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Huellas N.2, Febrero 2007

IGLESIA - Roma / Basílica de San Pedro

Pedro está aquí

Cristina Terzaghi

Quinientos años después de la colocación de la primera piedra de la actual Basílica vaticana, una exposición en el Brazo de Carlomagno recorre la historia de esta iglesia, partiendo del edificio construido por el emperador Constantino sobre el lugar de la sepultura del Príncipe de los Apóstoles. En ella se expone un fragmento del muro rojo, procedente de las grutas vaticanas, del emplazamiento que la tradición ha indicado siempre como el lugar en el que fue sepultado Pedro. En el fragmento están grabadas siete letras griegas que la arqueóloga Margherita Guarducci tradujo como “Pedro está aquí”, como inequívoca indicación de la tumba del Apóstol. A ella se debe también la identificación de las reliquias de san Pedro, reconocidas como tales por Pablo VI en 1968. En la inauguración, el cardenal Bertone señaló que la exposición ofrece una «oportunidad de conocer mejor la personalidad y la acción evangelizadora de los apóstoles Pedro y Pablo, que con su martirio sellaron en Roma su fiel adhesión a Cristo»

Siete letras griegas grabadas en un pequeño fragmento de enlucido rojo (tres centímetros de alto por cinco de ancho), algo aparentemente insignificante y que, sin embargo, nos deja sin respiración: «PETR[OS] ENI»: Pedro está aquí. El fragmento, que se exhibe al final del recorrido de la muestra expuesta en el Vaticano hasta el 8 de marzo, con motivo del quinto centenario de la colocación de la primera piedra de la actual basílica de San Pedro, forma parte del “muro rojo”, un lugar sagrado en la necrópolis vaticana. Allí, junto a aquel muro, el emperador Constantino construyó una pequeña edificación a modo de relicario que contenía los huesos de Pedro.
El visitante, estrechado por el abrazo de la poderosa columnata de Bernini o cobijado bajo la gloriosa cúpula, cuya vista, en palabras de Belli, «deja embobado y sin aliento», simplemente no repara en ese tesoro. Ya no se le ocurre a uno buscar los vestigios auténticos de aquel hombre que está en el origen de tanto esplendor. La basílica se presenta como una metáfora, y la asombrosa metáfora parece bastar. Tal vez esta sea una de las razones por las que las huellas de la tumba de Pedro se perdieran en el tiempo, y las excavaciones arqueológicas bajo la basílica para recuperar el lugar exacto de su sepultura tuvieran que esperar hasta 1940. Se concluyeron (casi en su totalidad) el 26 de junio de 1968, cuando Pablo VI pudo anunciar al mundo en audiencia pública: «Tenemos razones para considerar que han sido hallados los pocos pero sacrosantos restos del apóstol Pedro».

El edificio constantiniano
En el siglo I después de Cristo, en una Roma multicultural y multiétnica que tal vez no tiene comparación con ninguna de las metrópolis occidentales actuales, ni siquiera con Nueva York, el ager Vaticanus, en las cercanías del circo de Calígula, era el lugar destinado a las ejecuciones. Aquí, en el año 64, fue crucificado Simón Pedro, judío procedente de una remota provincia del Imperio. Un episodio este que, aunque trágico, pudo haberse confundido fácilmente en el marasmo de ejecuciones de forasteros que la justicia de la Urbe llevaba a cabo. En aquella época, las personas alcanzadas por el anuncio de Cristo, nacido, muerto y resucitado en Galilea, no debían ser más que un puñado. Sin embargo, enseguida surgió un culto y una veneración extraordinaria por el cuerpo de ese hombre. Hasta el punto de que, tres siglos después, en cuanto se liberalizó la religión cristiana, Constantino comenzó la construcción de una basílica para la memoria perpetua del Santo. La empresa se presentaba muy ardua. El terreno en el que surgía la necrópolis vaticana era accidentado y situado en una zona de colinas. Sin embargo, el Emperador no debía albergar ninguna duda sobre la ubicación precisa de la tumba de Pedro, pues hizo allanar la colina de forma que el altar de la basílica se construyera en el lugar exacto en donde se encontraban los huesos del Santo. Por otra parte, al parecer fue precisamente él quien hizo envolver los restos de Pedro en un precioso manto de púrpura, cuyos fragmentos se han conservado en parte, y constituyen uno de los indicios que ha permitido a la aguerrida arqueóloga Margherita Guarducci, responsable de la mayoría de los descubrimientos petrinos, llegar a la identificación certera de la tumba del Príncipe de los Apóstoles.
Con el paso de los siglos la basílica constantiniana se convirtió en el lugar destinado a la sepultura de los papas, meta de continuas peregrinaciones, y numerosos altares se construyeron sobre la edificación erigida por Constantino. Sin embargo la renovación de todo el edificio –que se había quedado pequeño– era poco racional y nada preparado para hospedar a los peregrinos, tendría que esperar algún tiempo.

