Apuntes de una lección de Luigi Giussani en el retiro de Cuaresma de los Memores Domini. Pianazze, 16 de febrero de 1975
La oración de ayer por la tarde1 hacía referencia a los dos frutos de la conversión: la pasión por el conocimiento de Cristo (“conocimiento” en el sentido pleno, bíblico, de la palabra), la pasión por Cristo, el amor a Cristo como deseo de adhesión a Él, y por tanto, en segundo lugar, las buenas obras. La Cuaresma es el instrumento –instrumento sacramental– para incrementar esta conversión. Es decir: realizando el signo cuaresmal, “utilizando” las indicaciones pedagógicas que la Iglesia propone en el tiempo cuaresmal, por la fuerza poderosa del Espíritu, acontece en nosotros algo mucho más grande que lo que pueda venir únicamente de nuestro esfuerzo. Es un tiempo sacramental, un tiempo en el que Dios nos impulsa con su gracia a una transformación mayor.
Por eso las prácticas habituales que hacemos por obediencia a la Iglesia, adquieren en este tiempo mayor significado, una potencia transformadora más eficaz. De no ser así, todo acabaría en nominalismo, serían tan solo palabras, no se produciría nada distinto, es decir, no se daría una historia: trataríamos la Cuaresma como tratamos agosto y septiembre, es decir, con la misma desidia y la misma distracción. Como mucho percibimos que la predicación o la meditación litúrgica cuaresmal contiene temas tal vez –¡tal vez!– distintos de los de agosto o septiembre, pero es un puro nominalismo. Todo es nominalismo, son meros nombres, falta una historia real, concreta, es decir, falta el sentido del Misterio como relación con Cristo; porque Cristo es el Misterio, es decir, Dios, revelado en la historia, Dios que entra en nuestra experiencia, que crea una historia, como veremos en breve. En realidad, todos sus actos constituían una reparación infinita, cada acto suyo era digno de Dios, podía reconciliar al mundo entero. Pero, ¡qué importante fue en su vida la cruz!, ¡qué importante fue su vía Crucis, su agonía!, ¡qué importante fue el día en que comenzó su misión! (porque los actos de Cristo no tienen una homogeneidad sin sentido, cada acto era el acto de Dios, ¡incluso cuando comía y bebía siendo niño!). De la misma forma nosotros tenemos que recuperar el valor de la historia personal y del tiempo ordenado a lo largo del año. Por eso dice justamente la liturgia que la Cuaresma es un «signo sacramental», tiene un valor sacramental para la conversión que los demás momentos, los demás tiempos del año no tienen. En este sentido se trata verdaderamente de una espera no formal.
Ayer por la tarde señalamos que la oración colecta del tercer domingo de Cuaresma nos indica también las prácticas, lo que hemos llamado el signo material de este tiempo sacramental que es la Cuaresma. ¿Cuál es este signo material, al igual que para la Eucaristía es el pan y el vino, y para el Bautismo el agua? «Señor, Padre de misericordia y origen de todo bien [bondad], que aceptas el ayuno [la mortificación], la oración y la limosna como remedio de nuestros pecados [como conversión], mira [benévolo] con amor a tu pueblo penitente y restaura con tu misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso [remordimiento] de las culpas»2. Podemos sentir hastío de nosotros mismos, estar alarmados por nuestra nada, insatisfechos con nosotros mismos, pero Tú: «restaura con tu misericordia», es decir, con tu presencia misericordiosa danos vida, que el hecho de mirarte a Ti nos dé consuelo y nos restaure.
Debemos ayudarnos a comprender la verdad de estas tres prácticas para que sirvan para nuestra vida. La Cuaresma debe ser una obediencia a esta invitación de la Iglesia a la oración, al ayuno y a las obras de caridad fraterna.
