas, según su vocación propia. Sin embargo, procura que esta misión no sea absorbida por las preocupaciones que conciernen al orden temporal, o que se reduzca a ellas. Por lo mismo, la Iglesia pone todo su interés en mantener clara, y firmemente a la vez, la unidad y la distinción entre evangelización y promoción humana: unidad, porque ella busca el bien total del hombre; distinción, porque estas dos tareas forman parte, por títulos diversos, de su misión.
3. LA DOCTRINA SOCIAL ALIMENTA LA PRAXIS DE LIBERACIÓN
La praxis cristiana de la liberación. La dimensión soteriológica de la liberación no puede reducirse a la dimensión socio-ética que es una consecuencia de ella. Al restituir al hombre la verdadera libertad, la liberación radical obrada por Cristo le asigna una tarea: la praxis cristiana, que es el cumplimiento del gran mandamiento del amor. Este es el principio supremo de la moral social cristiana, fundada sobre el Evangelio y en toda la tradición desde los tiempos apostólicos y la época de los padres de la Iglesia, hasta las recientes intervenciones del Magisterio.
Los grandes retos de nuestra época constituyen una llamada urgente a practicar esta doctrina de la acción.
Mensaje evangélico y vida social. La enseñanza social de la Iglesia nació del encuentro del mensaje evangélico y de sus exigencias
-comprendidas en el Mandamiento supremo del amor a Dios y al prójimo y en la Justicia- con los problemas que surgen en la vida de la sociedad. Se ha constituido en una doctrina, utilizando los recursos del saber y de las ciencias humanas; se proyecta sobre los aspectos éticos de la vida y toma en cuenta los aspectos técnicos de los problemas, pero siempre para juzgarlos desde el punto de vista moral.
Esta enseñanza, orientada esencialmente a la acción, se desarrolla en función de las circunstancias cambiantes de la historia. Por ello, aunque basándose en principios siempre válidos, comporta también juicios contingentes. Lejos de constituir un sistema cerrado, queda abierto permanentemente a las cuestiones nuevas que no cesan de presentarse; requiere, además, la contribución de todos los carismas, experiencias y competencias.
La Iglesia, experta en humanidad, ofrece en su doctrina social un conjunto de principios de reflexión, de criterios de juicio y de directrices de acción para que los cambios en profundidad que exigen las situaciones de miseria y de injusticia sean llevados a cabo, de una manera tal que sirva al verdadero bien de los hombres.
Principios fundamentales. El mandamiento supremo del amor conduce al pleno reconocimiento de la dignidad de todo hombre, creado a imagen de Dios. De esta dignidad derivan unos derechos, y unos deberes naturales. A la luz de la imagen de Dios, la libertad, prerrogativa esencial de la persona humana, se manifiesta en toda su profundidad. Las personas son los sujetos activos y responsables de la vida social.
A dicho fundamento, que es la dignidad del hombre, están íntimamente ligados el principio de solidaridad y el principio de subsidiariedad.
En virtud del primero, el hombre debe contribuir con sus semejantes al bien común de la sociedad, a todos los niveles. Con ello, la doctrina social de la Iglesia se opone a todas las formas de individualismo social o político. En virtud del segundo, ni el Estado ni sociedad alguna deberán jamás sustituir la iniciativa y la responsabilidad de las personas y de los grupos sociales intermedios en los niveles en los que éstos puedan actuar, ni destruir el espacio necesario para su libertad. De este modo, la doctrina social de la Iglesia se opone a todas las formas de colectivismo.
«... ENTONCES PUSIMOS COMO FORMULA ANTICONTESTATRIA COMUNIÓN Y LIBERACIÓN...»
«En los años de la contestación universitaria parecía que el cambio que todos querían podía venir a través de un análisis científico de la sociedad. Esta creencia dominante dejaba a un lado a un cristianismo considerado como salvaguardia de lo eterno y provocó, dentro del movimiento, una crisis por la que muchos se fueron.
Ahora, volviendo la vista atrás, y cuando ya no queda nada de ese fervor, es posible apreciar el error de la contestación. El deseo de cambio que aquellos jóvenes tenían era algo justo, y nosotros lo teníamos también, pero su error fue olvidar la realidad del pecado original. El hombre en su raíz ve y desea el bien, pero en su actuación es incapaz de ser puro y hace el mal; en su intento de crear justicia comete las mayores injusticias, en nombre de la paz es capaz de destruir. El hombre, para poder cambiar, teoriza su propio punto de vista, afirma un particular como salvación de todo, cae en el delito ideológico. Como dice el premio Nobel Alexis Carrell: «Nuestra época es la época del dominio del prejuicio». En el mismo sentido, Eliot dice: «Los hombres tratan de huir del aburrimiento exterior e interior inventando sistemas perfectos que evitan al hombre tener que ser bueno».
Nosotros participábamos de ese deseo de liberación, pero para nosotros éste venía por medio de la dilatación de las realidades en las cuales Dios ha entrado. Nosotros ya teníamos experiencia de lo que es cambiar, del perdón, del compartir. Así, en la pequeñez de lo que éramos, podíamos decir: venid y ved. Este fenómeno de humanidad en el que el pecado es inicialmente contestado se llama comunión. Entonces pusimos como fórmula anticontestataria Comunión y Liberación; esto es, vivir un nivel supremo de unidad que no nace de la simpatía ni de la reacción ante lo exterior, sino del hecho de que Cristo se ha hecho hombre y está entre nosotros. El genio del cristianismo es la unidad; éste es el cambio que necesita el mundo: que se dilate la comunión cristiana».
(Parte de una conferencia sobre la historia de Comunión y Liberación, pronunciada por D. Luigi Giussani, con motivo del 30 aniversario del movimiento).
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