Julio II y la primera piedra
Fue Julio II, en el siglo Giuliano della Rovere, el papa guerrero, quien llamó al arquitecto Donato Bramante para trabajar en un nuevo proyecto para la basílica y para la ordenación de todo el complejo vaticano. El proyecto estaba estrechamente ligado al de su propia sepultura. Para realizar su tumba, Della Rovere había llamado al escultor más aclamado del momento, Miguel Ángel, que ya en 1499 había realizado una de las obras más extraordinarias custodiadas en la antigua basílica: la Piedad. Al principio el Papa pensaba en una tumba en el muro, situada en el ábside, pero Miguel Ángel le propuso realizar un gigantesco monumento de forma redonda. Pero la basílica, que estaba abarrotada de tumbas y de altares votivos, tenía un aspecto algo ruinoso y angosto. Condivi, el más acreditado biógrafo del gran maestro, narra así el diálogo entre el Papa y el escultor: «El Papa le preguntó: “¿cuánto dinero costará?” A lo que Miguel Ángel respondió: “cien mil escudos.” “Vale” –dijo Julio– “doscientos mil”. Y habiendo mandando a Sangallo y a Bramante a ver el lugar, le entraron ganas al Papa de hacer toda la iglesia de nuevo».
El 18 de abril de 1506, vigilia del domingo in albis, cuando la Carta de Pedro describe a los fieles como piedras vivas del edificio de Cristo, se puso la primera piedra del nuevo San Pedro sobre el antiguo completamente derruido, tanto que Bramante, responsable de la empresa, se ganó el apodo de “demoledor”. La desaparición de Julio II ralentizó notablemente los trabajos, cuya dirección, después del arquitecto de Urbino, fue encomendada a Rafael. Pontífices y arquitectos se sucedieron hasta que en 1547 el papa Pablo II Farnesio tuvo la brillante idea de encomendar la dirección de los trabajos a Miguel Ángel, que ya era un anciano de setenta años. Tanto el proyecto para la basílica, como la extraordinaria cúpula que todos conocemos, cuya linterna fue proyectada por Buonarroti en eje perfecto con el altar, bajo el cual se conservan los restos de Pedro, atestiguan que el anciano Pontífice había tenido buena vista.