1. Oración
Ante todo, es necesario que en este periodo respondamos a la invitación a recuperar más profundamente el sentido de la oración. Y el sentido de la oración cristiana es uno solo: la espera de Cristo. Como decíamos en la Escuela de comunidad3, el profeta hacía presente a Dios ante el pueblo. Pero, ¿qué pedía el profeta a Dios para el pueblo? Pedía a Dios mismo. De esta forma, para esa porción de pueblo que tenemos más cerca, que somos “nosotros mismos”, no podemos pedir otra cosa más que a Dios, que Dios se nos manifieste; no podemos más que aguardar la espera de la «bienaventurada alianza», la vuelta de Cristo, el cumplimiento de su resurrección –lo que es lo mismo, porque la manifestación final ya ha empezado con la resurrección de Cristo de entre los muertos–. Y haber sido insertados en la «nueva y eterna alianza» con el Bautismo significa que esta resurrección final ya está presente en nosotros. Es un pensamiento apasionante: hemos sido librados, experimentamos ya la liberación. Entonces, el único verdadero deseo es que su victoria se manifieste, o sea, que se cumpla la manifestación de lo que por el Bautismo llevamos ya en nuestra persona: Cristo resucitado. Lo cual, para la mirada normal que el hombre tiene sobre el tiempo coincide con la «espera del retorno de Cristo».
La oración cristiana coincide con la espera de Su retorno, la petición de que vuelva a manifestarse, este maranathá, «Ven, Señor», con el que concluye el Apocalipsis4. Si cualquier oración, cualquier súplica o mirada que levantemos hacia Dios, cualquier reflexión que hagamos, no lleva implícito este anhelo, «¡Ven, Señor Jesús!», no llega a ser una oración, o es todavía una oración pagana. Esta es la esencia de la oración cristiana. Daos cuenta de que la esencia de la oración se puede expresar de otra forma, como siempre decimos: la oración es memoria de Cristo, es la memoria de Su resurrección. Por nuestra situación existencial, hacer memoria de Su resurrección coincide con la súplica de que advenga en nosotros la resurrección, que acontezca en nosotros y en el mundo. ¡Es lo mismo! Por tanto, no es memoria de Cristo si no es espera de Su retorno. Es idéntico. Si un hombre estuviera enamorado, la memoria de su mujer coincidiría con el deseo de volver a verla.
He recordado la esencia de la oración cristiana con vistas a la conversión cuaresmal y, para profundizar en ella, la Cuaresma subraya dos implicaciones.
a) La primera implicación es la seguridad. Seguridad de que, si el Señor quiere que pidamos y hagamos memoria de Él, es porque Él mismo cumplirá su designio en nosotros si así se lo pedimos. De ahí la seguridad de la liberación. Aguardar Su venida es precisamente la garantía de nuestra fe, la garantía de que la fe nos llevará hasta la plenitud; es garantía, seguridad o prenda. La palabra “prenda” añade un matiz importante: prenda es la garantía y la seguridad que ofrece empezar a experimentar lo que es definitivo. La prenda del Espíritu Santo es su fuerza transformadora, el poder que obra nuestra liberación, porque es el Espíritu quien nos libra. «Dios nos ha dado la prenda de su Espíritu en nuestros corazones, que nos hace decir: “Abbá, Padre”»5. No se puede decir a nadie: «Padre», sin certeza y seguridad total, como explicó el Señor a los suyos (en el capítulo 11 de san Lucas, versículos 1-11), cuando habló del padre que no dará una piedra al hijo que le pide pan: «Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden!» 6. ¿Qué quiere decir pedir el Espíritu? Quiere decir pedir el retorno de Cristo, pedir que Su resurrección se manifieste, que acontezca nuestra liberación y la del mundo, porque la liberación es la presencia de Cristo, no otra cosa.
Ante todo, por tanto, el carácter de seguridad, de corazón afianzado, de prenda ya experimentada. Subrayo estas dos implicaciones de la oración cristiana –la segunda la diré ahora– porque son las más difíciles. Por nuestro orgullo, amor propio, racionalismo, naturalismo, carnalidad y autonomía, por nuestro apego a nosotros mismos, son los dos aspectos más difíciles. Ambos son “difíciles”, pues son los más olvidados, los que más dejamos de lado. Se puede rezar eludiendo estos dos aspectos del «sacrificium fidei vestrae»7, del sacrificio de vuestra fe.
b) En segundo lugar –y este es otro aspecto que olvidamos totalmente cuando rezamos–, si pedir es aguardar Su manifestación, la petición define “cómo” vivimos el tiempo, “cómo” asumimos el tiempo que pasa. La oración es el corazón del tiempo que pasa –¡el corazón!–, es decir, nuestra actitud adecuada ante el tiempo que pasa. El tiempo que pasa: levantarse por la mañana, tomarse el café, ir en tranvía, llegar al trabajo o meterse en la cocina a limpiar todo, hacer las camas, barrer, quitar las telarañas, comer, subir de nuevo al tranvía, volver a casa, hablar con la gente. Esto es el tiempo que pasa. Cómo vivir el tiempo que pasa, el corazón del tiempo que pasa y, por tanto, su valor, su significado, es la oración. Porque si la oración es la espera del retorno de Cristo, consistencia de todas las cosas, pedir nos enseña “cómo” vivir el tiempo que pasa.
