Los datos sobre las dificultades de los jóvenes, sus expresiones patológicas, la resignación que parece afectar a las nuevas generaciones. Entre otras cosas. Pero la gran ausente en los análisis de los expertos es la educación, reducida a psicología menor. Cuando un encuentro potente entre verdad y libertad supone una riqueza incalculable
La pandemia, con sus consecuencias de aislamiento y contactos a distancia, parece haber incrementado considerablemente los trastornos o desórdenes psicológicos que justifican en jóvenes y adultos su retirada de los compromisos de su vida. Justifican también las expectativas o pretensiones de los psicólogos, que reclaman una reestructuración sanitaria que favorezca su intervención sistemática especialmente a nivel escolar y familiar.
En los últimos años, el problema del malestar juvenil parece haber estallado. Sumando el Covid, que ha obligado a las escuelas a reducir su actividad, encerrando a los chavales en casa con un aprendizaje en solitario delante del ordenador, todo ello estaría causando una sobrecarga de tensión fuera y dentro de casa. La revista científica más importante del mundo, Nature, en el editorial del número 7 del pasado mes de octubre, afirmaba que el 13% de la población mundial entre diez y diecinueve años vive con un diagnóstico de enfermedad mental, principalmente ansiedad y depresión. Un estudio realizado con una muestra poblacional de Estados Unidos confirmaría ese dato, con un aumento del 5% desde 2005 hasta 2017. Otros estudios apuntan que la tendencia se ha acentuado con la pandemia. Nature examina el resultado de investigaciones recientes sobre las causas biológicas y psicológicas y posibles tratamientos de este malestar, y concluye que los resultados son bastante escasos, por no decir nulos. Sin embargo, con el síndrome de optimismo que caracteriza al ámbito científico, sugiere que hay que ampliar estos estudios, potenciarlos y mejorarlos, implicando a los jóvenes en la creación de un «futuro más luminoso y saludable para una generación que está siendo y seguirá estando probada por desafíos antes nunca vistos».
Lo que llama la atención en los discursos y textos de los expertos sobre las dificultades juveniles y sus expresiones patológicas es la falta de consideración seria y convincente de la educación. Mejor dicho, se habla de educación, pero siempre en términos de psicología menor, poco más o incluso por debajo del sentido común. Por otro lado, puesto que los medios y los propios educadores –padres y profesores– han erigido a los psicólogos en árbitros de la educación, cada vez se somete a un número creciente de jóvenes a psicoterapia. También a niños, pues el síndrome de TDAH –siglas del trastorno de déficit de atención e hiperactividad– va en aumento. En Estados Unidos ya se ha diagnosticado al 5% de los alumnos de escuelas de primaria, lo que equivale a unos cinco millones de niños. La psicología es sin duda una herramienta muy útil para aplicar en casos patológicos, aunque con una eficacia no garantizada y con unos tiempos y costes que no todos pueden soportar. Debe haber una intervención que se pueda hacer antes de que aparezca el trastorno psicológico, que pueda ayudar en términos generales, podríamos decir incluso populares, a evitarlo y afrontarlo. Es decir, la psicología puede ser una herramienta de la educación, pero no su génesis.
La educación tiene la suya propia. De ella se encarga incluso una ciencia, la pedagogía, como forma organizada para conocer el desarrollo humano, personal y social. Aunque en términos cada vez más confusos, la educación se dirige a la libertad y a su conquista. El hombre aspira a la libertad, a hacer lo que quiere y considera conveniente para cumplir su deseo de bien y felicidad. El problema es que hacer lo que se quiere no suele ser posible, no basta y además uno puede equivocarse, y en vez de conducir hacia el cumplimiento puede agravar el límite. Cuántas veces la obstinación por perseguir lo que se quiere hace estar gravemente descontentos tanto a uno mismo como a los demás. De ahí la insistencia en la necesidad, reconocida por muchos como una auténtica emergencia, de la educación como orden y perspectiva que dar a la vida, para que esta sea útil y constructiva. Nace entonces la exigencia de identificar el contenido y el método de la educación. Si esta se limita a inculcar la norma social, lo “políticamente correcto”, solo será satisfactoria para quien se adapte o someta a la mentalidad dominante, que puede garantizar un lugar para la convivencia, pero no la realización que se busca. Prevalecen entonces la resignación y la debilidad que parecen afectar a las generaciones más jóvenes, aunque no solo a ellas.