PABLO VI
Hallados los sacrosantos restos mortales del Príncipe de los Apóstoles

De la audiencia general del miércoles. Ciudad del Vaticano, 26 de junio de 1968

Últimamente la atención de los estudiosos se ha fijado en el trofeo erigido sobre la tumba de san Pedro, llamado el trofeo de Gayo. Debemos este apasionado interés a las excavaciones que el papa Pío XII, nuestro venerado predecesor, ordenó que se realizasen bajo este altar central, llamado «Confesión», de la basílica de San Pedro, para identificar mejor la tumba del Apóstol sobre la cual, en su honor, se construyó esta basílica. Las excavaciones, dificilísimas y muy delicadas, fueron llevadas a cabo entre los años 40 y 50, con los resultados arqueológicos de suma importancia que todos conocen, por mérito de los insignes estudiosos y trabajadores que dedicaron a la ardua tarea esfuerzos dignos de aplauso y de reconocimiento. Así se expresaba el papa Pío XII en su Mensaje radiofónico navideño del 23 de diciembre de 1950: «La cuestión esencial es la siguiente: ¿Se ha encontrado verdaderamente la tumba de san Pedro? A tal pregunta la conclusión final de los trabajos y de los estudios responde con un clarísimo “sí. La tumba del Príncipe de los Apóstoles ha sido encontrada. Una segunda cuestión, subordinada a la primera, tiene que ver con las reliquias del Santo. ¿Han sido recobradas?» (Discorsi e Radiom. XII, 380). La respuesta ofrecida entonces por el venerado Pontífice era dilatoria, dubitativa.
Nuevas indagaciones llenas de agudeza y paciencia fueron llevadas a cabo a continuación con el resultado que nosotros, confortados por el juicio de personas valiosas, competentes y prudentes, creemos positivo: se han identificado las reliquias de san Pedro de una forma que podemos considerar convincente, y alabamos por ello a quienes han realizado este atentísimo estudio y este largo y gran esfuerzo.
No se han agotado con esto las investigaciones, las verificaciones, las discusiones y las polémicas.
Pero por nuestra parte nos parece justo, en el estado presente de las conclusiones arquitectónicas y científicas, ofreceros a vosotros y a la Iglesia este feliz anuncio, obligados como estamos a honrar las sagradas reliquias, sustentadas por una seria prueba de su autenticidad, que fueron en otro tiempo miembros de Cristo, templo del Espíritu Santo, destinadas a la gloriosa resurrección (cf. Denz. Sch., 1822); y, en el caso presente, tanto más diligentes y exultantes debemos ser nosotros, cuanto que tenemos razones para considerar que han sido hallados los pocos pero sacrosantos restos mortales del Príncipe de los Apóstoles, de Simón, hijo de Jonás, del pescador llamado Pedro por Cristo, de aquel que fue elegido por el Señor como fundamento de su Iglesia, y al que el Señor confió las llaves de su reino, con la misión de apacentar y de reunir a su grey, la humanidad redimida, hasta su retorno glorioso al final de los tiempos.


TARCISIO BERTONE
Construida sobre el fundamento establecido por Cristo

Del saludo del Secretario de Estado de Su Santidad en la inauguración de la exposición. Ciudad del Vaticano, 11 de octubre de 2006

Se ofrecerá también la oportunidad de conocer mejor la personalidad y la acción evangelizadora de los apóstoles Pedro y Pablo, que con su martirio sellaron justamente en Roma su fiel adhesión a Cristo. Si cada iglesia constituye para los fieles de un cierto territorio un punto de referencia religiosamente significativo, la Basílica levantada sobre la tumba del apóstol Pedro reviste un valor excepcional para los católicos del mundo entero.
La Sagrada Escritura nos enseña que Dios no necesita de templos construidos por el hombre (cf. Is 66, 1-2; Hch 7, 48-50), y que el lugar en donde le gusta poner su morada es un corazón humilde y un pueblo fiel a su voluntad. Cumplimiento de la figura del templo es el Verbo encarnado: mediante Él podemos adorar al Padre celestial «en espíritu y verdad» (Jn 2, 24). Sin embargo, el hombre peregrino sobre la tierra necesita de símbolos, y las iglesias, ya sean de madera o de piedra –desde las pequeñas ermitas en el campo o en la montaña hasta las catedrales majestuosas– constituyen signos necesarios para la comunidad de los fieles, que son la verdadera Iglesia, edificio espiritual constituido por piedras vivas. La basílica de San Pedro en el Vaticano, junto con la del Santo Sepulcro en Jerusalén, es seguramente el templo cristiano de mayor valor histórico y, más aun, simbólico. Mientras que el Santo Sepulcro es memoria insuperable del misterio pascual –contiene los lugares santísimos en los que tal misterio se consumó–, San Pedro representa a la Iglesia en grado máximo, construida sobre el fundamento establecido por Cristo: la fe de Pedro, cabeza del Colegio apostólico.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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