No me parece indiscreto leer un pasaje de una carta que me han enviado: «Cada vez que oigo decir en la misa: “mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo”, me pregunto el por qué de esta espera [leo esta carta para que comprendáis por qué estos dos aspectos, estas dos implicaciones de la oración, suponen realmente para el hombre que se concibe como medida de las cosas, para nuestra autonomía, el sacrificio más agudo]. Cada vez que digo: “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador”, desearía que esta oración se cumpliese enseguida literalmente. ¿Qué puede añadir el tiempo a este “ahora”? [Si experimentamos ya la salvación, la pregunta es: ¿para qué existe el tiempo?] Esto daría paso a interrogantes más amplios, por ejemplo, ¿qué significado tiene la historia de la Iglesia? [es verdad, es lo mismo: si Cristo ya ha venido, ¿para qué sirve toda la historia de la Iglesia?]. ¿Para qué esperar, si sabemos que “nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”? ¿Para qué esperar, si sabemos que el tiempo y la historia no tienen en sí la posibilidad de la propia salvación, sino únicamente la espera de la manifestación del juicio de Dios? ¿Para qué esperar, si sabemos que jamás podremos realizar un gesto perfecto sobre esta tierra, y que nuestra perfección no puede generarse a través del instrumento del tiempo? El tiempo y la historia son un dato que no consigo percibir como positivo; sólo percibo su fragmentación y parcialidad».
¿Comprendéis que sólo en este nivel uno se ve llamado realmente a sacrificar su medida, como Abrahán a sacrificar a su hijo Isaac? En verdad nuestro modo habitual de concebir se hace añicos. El único sentido de la historia –¡el único!–, el único sentido del tiempo es el misterio de la voluntad de Dios, la absoluta libertad de Dios. Y es lo mismo, aunque en esta carta no haga referencia a ello, que preguntarnos: ¿por qué vino Cristo hace dos mil años y no hace treinta mil, veinte mil, o hoy? ¿Por qué? Estas preguntas no hallan respuesta en nuestra cabeza; su única respuesta es la voluntad de Dios, el plan de Dios, el designio misterioso del Padre. Y una vez reconocido y aceptado esto, debemos abandonarnos a este designio, porque esta es la verdad (la verdad nunca es una imagen nuestra), esta es la bondad (la bondad no es una imagen que nos hacemos nosotros de lo que es humano) y esta es la justicia, porque la justicia es el misterio de Dios y nada más, y es como un abismo en el que no caben medidas, no podemos abarcarlo, acotarlo, ni oponer un criterio o una medida nuestra. Entonces, comprende uno que aquí está el perderse, el abandono total, comprende que él es nada y que el designio y la voluntad de Otro lo es todo, sin condiciones ni medidas; que es inefable: no se puede abarcar, circunscribir ni definir. Y la oración, si no es este abandonarse a Otro –¿comprendéis?– no es nada, es una pretensión de adolescente voluble, de niño caprichoso, presuntuoso y caprichoso. Este abandono al Misterio evita el intelectualismo o el esteticismo («y naufragar en este mar me es dulce»8) y llega a ser real, existencial y concreto sólo en la experiencia cristiana. Si lo reconocemos y lo aceptamos, entonces comprendemos –literalmente, entendemos–, cómo a través de estos caminos «que no son nuestros caminos»9, de «esa sabiduría que, el cielo sea alabado por ello, no es la nuestra»10 (dice Miguel Mañara al final del pasaje que leímos en la Escuela de comunidad), Dios cumple su designio. Cuando uno se rinde, comprende que ese designio misterioso es por amor a nuestra libertad, es una misericordia para con nuestra fragilidad. El tiempo se nos da por amor a nuestra libertad y misericordia por nuestra fragilidad.
Dice la segunda Carta de san Pedro, capítulo tercero, versículos ocho en adelante: «No perdáis de vista una cosa: para el Señor un día es como mil años y mil años, como un día [de veinticuatro horas]. El Señor no tarda en cumplir su promesa, como creen algunos. Lo que ocurre es que tiene mucha paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan [libertad y paciencia, libertad y misericordia]. El día del Señor llegará como un ladrón. Entonces el cielo desaparecerá con gran estrépito; los elementos se desintegrarán abrasados y la tierra con todas sus obras se consumirá. Si todo este mundo se va a desintegrar [es decir, que todas vuestras medidas se harán añicos], ¡qué santa y piadosa ha de ser nuestra conducta! [¿en qué consiste la santidad de la conducta?, en “cómo” vivimos el tiempo que se nos concede, en la petición] Esperad y apresurad la venida del Señor, cuando desaparezcan los cielos consumidos por el fuego y se derritan los elementos. Pero nosotros, confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la justicia»11. La “piedad”, pietas, es «esperar y apresurar la venida del Señor». Esta es la oración: pedir Su vuelta.
La carta citada antes (su lectura me ha sugerido estos dos acentos: el primero es el de la certeza, que retomaré enseguida, porque es el más agudo de todos; pero ahora estoy considerando la segunda implicación: el valor del tiempo) proseguía: «Y como desconozco el por qué de la espera, de aquí deriva que no sé tampoco cómo vivirla. Me sorprendo deseando vivir, si fuese posible, únicamente en silencio, oración y contemplación, porque me parece que en todo esto se anticipa más evidentemente la experiencia de la definitividad. Aunque la oración, cuando a veces se libera del peso y la obtusidad del corazón, más que cercanía hace percibir la lejanía abismal con respecto a Dios, y por tanto aumenta el sentido de desproporción y la nostalgia. Me sorprendo, por el contrario, buscando el trabajo, las relaciones, para experimentar con menos agudeza esta lejanía. Me sorprendo menos deseosa de una verdadera moralidad en mi vida, porque me parece que mi compromiso y mis quehaceres no me acercan a la meta [es la lógica consecuencia: el tiempo carece de sentido, la historia carece de sentido]. Y así termino por reprocharme, según los casos, mi impaciencia o el huir por comodidad del esfuerzo de una ascesis y de la misión que se me pide. Pero no encuentro paz en este reproche, que nunca se convierte en una verdadera contrición». Por una parte, uno tiende a huir del compromiso (porque, ¿qué sentido tiene?; es mejor la oración, la contemplación; pero también eso agudiza la lejanía) y, por otra, se dedica a hacer mil cosas para no sentir ese malestar.
Ahora bien, si el sentido de la espera, su valor, es que a través del tiempo Dios libera mi vida y manifiesta su misericordia para con mi fragilidad, todo lo que está en el tiempo –¡todo!– forma parte de la voluntad de Dios: ¡todo, todo! «A los que aman a Dios todo les sirve para el bien»12, a los que reconocen la “alianza”. La alianza es precisamente la que Dios ha establecido con el hombre implicándose en el tiempo y la historia humana, ha entrado en el tiempo con nosotros. Levantarse por la mañana, vestirse, tomar un café, subir al tranvía o hacer lo que nos toca, volver a casa y meterse en la cama, “cómo” hacer todas estas cosas, por tanto, “cómo” vivir la espera en ellas, es decir, “cómo” vivir el tiempo, lo aclara la oración; porque todo lo que hacemos puede llegar a ser oración. Si la oración es espera del retorno de Cristo, esta espera coincide con el tiempo que vivimos y con sus contenidos: porque levantarse, comer, ir a trabajar o descansar es oración, llega a ser oración, puede llegar a ser petición. Este es el significado del acto más completo y verdadero, que es el “ofrecimiento” –como tantas veces hemos dicho–, algo que no me aburre para nada repetir y que os es muy necesario escuchar.
***
«Para mí es motivo de inquietud [decía al comienzo la carta] sentir que no se me garantiza ni se me garantizará nunca la perseverancia en la fe [podría decir vocación, es idéntico]; me inquieta el hecho de que mi libertad tiene y tendrá siempre la posibilidad de rechazar a Dios. A veces me repruebo por ello, como si fuera un residuo de racionalismo». ¡Exacto! Es cierto. “Racionalismo” es cuando el hombre pretende juzgar su vida y las cosas desde su punto de vista, cuando pretende ser la medida de todas las cosas. En cambio, lo que da significado a nuestra vida es el acontecimiento de la alianza, el acontecimiento de Cristo: lo que nos ha sucedido determina la seguridad, la certeza en nuestra vida. «Sí, pero siempre puedo rechazar lo que me ha sucedido». Tratad de entender, por favor, el equívoco de esta objeción: para rechazarlo tienes que decidir voluntariamente, lo cual puede suceder sólo si lo olvidas, si intentas borrarlo de tu memoria.
