Instantáneas de una residencia de ancianos y enfermos de Alzheimer. Franca Zambon, enfermera, describe las miradas, gestos y preguntas que han marcado estos meses de pandemia
Diego (para él y el resto de residentes usaremos nombres ficticios) se levanta, se quita el pijama y las calzas de dormir. No encuentra ropa adecuada para la oficina, pero se hace tarde, así que debe conformarse con lo que hay. No es muy elegante, pero el autobús que le lleva de su casa al trabajo está a punto de pasar. Baja las escaleras un poco nervioso y una mujer que no conoce lo detiene. Le explica que no puede salir y que ya no va a trabajar. Ahora Diego vive allí, le dice sonriendo, aunque es una sonrisa que él solo intuye en sus ojos, porque su boca la tapa una mascarilla.
Franca Zambon, así se llama la mujer, es enfermera en la Residencia de la Divina Provindencia del Cottolengo de Cerro Maggiore, en la provincia de Milán. Dentro hay un centro de día para enfermos de Alzheimer y una residencia dividida en dos zonas: una para ancianos dependientes y otra para pacientes con demencia y Alzheimer. Diego vive en esta última desde hace unos años, igual que Agnese, de 90 años, que ya está preparada con su bandolera para llevar a sus hijos a catequesis. Franca ha aprendido a identificar por su ropa cómo están. A veces hay alguno que ni siquiera sabe usar una cuchara, explica. «Tenemos mucho que hacer, pero podemos pararnos un rato con él y acompañarle. Existe y es querido, así que vale la pena».
En camisa
En marzo de 2020 también llegó aquí el Covid. Por primera vez, los trabajadores y residentes se exponían al mismo riesgo. En el primer mes de pandemia el problema parecía algo lejano, pero pronto llegaron los primeros casos a la residencia de al lado, el círculo se estrechaba. En un centro cercano murió un trabajador y luego también llegó el primer caso dentro del Cottolengo. La noticia no pilló a los trabajadores desprevenidos. Durante los meses anteriores algunos de ellos se habían formado y habían preparado protocolos y material. Una joven enfermera se disponía a entrar con Franca pero de pronto se paró en la puerta: «No voy. No sé tú, pero yo aprecio mi vida». Estar preparados, conocer los protocolos y disponer del material adecuado no es suficiente. «Podéis despedirme, prefiero vender tomates», y se fue.
De los diez trabajadores que se formaron, solo quedaron dos. A partir de entonces todo se hizo aún más duro, cada movimiento, desinfectarse, no tocarse los ojos, iba adquiriendo cada vez más peso. Franca entra sola en una sala y dice: «Alguien tendrá que poner oxígeno a esa mujer». Parece una frase fácil, casi una orden, pero tiene más bien el tono de una evidencia. Enseguida se presenta una chica en la puerta, la última en llegar, y le dice: «Yo también tengo miedo, no sé qué nos va a pasar, pero si me guías yo entro contigo». A partir de ese primer “sí” de Elisa se forma un equipo, totalmente voluntario, como un cuerpo de actores dirigidos por Franca, cada uno con la responsabilidad de la salud del otro y de su familia. Ante ellos, una pregunta: ¿cómo estar delante de todo este dolor?
Jersey rojo
Angelo llegó al Cottolengo mucho antes del Covid, primero estuvo en el centro de día, donde lo conoció Franca cuando era el conserje de su pueblo.
Durante el primer confinamiento cayó enfermo y, como no podía recibir visitas, sus hijas no solo piden que le den el tratamiento necesario sino que las trabajadoras le hagan llegar a su padre de alguna manera su amor. Cuando empeoró, las hijas le dieron a Franca el jersey rojo favorito de su padre, el “uniforme” de sus recuerdos. También le confiesan, con un poco de miedo, que les gustaría que le enterraran con ese suéter. Otra vez la ropa. Franca sabe lo que eso supone, conoce lo delicado y “litúrgico” que supone el momento de vestir un cuerpo. Cada vez que pasa por la habitación de Angelo recuerda la tarea que le han asignado, pero él muere una noche que Franca no trabaja. «No podía irse sin aquel jersey». Envuelto en la sábana y luego en el saco, como establece el protocolo de defunción por Covid, aún necesita su divisa escarlata perpetua. Franca obedece, hace todo lo que puede para satisfacer la petición de sus hijas. Especialmente en el último año y medio, tratan a los residentes «como si fueran nuestros padres o abuelos, peinándoles, afeitándoles, acariciándoles». Las familias les piden que les lleven su presencia, pero no que los sustituyan, pues en el fondo eso es imposible. Los ancianos siguen sintiendo una tristeza, una nostalgia, visceral.
Es el rasgo dominante en los ojos hundidos de Paola, que contempla a lo lejos el Monte Rosa derramando alguna lágrima. Al pasar por el pasillo con las prisas propias de su trabajo, Franca puede concederle, por primera vez, unos minutos. Con treinta años de distancia, sus cuatro ojos se fijan en el macizo bajo el sol, hasta que Franca se excusa porque tiene que irse. «Gracias por pararte. Al menos ahora te puedo esperar», responde Paola. Incluso en un corazón tan destruido se abre paso la posibilidad de esperar. Te puedo esperar porque sé que existes. Si no sabes que existe una presencia amiga, ¿qué vas a esperar?
Con escafandra
No siempre era fácil tener el equipamiento adecuado para hacer frente al virus. Los primeros meses de pandemia nunca llegaban los dispositivos adaptados, lo que desencadenó la imaginación y labor de las monjas del Cottolengo –cosiendo mascarillas con gabardinas– y de la Providencia («¿De qué otra manera quieres llamarlo?», pregunta Franca), provocando además mucho cansancio y miedo entre los empleados. Ahora, en cambio, hay dispositivos y test. Bien protegidos, pudieron atender a los más afectados de la “segunda oleada”: los residentes del centro para discapacitados. Ester tiene 70 años y, como el resto, «es muy expresiva», cuenta Franca. «Cada vez que vas es una fiesta, cuando abres la puerta te conviertes en la persona más importante sobre la tierra». Franca entra, sabe que debería contener el entusiasmo de Ester pero esta, al ver una figura con escafandra, se retira. Esa especie de buzo le resulta extraño, no le gusta y le da miedo, por eso Ester se defiende. Pero detrás del casco oye una voz: «¡Soy Franca!». Reconocer una presencia amiga transforma algo angustioso en familiar. Ester estalla de alegría ante esa epifanía y se pone a jugar con su visera.
Pescado fresco
Camilla solo tiene un par de zapatillas. «Llegó en un estado inhumano», dice Franca, llena de úlceras y llagas. Como muchos otros, se cayó y estuvo en el suelo de su casa durante varios días, sin poder recibir ningún tipo de ayuda. Durante aquel tiempo de espera desesperada, quién sabe en quién pensaría, qué esperaría, cuántas veces pediría ayuda en vano, tirada, inerme. Cuánta necesidad no escuchada habita en su cuerpo. Los empleados tuvieron que responder a toda esa necesidad desatendida, empezando por los cuidados más urgentes. Al acabar todo el procedimiento, Franca pregunta, con esa actitud desenfadada típica del camarero que ya ha recogido la mesa: «¿Todo bien? ¿Falta alguna cosa?», «Sí, me gustaría pescado fresco y helado artesano». Eso Franca no se lo esperaba.
En el Cottolengo ha aprendido que todos los deseos de los residentes van en serio. Qué humano es ese grito de humanidad que se ocultaba bajo la costra de sus úlceras para salir con la majestuosa naturalidad de quien agasaja los mejores platos. Camilla es ese grito.
Gargantilla
Después de acompañar a tantos a la muerte, los empleados acaban agotados. «Se está muriendo», es una frase recurrente. Pero esta vez se referían a Rosa, una monja a la que Franca ha dedicado mucho tiempo. Cada día Rosa pide que la vistan bien: zapatos, túnica, la cruz al cuello bien lustrosa. «¿Por qué?». «Porque esta noche podría encontrarme con mi Esposo». Rosa se viste con esa espera, una espera plena y conmovedora que invita a su vez a una atención nueva.
Las trabajadoras que ven cómo Rosa afronta así cada día, con esa espera pacificadora en sus ojos, es como si se contagiaran. En ella, el límite de la vida está vencido por la unidad con que se enfrenta a la muerte. Una unidad vertiginosa, propia de un ser humano que está hecho para la vida pero que alcanza su cumplimiento en la muerte. Una unidad encarnada, una mujer que espera la muerte vestida de punta en blanco, como una joven que espera en la ventana a su amado.
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