Adelio Dell’Oro, obispo de una diócesis casi el triple de grande que Italia entera, cuenta la vida que ve nacer a su alrededor desde hace más de veinte años. Una historia que sigue viva. «Como aquella partida de ping-pong…»
Se abrazan mientras sonríen al fotógrafo. Se acaban de casar hace unas horas en el ayuntamiento, como la mayoría de los jóvenes de hoy en Karagandá, en el corazón de Kazajistán. Pero como fondo para las fotos eligen siempre la fachada de dos pináculos rojos de la catedral católica dedicada a la Virgen de Fátima. Don Adelio se acerca, suele hacerlo en estos casos, para saludar, conocer, en busca de futuras oraciones. Algunos no saben que es el obispo cuando les pregunta por qué quieren hacerse allí las fotos. «¿Dónde vamos a encontrar un castillo así?». Entonces monseñor Dell’Oro sonríe. «Impactados por la belleza. Y por algo que en cierto modo pasa a través de ella. Aunque no sepan lo que es», comenta el prelado mientras pasa su cuarentena después de varias semanas en Italia.
«Aún no ha llegado el frío, 17 bajo cero se puede soportar», dice don Adelio, que nació en 1948, y que se encuentra en este país de Asia central por segunda vez. «La primera fue en 1997, como fidei donum de la diócesis de Milán con otros sacerdotes de CL, hasta 2009». Entonces era una tierra de misión dura, pocos años después de la caída de la Unión Soviética y de la independencia en 1991. De aquella primera experiencia nació una comunidad del movimiento que ha crecido con el tiempo. Después de un paréntesis de varios años en Italia, Dell’Oro volvió a Kazajistán como obispo. «Los católicos son el uno por ciento en un país de mayoría musulmana, con un 20 por ciento de ortodoxos. En mi diócesis, que es como dos veces y medio el tamaño de Italia entera, habrá unos ocho mil fieles, que se sepa», añade. «Hace poco envié a un sacerdote alemán al este de la región para anunciar que esta iglesia existe, porque muchos aún no lo saben. Bajo el comunismo, la fe solo se transmitía a través de los ancianos que se la comunicaban a sus nietos. Ni siquiera a sus hijos, que estaban controlados por el régimen». Cuando todo aquello se derrumbó, resurgió, gracias también a la misión de varios sacerdotes polacos y alemanes. «No faltan ejemplos de testimonios que pasaron por los lager y la persecución, como el beato Wladyslaw Bukowinski, sacerdote ucraniano, o Gertrude Detzel, laica en olor de santidad». También contribuyó mucho la visita de Juan Pablo II en 2001.
Ahora también se enfrentan a la modernidad y a la globalización, «que aplasta los deseos. No los destruye. No se puede destruir el corazón. Pero reduce el ideal». Así resulta más complicado conocer gente que hace treinta años, cuando –como decía don Giussani tras conocer a un grupo de jóvenes kazajos que se encontraron con los primeros sacerdotes del movimiento en Karagandá– se veía en ellos «el sentido religioso a flor de piel».
El lema de su episcopado, tomado de La imitación de Cristo, lleva dentro su historia: «“Unum loquuntur omnia”, todas las cosas hablan de una única cosa, de Él. Este es mi camino desde que conocí el carisma de don Giussani». Desde que, la primera noche en el seminario teológico, conoció a uno de sus “hijos”, Mario Peretti, jugando al ping-pong. «Giussani lo conoció cinco años después, pero aquel seminarista tenía una humanidad tan distinta, tan atractiva, hasta con una raqueta en la mano, que nunca me separé de él. Aquella humanidad que me fascinó, hoy sigue siendo capaz de generar. Es algo que todos esperan».
Habla de dos caminos para vivir la tarea de ser Iglesia y que ha recorrido desde que comenzó su misión. «Uno es la belleza, un instrumento con el que cualquiera puede vivir la experiencia de Dios. Un concierto de órgano en la catedral, por ejemplo, de primer nivel, como los que hacíamos antes de la pandemia dos veces al mes, de abril a octubre… con la iglesia abarrotada. Católicos, musulmanes, ateos. Yo normalmente me siento en medio de la gente. A veces los veía impactados, conmovidos porque, aunque sea de manera inconsciente, esas cosas permiten experimentar a Dios. Y luego está la caridad, que no es solo responder a una urgencia material, de comida o medicinas, por ejemplo. Es dar más de lo que das». Pone el ejemplo de “sus” hermanas de la Madre Teresa en la ciudad. «Una vez la hermana Fátima me habló de un sintecho que llegó con tuberculosis». Había que aislarlo, ¿pero cómo? Las hermanas adaptaron una bañera, puliéndola y colocándole un colchón. Cuando aquel hombre se instaló allí, le dijo a la hermana: «Si el Paraíso existe, debe ser como esto». Nadie le había tratado nunca así. «No solo una cama o un trozo de pan. Le das a Cristo. Eres el rostro de Cristo para él, lo que ha conquistado tu vida y la conquista cada día».