Que estos temores y estas inquietudes sean sinceras depende del hecho de que el tiempo, la existencia vocacional y la historia personal –como nos ha dicho san Pedro–, se nos conceden para favorecer nuestra libertad, para afirmar nuestra libertad, con el fin de que la adhesión al misterio de Cristo, la espera de Su retorno sea realmente “nuestra”. El tiempo permite que se haga nuestra, se hace nuestra con el tiempo, porque este es el método que Dios ha establecido. No es mecánico, no es inmediato, no es instintivo, no es mágico. Se produce en el tiempo. Es un dato de hecho contra el cual no se puede objetar nada, no se puede decir “pero”, “si”, “sin embargo”, porque somos así; cada “pero”, “si”, “sin embargo” es pura fantasía, como el asno con el organillo y dos alas que vuela en el cielo entre estrella y estrella. Es una pura fantasía, no existe otra criatura hecha a imagen de Dios más que esa. Experimentamos la resurrección de Cristo en el tiempo, es decir, en el tiempo vocacional, en la existencia, en nuestra historia. Y es en el tiempo y en la historia en donde nuestra desproporción, lentamente, es perdonada con misericordia, nuestra lejanía totalmente vencida.
Sin embargo, como nuestra libertad es afirmada y nuestra fragilidad es salvada a lo largo del tiempo, la concepción y la experiencia que tenemos de la libertad y la percepción que tenemos de la fragilidad son perennemente inciertas, permanece cierta inseguridad. Pero esto sucede porque las miramos como si fuesen cosa nuestra, y no miramos en cambio nuestra libertad y fragilidad desde el punto de vista de Dios. El primer objeto de nuestra mirada es Dios, es el misterio de Dios, Dios que se nos ha entregado, que es misericordia, que ha estrechado su alianza conmigo. Más allá de este punto, la mirada hacia todo lo demás se desenfoca, deja de ser justa.
La seguridad, y por tanto la eliminación de toda inquietud, la garantía –como dijimos al principio–, nuestra seguridad puesta en la fe, lo que afianza el corazón, es la presencia de la alianza. Es este el primer objeto de nuestra conciencia, dentro del cual se ve todo. Entonces se comprende muy bien que podemos mirar con certeza y paz nuestra existencia y la historia misma, sean como sean. Este es el don de Cristo, la paz, cuando miramos todas las cosas en Cristo. El problema por tanto no es ni la libertad ni la fragilidad –«¡Quién sabe si me adheriré o no!»–, el problema es que se acreciente en nosotros la memoria de Cristo, y nada más.
He destacado estos dos aspectos porque, verdaderamente, nuestra oración carece –primera observación– de seguridad, porque no es verdadera petición, porque no pedimos el Misterio de Dios, no afirmamos que Dios es todo, sino que Le pedimos que avale nuestras preocupaciones, y entonces no hay nada que hacer. En segundo lugar, la oración es ajena al trabajo. Y este es un síntoma feo tanto de la oración como del trabajo. Nuestra oración no es una actitud que tiende a impregnar el trabajo que hacemos. «Señor, no soy digno» debe ser la conciencia con la que voy a trabajar al hospital o a la redacción cultural, a casa o a la universidad. Nuestra oración carece completamente de esta conciencia. Como mucho es un añadido desde fuera. Incluso el concepto de ofrecimiento se detiene como en el umbral: «Te ofrezco esta acción», pero después la acción no tiene nada que ver con ese ofrecimiento. Entonces empezamos a comprender bien el valor del tiempo: el tiempo es lo que hace penetrar, por ósmosis, lentamente, este ofrecimiento en el alma, lo convierte en el alma de la acción que plasma lentamente también el cuerpo de la acción, se convierte en una actitud nuestra y en un estado de ánimo que, lenta y verdaderamente, plasma de nuevo nuestros actos.