Para dirigirse a la libertad, la educación necesita de la verdad, que es aquello para lo que estamos hechos. Sin verdad no hay nada que elegir o decidir. En el fondo, todo da igual, ya sea porque queda definido por los antecedentes –empezando por los genéticos– o indefinido por una falta de sentido que nos deja sin salida. Verdad y libertad son un misterio, que no significa algo ignoto e invisible, sino sencillamente que no se puede medir aunque se pueda ver y conocer.
Los hechos más importantes de la existencia son misterio: la vida misma, el amor, la amistad, el porqué de los acontecimientos favorables o desfavorables, el destino hacia el que uno va, empujado o atraído. La persona es tensión hacia el misterio, hacia el infinito, que es inconmensurablemente más grande de lo que ella es; tensión controvertida, hecha de abandono y dedicación, contradichos por la voluntad de posesión y de dominio. Verdad y libertad tienen la misma naturaleza misteriosa, que se manifiesta con toda su potencia cuando se encuentran y se descubren hechas la una para la otra, y cuando la segunda acepta seguir a la primera. Cuando eso sucede, la educación alcanza su objetivo y la personalidad adquiere una riqueza incalculable. Sin embargo, como la verdad se puede esconder o proponer de manera confusa, la libertad también puede retirarse y no comprometerse cuando la verdad resulta evidente, sobre todo cuando no avanza según se espera de ella. Es el riesgo de educar del que hablaba don Giussani, la dramaticidad inherente a la relación entre adulto y joven, padre o profesor, alumno o hijo.
«No juzguéis», dice el evangelio, entendiendo que el otro no puede ser condenado al infierno, justificándose por haberlo hecho todo. Quien quiera educar necesita preguntar, vivir de la pregunta: «¿Qué es la verdad?». Se la hizo Pilatos a Jesús sin esperar respuesta porque ni siquiera imaginaba que la tenía delante. Nosotros, aun siendo cristianos, también podemos ser tan escépticos como él. Podemos olvidar que la verdad no está ante todo en los libros, en las filosofías o en el esfuerzo de nuestros pensamientos. La verdad está en la persona de Jesús, en el lugar de su presencia hoy, que es la Iglesia, la comunidad cristiana, la compañía de aquellos que lo siguen. Esta afirmación puede parecer excesiva, desafinada en un catolicismo que quiere estar de acuerdo con todos. Puede suscitar la misma incredulidad de los atenienses ante san Pablo, «te oiremos hablar en otra ocasión». Como cristianos, debemos posicionarnos en la educación, no podemos hablar de otra cosa o, mejor dicho, debemos hablar de todo hablando de esto. De lo contrario no habría propuesta, ni fascinación, ni aventura, porque no habría objetivo, no habría un destino. Y qué es una escuela y una educación si no nos introduce en el destino, en el sentido de todo, de las cosas grandes y de las pequeñas.
Todo lo anterior es para subrayar que no hay futuro para la educación de los jóvenes, para el consuelo de padres y maestros, si estos no insisten con decisión y paciencia en proponer la verdad, que se aprende en la compañía cristiana a la que pertenecen, en una compañía dentro de su ámbito. Una vez, a la pregunta «¿quién educa?», Giussani respondió «la comunidad». Creo que hay un dicho africano que dice que para educar a un hombre se necesita un pueblo. Si no mostramos a los jóvenes que pertenecemos a una amistad que nos recuerda continuamente el sentido de la vida y de lo que sucede, ¿por qué iban a interesarles las palabras de los adultos, por qué iban a vincularse a ellos? Como decía Pasolini, se educa con el ser, con lo que uno es (con lo que ha aprendido y aprende). El ser se constituye y crece en una amistad por la verdad. Este es el primer trabajo del educador (en video o presencial).
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