La cuestión prioritaria en la experiencia cristiana (como en la experiencia humana elemental) es la que pende de la provocadora pregunta que Jesús planteó a lo suyos, en las rocas de Cesarea de Filippo, a la orilla del río, probablemente al final de una jornada de camino.
¿Cuál es pues la cuestión más importante? Es la cuestión del “tú”, es decir, del sujeto entendido como relación constitutiva con el otro. Es la cuestión de un yo que por fin deja de esconderse tras las opiniones de los demás, tras los “unos dicen...”, detrás de teorías o análisis más o menos vagos. En este caso, sobre la identidad del Mesías. Sobre la identidad del reino de Dios y cómo este se propone a la libertad del hombre. El Evangelio de hoy nos presenta el paso de lo que dicen de manera genérica, indiferente y sin compromiso, las opiniones más comunes –«¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?» (Podemos imaginárnoslos a todos diciendo: «ese dice que…», «aquel otro que…», «por aquí se piensa esto, por allí eso otro»…)– a la pregunta que interpela a un tú: «Y tú, ¿quién dices que soy yo?». Arriesga tu libertad. Mídete con el acontecimiento decisivo de tu vida, de la vida de la familia humana y de la historia.
La relación del yo con el acontecimiento de Cristo
Hoy hacemos memoria de un hombre, don Giussani, que hizo de este criterio, de la relación personal del yo con el acontecimiento de Cristo, la tarea de su vida y de toda su obra. Él fue un gran educador. En una época en la que todavía no era evidente, casi imperceptible –a finales de los años 50, cuando el catolicismo italiano parecía aún “triunfante”– él percibió que el yo era el gran ausente de la pedagogía católica y que esto conduciría al desastre. No bastaban los números, no bastaba poner de nuevo en marcha iniciativas, aunque fueran eficaces, ni convocatorias multitudinarias. Hacía falta que el yo se pusiera en juego.
Se hacía necesario que la libertad adquiriera su peso. Que la libertad diese su batalla por la convicción, es decir, que el corazón de cada cristiano llegara a la convicción que le lleva a comunicar a otros aquello de lo que está convencido. No se conoce una cosa –decía santo Tomás, al que tantas veces citaba don Gius– hasta que no se comunica.
Como gran pedagogo, su principal preocupación era este elemento distintivo, absolutamente necesario: ponte en juego tú. Recuerdo los primeros encuentros del “raggio”, a finales de los años 50, cuando escuchando cualquier intervención, bien preparada por un orden del día que planteaba preguntas incisivas, él se preocupaba de que nadie ocultara su persona detrás de las afirmaciones que hacía. Si hablamos sobre la regulación de las parejas de hecho, ¿quién eres tú que dice lo que estás diciendo?; si lo hacemos sobre la secularización, ¿tú qué experiencia tienes de esto?; si es sobre el amor, ¿tú cómo amas?
Este era el criterio de fondo, pero conllevaba otro que podemos muy bien recordar en esta fiesta de la Cátedra de San Pedro, la confesión de fe del príncipe de los apóstoles. Confesión sobre la que Jesús fundó la indefectibilidad de su Iglesia, que sigue en pie incluso en tiempos de violenta transición. «Tú –dice Pedro– eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Cuando uno da la cara, cuando uno opta por Cristo, el Espíritu Santo, en tiempo y forma que sólo Él conoce, le concede responder a la gran pregunta. Jesús subraya: «Todo esto no viene de ti, no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos».
El antecedente
Aquí, haciendo una analogía, podemos encontrar otro de los puntos sobresalientes del método giussaniano de educación en la vida cristiana: la percepción clara del antecedente que origina el seguimiento del cristiano. Sólo por un don del Espíritu, Cristo se propone a mi persona. Sólo por un don del Espíritu del Resucitado mi persona puede responder. No hay nada que pueda producir desde abajo, desde mí mismo, el acontecimiento para mí. El acontecimiento de Cristo solamente puede ser dado. «Mi Padre que está en los cielos te ha revelado esto», no la carne ni la sangre. Cristo y su Iglesia no son fruto de ningún programa, de ningún proyecto o esquema predeterminado. Son puro don que nosotros recibimos. Y esto es todo lo contrario de una vaguedad. Es experiencia real, la que os ha traído esta mañana, a esta hora tan intempestiva, antes de comenzar vuestro trabajo, a hacer memoria del hombre que os puso en el cauce de esta sensibilidad y que con el carisma que había recibido nos permitió adentrarnos en la fascinación por el Tú de Cristo.
Tampoco tenemos que olvidar este segundo elemento de su pedagogía para el camino que nos espera. De hecho, hablar del don que nos precede, del antecedente, de la irrupción de Cristo en nuestra vida, que toma forma en el encuentro vital con él, que se consuma dentro de la comunidad, no es algo evanescente, una manera espiritualoide de expresar un determinado estado de ánimo, sino algo enormemente concreto.
¿Por qué? –y esto es un tercer elemento que me gustaría subrayar–. Porque esta es la única génesis posible de la comunión eclesial. Es el lugar en el que el don del Espíritu de Cristo como acontecimiento que cambia la vida se conserva permanentemente, está garantizado, a disposición de la libertad de cualquier hombre, propuesto incansablemente, desde hace dos mil años, a todos, sin ninguna condición previa, sin que tenga uno que estar preparado, porque Cristo viene a nuestro encuentro gratuitamente, «cuando todavía somos enemigos suyos, cuando todavía somos pecadores».