También nosotros pagamos el peaje a los “cristianos por el socialismo”, para los cuales por una parte está la oración y por otra lo que hacemos. Si nosotros en teoría no somos así, si como deseo no somos así, sin embargo en la práctica sí lo somos; y este es el delito, que quita a Dios lo que es suyo. Lo decía la oración que leímos hace un momento: «Mira [benévolo] con amor a tu pueblo penitente y restaura con tu misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso [remordimiento] de las culpas». Pero, ¿qué quiere decir «restaura con tu misericordia»? Quiere decir que Dios, teniendo misericordia de nosotros (su misericordia «vale más que la vida»13, decía el salmo de esta mañana), lentamente madura nuestra conciencia, madura todos nuestros actos como oración. Pero esto con el tiempo, en la existencia, en la historia. Porque el significado de la historia y del tiempo es la misericordia, como dijo san Pedro, es esa misericordia que afirma, en nuestra miseria, la verdad.
Por lo demás, el Salmo 62 que hemos leído esta mañana y que debemos releer personalmente, lo dice; comunica esta experiencia de seguridad total, que no tiene nada de presuntuoso y que es perfectamente respetuosa de toda la libertad que queráis, pero de una libertad vista desde la realidad de la alianza, no vista en abstracto, filosófica o naturalistamente, porque entonces nuestra alma estaría siempre en vilo. Dios es fiel a sí mismo, no nosotros fieles a Dios. Pero esto debe convertirse en el sentimiento que tenemos de nosotros mismos y debe convertirse en principio de nuestra acción: esta es la conversión. La Cuaresma, como ningún otro tiempo, nos reclama a ello y lo obra en nosotros («signo sacramental de la conversión»). «En el lecho me acuerdo de ti y velando medito en ti [es el símbolo de la inquietud del hombre, porque ha comido demasiado o porque ha tenido una desilusión amorosa o porque ha producido una bancarrota fraudulenta], porque fuiste mi auxilio [memoria], y a la sombra de tus alas canto con júbilo»14. Cuando leemos estas cosas nos conmueven, pero no llegan a convertirse en criterio de nuestra oración, porque no se convierten en criterio de nuestra vida, con lo cual nuestra espera acaba en la confusión más absoluta.
2. Ayuno
La segunda indicación que nos ofrecía la oración de la liturgia como factor del signo que es la Cuaresma –realidad física y visible, que contiene la acción sacramental–, es el “ayuno”. No se utiliza aquí la palabra “sacrificio”, porque ésta tiene un sentido demasiado específicamente religioso y cultual. Pero, nosotros utilizamos la palabra “sacrificio” en un sentido más genérico, por tanto, podemos decir “sacrificio” en vez de “ayuno” o “mortificación”. Lo utilizamos en un sentido restringido del término: hacer sacrificios o hacer mortificaciones o hacer ayuno. Esto en primer lugar implica una templanza en el ímpetu, en el instinto, una templanza en el uso del instinto. Temperare, en latín, quiere decir gobernar según su finalidad, en función de la finalidad, por tanto mantener en el orden. El orden es la relación de cada cosa con la finalidad total, en cuanto establece tanto la dirección como los tiempos. Templar, gobernar algo según su finalidad es por tanto mantenerlo en el orden dinámico hacia su finalidad.
Podríamos traducir entonces la invitación al sacrificio, a la mortificación y al ayuno, como la invitación a ser fieles a lo que es “más significativo” en cada cosa. La norma de nuestra templanza es la fidelidad al significado de la cosa, debemos mortificar y sacrificar algo para ser fieles a lo que es significativo. Decimos: el sacrificio es la fidelidad a lo “más significativo”. Existe, en efecto, un significado inmediato de las cosas: uno tiene hambre y se atiborra; uno prueba un sentimiento, y “zas”, se tira al cuello del otro. Habría un tercer campo, citémoslo por amor a la verdad, que es la vanagloria, el orgullo, o mejor, la sed de poder, de poder económico o político. Lo indicaba san Juan en su primera carta: «Concupiscentia carnis, concupiscentia oculorum, superbia vitae»15. Una voracidad en el instinto, una falta de templanza en el instinto.
Pero quiero que nos detengamos en la definición que he dado de sacrificio como fidelidad a lo que es más significativo en las cosas. Lo más significativo del comer y del beber es que son instrumentos para nuestro camino, no es atiborrarse o sentir en todo el paladar una vibración al contacto con las moléculas del vino. Por eso se nos invita a una mortificación como expresión concreta de nuestra búsqueda de lo que es más significativo, incluso en el comer y en el beber. En la historia litúrgica, la palabra “ayuno” lo indicaba de forma inmediata (en cambio, para aquel que normalmente desprecia la comida, lo más significativo es justo lo contrario).