Ese fue el origen de una caritativa que comenzó con amigos del movimiento. «Surgió a partir de la muerte de Galia. Mejor dicho, de su vida». Galia es una de las primeras que conoció a finales de los noventa. «Salió del orfanato con 18 años y acabó en la calle. Como tantos, corría el riesgo de caer en el alcohol o en las drogas, de acabar en la cárcel o suicidarse. Tenía un amigo que nos conocía. Entonces vivíamos en la tercera planta de un edificio anónimo en la periferia. Pasaba por debajo de nuestras ventanas, las veía siempre iluminadas pero nunca subía. Una noche se armó de coraje. “Ahora tengo una familia”, dijo al salir de nuestra casa». Desde entonces, poco a poco, nunca se separó del movimiento, pidió el Bautismo y entró en la Fraternidad. «Hace dos años le diagnosticaron un cáncer. La operaron pero no salió bien. En junio de 2020 estaba muy mal. Vivía en un piso de una habitación, compartiendo cocina y baño con los vecinos. No podía seguir allí y le pregunté al director de la Cáritas diocesana, un sacerdote lituano, si podía darle alguna de las casas que habíamos preparado hacía tiempo para los necesitados. Todos los de la comunidad la atendimos hasta su muerte, el 31 de agosto». El funeral se celebró en la casa y mientras iban llegando amigos y conocidos sonaba sin parar el canto Jesu tibi vivo, “Jesús, ya viva o muera, soy tuyo”. Al final, el sacerdote lituano, conmovido, dijo a los amigos de Galia: «Lo que he visto estos meses, lo que he visto hoy… Me gustaría que os quedarais aquí, que me ayudaseis». ¿Cómo? «Aliona, una de ellos, tiene una hija adolescente que es autista, Polina. Fue a partir de ahí, de la necesidad de una madre de no ver a su hija “encerrada” en casa a los 15 años, cuando se le acaba la educación especial, como pasa en Kazajistán». En pocos días se presentaron veinte familias con hijos con varios problemas. «Pero la lista era más larga. Ahora los amigos de la comunidad se turnan para organizar actividades para estos chicos y sus familias». Una explosión de vida que también contará con la ayuda de varias monjas del Cottolengo que pronto llegarán a Kazajistán. «Ya estamos trabajando, pero me ha llamado la atención lo que me han dicho: “No venimos a hacer proyectos, sino a entender qué quiere de nosotros la Providencia”».
¿Quién puede hacer algo así, quién mueve a estas personas? También se lo pregunta don Adelio. «¿Qué vio en mí una chica que conocí el otro día en el avión de Moscú? Dinara, poco más de veinte años. Tuve una conversación con ella. Vive en Nursultán, como se llama desde hace un par de años la capital, Astaná. Nació en una ciudad cercana al polígono atómico de Semey. Sus padres están separados, se graduó en derecho pero no quería dedicarse a eso, y fue a Moscú por unos cursos de empresariales. Le hablé de mí, le conté mi historia. Al aterrizar nos despedimos y me dijo: “Quiero ir a Karagandá a ver a mi padre, que ahora vive allí. ¿Podría visitarle?”». Le pasa tanto en los encuentros oficiales que competen a un obispo como con una anciana a la que le cuesta agacharse y le pidió ayuda en el supermercado. «“Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí”, escribía san Pablo. Eso es lo que sucede en el instante en que te preguntas: “¿Cómo mirarías tú a estas personas, Señor? ¿Y cómo me miras a mí?”. Somos amados por Cristo. La cultura nueva no tiene nada de intelectual, parte de la circunstancia, que puede ser la más cotidiana, pero mirada con los ojos de Cristo. Es un abrazo que vuelve a sucederme en este instante y que me hace abrazar el mundo. Nadie queda fuera de ese abrazo».
En el fondo, añade, esta es la responsabilidad que se nos pide. «Comentaba con algunos de la comunidad lo que está pasando en el movimiento y me impactó uno de los primeros que conocí hace años: “Aunque mañana el movimiento dejara de existir, yo volvería a empezar a vivir como he vivido hasta ahora”. ¿Te das cuenta? Para él, el encuentro con el movimiento coincide con el encuentro con Cristo. Entonces, la responsabilidad que se me reclama consiste en mirar dónde vuelve a sucederme este encuentro, permitiendo que Cristo pase por mí, como último capilar del carisma, para que otros puedan encontrarse con Él. Pedir que esa partida de ping-pong vuelva a jugarse cada mañana».
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