La comunión cristiana es principio de organización material de nuestra existencia; la comunión cristiana es el modo en el que emerge y se expresa la Iglesia eucarística; la modalidad que Jesús nos confió en la última cena para hacer memoria suya, para que el Espíritu renueve sobre la faz de la tierra el acontecimiento sorprendente y fascinante del encuentro con el Hijo de Dios hecho hombre, Creador y Redentor nuestro.
La pertenencia eclesial
Pero esta comunión como sacramento objetivo del encuentro posible y permanente con Cristo, que mueve la libertad y la rescata de cualquier distracción u olvido, sólo se da en la medida en que mi libertad respeta Su iniciativa. Este es el sentido de la pertenencia eclesial a un movimiento, es decir, de una participación libre y persuasiva en un carisma que nos convence de la belleza de ser cristianos. La Iglesia es la comunión que precede a cualquier agrupación eclesial.
¿Y dónde se percibe este factor precedente, esta iniciativa necesaria? La fiesta de hoy nos indica un punto de referencia seguro. Es el mismo Jesús el que nos lo indica, es la gran tradición litúrgica de la fiesta de la Cátedra de Pedro, que se remonta a los inicios de la era cristiana. Pedro se convierte en la piedra sobre la que el Señor edificó su Iglesia, de modo que «las fuerzas del Infierno no prevalecerán. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos». La Iglesia me precede, y constituye el lugar en el que puede florecer la comunión en todas las formas carismáticas, en la medida en la que estas formas –y por lo tanto todos los que en ellas participan y viven– permanecen en la obediencia a Pedro, como sucesor del primero entre los apóstoles, y a los obispos, sucesores en el colegio apostólico.
Aquí encontramos otro principio pedagógico de don Giussani. Un principio que en aquella época ciertamente iba contracorriente, pero que hoy lo hace más aún: el valor de la autoridad en la educación. No hay educación posible si la libertad no descubre la conveniencia de tener una referencia autorizada en su propia vida. Y no sólo se refiere a la decisiva autoridad horizontal de comunión, en la que hasta un niño o un lactante pueden ser maestros –como veo todas las semanas en las visitas pastorales al hablar con los niños de Primera Comunión–, sino también a la autoridad constituida en la sucesión de los apóstoles, en la sucesión petrina. Que no depende de la capacidad de esta autoridad de comprender o no el presente, de captar las necesidades de la Iglesia o de comprender a mi propia persona.
Porque –como le gustaba a don Giussani repetir siempre– Cristo no fundó su Iglesia «sobre la inteligencia de razonamientos humanos», sino sobre Pedro y sus sucesores, es decir, el colegio apostólico y sus sucesores. Esto también supone un cambio radical.
En la época en la que otros subrayaban, incluso con razones válidas, la importancia de la autonomía y de la libertad de los laicos, Giussani señaló con fuerza en todas sus comunidades la autoridad como principio liberador, como principio que permitía que la libertad se expresara hasta el fondo, como principio que favorecía cualquier posibilidad de crítica, dentro de una obediencia ordenada.
El testimonio de la verdad
En efecto, ahí está su historia para que veamos que ante los obispos y también ante los Papas que conoció nunca dejó de dar testimonio de la verdad que en ellos percibía, incansablemente, incluso a costa de su persona (y en ocasiones el coste era grande).
Y sin embargo no se separó ni un ápice de su deseo de obedecer. Como sucedió en el ‘74, ante el referéndum sobre el divorcio, cuando aun sin ver la oportunidad del gesto –sobre todo no lo veían los otros responsables–, se lanzó, sólo porque Pablo VI, a través de monseñor Bartoletti, lo había pedido. Y al acabar una discusión acalorada en la que la mayoría estaba en contra, dijo: «lo hacemos porque el Papa nos lo pide. Fiémonos de esto más que de nuestros análisis».
E hizo lo mismo cuando, en un momento crucial de nuestra historia, respetando al máximo la autonomía de los laicos, se permitió sugerir a los suyos que, de manera personal, con libertad y con autonomía, se unieran a las filas de la Democracia Cristiana, a pesar de que a muchos no les gustaba la idea y casi les daba hasta asco; porque había venido de la autoridad la indicación de que el país atravesaba serias dificultades y se hacía necesario que los católicos dieran testimonio en el seno de la sociedad civil de la fecundidad de la fe.
Sin hacerse ilusiones sobre el poder mundano, absolutamente libres del éxito. Eran los años en los que primaba la objeción ante cualquier concepción hegemónica de la presencia de los católicos en la sociedad civil.
Estos son, queridos amigos, los puntos fundamentales que podrían impulsar a alguno de vosotros a reescribir inteligentemente la historia del catolicismo italiano en estos últimos cincuenta años, una historia que sigue dando frutos hoy, en el momento presente, que ciertamente no es más fácil y por eso requiere una creatividad semejante o incluso mayor.
Hoy recordamos todo esto haciendo memoria de esta gran figura que hace dos años, en esta misma fecha, el Padre se llevó consigo. Que él nos guarde, con ese amor paterno que nos mostró en vida, amor firme, decidido, que no te ahorraba nada, capaz de corregir, de ponerte de nuevo en camino en los momentos de dificultad; amor que sabía perdonar, pero que era intransigente cuando se trataba de la diferencia entre el bien y el mal, entre la verdad y la mentira.
Desde la otra orilla, don Giussani ciertamente intercede por nosotros y guarda el camino de todos y cada uno. Que la Eucaristía que estamos celebrando hoy renueve nuestros corazones, nuestra amistad con él. Que todo esto acreciente la gran responsabilidad que cada quien tiene hacia sí mismo, hacia sus seres queridos, hacia la Santa Iglesia de Dios y hacia nuestra sociedad.
(Transcripción no revisada por el autor)
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón