NOSOTROS entendemos por política un compromiso en favor del hombre, para construir en la sociedad estructuras que favorezca la libre expresión en todos los campos, y que garanticen a todos una vida digna. Un compromiso que nace de la fe, la cual engendra una posición cultural, es decir, una comprensión de toda la realidad. Por tanto, hacer política es, en un primer estadio, construir junto a otros que comparten la misma experiencia, el propio rostro, la propia fisonomía de la comunidad en medio de un mundo plural.
Pero inmersos en el bombardeo de los mensajes electorales, de las cifras de reparto de escaños y de las trifulcas partidistas que configuran la ganga inevitable de toda cita con las urnas, podemos haber corrido el peligro de perdernos.
En efecto, convenir la política en un oficio de «iniciados», en una especie de segregación para hombres que hablan un lenguaje distinto, es el primer resultado de un sistema que ha perdido la conciencia de su función y de su engranaje con la vida cotidiana. O la política sirve a la vida, nace de la propia vida, o es un ejercicio de distracción; al final, ni tan siquiera eso.
La situación que ha ido cuajando en los últimos años, acusadamente durante la anterior legislatura de color socialista, está marcada por una enorme disgregación del tejido social, y por una dificultad cada vez mayor para la expresión pública de cualquier realidad cultural alternativa al discurso del poder.
Es cierto que se ha consolidado con esfuerzos múltiples el marco de libertades formales imprescindibles para la convivencia social y para el progreso. Pero junto a esto, se han ido adormeciendo las iniciativas, las propuestas y el debate; en parte por un proceso enfermizo de atonía social, y en parte por el recorte (directo o indirecto) de los espacios necesarios para ello.
La crisis de las ideologías y el difuminamiento progresivo de las identidades culturales, convierte a los partidos en máquinas burocratizadas, más dedicadas a la defensa del trozo de tarta electoral que les ha cocado en suerte, que a una verdadera tarea política.
Así, la izquierda ha dilapidado buena parte de su tradición convirtiéndose en simple gestora (con mala conciencia) de la crisis económica, al tiempo que adoptaba rasgos culturales del liberalismo burgués (despenalización del aborto, política familiar, tecnocracia... ) y seguía aferrada al deseo de controlar la sociedad, anulando por vía indirecta las energías culturales que pudieran generar algún proyecto distinto (política educativa, sanidad, poder judicial, medios de comunicación ... ). Todo esto, con un alarde de prepotencia pretendidamente fundado en el número de votos cosechados hace cuatro años.
Presa de diversas contradicciones, esta izquierda tecnocrática y liberalizada se ha pensado a sí misma como tutora de la sociedad en la famosa aventura del «cambio» hacia la «modernidad», vago concepto, que incluye entre otros aspectos el del laicismo y la homogeneidad social.
Tampoco las fuerzas liberal-conservadoras han mostrado mucha creatividad. Los motivos aducidos para librar a la sociedad del corsé socialista recuerdan algunas veces la confianza ciega en la capacidad de la libre competencia y en las leyes que supuestamente rigen los mercados y las sociedades. Por otro lado, la defensa de determinados valores realizada por estos grupos no deja de ser en ocasiones interesada y, por lo tanto, ideológica.
Reclamamos el espacio de libertad necesario para que toda experiencia pueda expresarse en la sociedad de acuerdo con sus propias dimensiones. No creemos en una política ceñida al estrecho marco de los partidos y las instituciones del Estado.
El resultado de las recientes elecciones concede por segunda vez la mayoría absoluta y, por lo tanto, el poder absoluto al PSOE. Esperamos que prevalezca el sentido de responsabilidad al servicio del Estado y del «bien común» de todos los españoles, por encima del espíritu de arrogancia y de partidismo, reflejo de alma jacobina, que ya comenzó a aflorar en la anterior legislatura. Este sería el daño que se le podría causar a nuestra todavía débil y corta vida democrática.
Para el trabajo de presencia cultural, social, y por tanto «política» ( en su sentido más amplio), al que nos reclama nuestra propia experiencia de fe, siempre estaremos dispuestos, sean quienes sean los interlocutores que tengamos.
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