Pero debemos centrar nuestra atención sobre todo en la afectividad (este tercer aspecto, el de la afirmación ávida de uno mismo, se recupera en la otra indicación litúrgica, la caridad fraterna): este sacrificio, esta mortificación como fidelidad a lo más significativo debe actuar en la afectividad, y debe hacerlo estando bien alerta, debe actuar sin pausa, sin dormirse, sin paréntesis ni olvidos. Fidelidad a lo que es más significativo: lo más significativo en el afecto no es adherirse al reflejo inmediato que suscita (tenga la intensidad, el color o el nombre que tenga). Pues existe una afinidad que, expresada de un cierto modo, divide, y existe una tensión que, si no es templada, altera, le hace a uno salirse del camino. En cualquier caso, basta con que reflexionéis sobre la fórmula “fidelidad a lo más significativo”.
Por lo demás, la palabra mortificación no nos debe asustar, porque la muerte está ya en esa separación por la que, incluso en la intimidad más grande, uno no puede identificarse verdaderamente con el otro. Lo que permite identificarse verdaderamente con el otro es justamente la búsqueda de lo más significativo, es la fidelidad a lo más significativo, porque la identificación total es «en Cristo»16 como decía san Pablo. La fórmula de san Pablo –«en Cristo», «haced todo en Cristo», «el mundo en Cristo»– indica la unidad profunda y final con todo como aquello a lo que estamos destinados. Y si nosotros decimos siempre que la liberación es la unidad y que la esclavitud es la división, debemos sentir este reclamo no como enemigo, sino como amigo.
Existe una señal de esta “fidelidad a lo más significativo” –que conlleva actitudes de mortificación real, de mortificación concreta–, existe una prueba, un resultado: la libertad, la libertad en las cosas. Esta es justamente la señal. Por ella se percibe físicamente la fidelidad a lo más significativo, la libertad es el fruto de la mortificación, es lo que la mortificación exalta y robustece. Libertad del resultado, por la que uno finalmente es capaz de querer al otro, libre de la respuesta del otro, de la forma en que el otro corresponde: es verdadera libertad, es verdadero amor y nada más, es un amor finalmente libre de la mentira. Y, en segundo lugar, la libertad de sí mismos, es decir, del gusto que se prueba. Libre de los resultados, libre de la respuesta que me da el otro, y libre respecto al gusto que se siente o no (libertad incluso con respecto al gusto por la montaña, la nieve, las rocas y el hielo; pues si ir a la montaña no es la búsqueda de lo más significativo, acaba uno haciendo un club de montañeros).
3. Caridad fraterna
El tercer aspecto que indicaba la oración litúrgica es la caridad fraterna. También aquí indico en qué debe producirse nuestra conversión, los aspectos más crudos en los que debe darse nuestra conversión, reservándome para otra ocasión descender al detalle de la vida de la casa. Ante todo apunto algunas indicaciones generales, que hay que concretar en la reflexión.
Normalmente tratamos a los demás cercenando su historia, como justamente alguien hizo notar en una reunión. ¿Qué quiere decir cercenar la historia del otro, reducir al otro y reducir su historia? Tendemos a reducir la historia del otro a nuestros criterios y a nuestras medidas, por tanto a nuestro estado de ánimo, a nuestra conveniencia, a nuestra valoración de las cosas. Tendemos a reducir la historia y a cercenar la personalidad del otro porque subrayamos lo que nos importa, lo que nos conviene, y lo que no nos conviene y no nos importa no lo miramos, o bien, sentimos rabia por ello. Es decir, instrumentalizamos al otro. Este es el primer, colosal y permanente pecado en nuestras relaciones: la instrumentalización del otro.
El segundo aspecto que subrayo, entre todos los que se pueden observar, es una cierta manera de mutilar al otro, de reducir su historia, de instrumentalizarle, que se llama indiferencia. Estad atentos, por favor, a lo que estoy subrayando, porque yendo a vuestras casas o mirando al Grupo Adulto esto se nota a primera vista, se delata enseguida: la indiferencia hacia el otro. Es cierto que va por periodos. Hay momentos en que te interesa, pero más allá de estos momentos, eres indiferente.
El tercer aspecto es lo que la liturgia de ayer por la tarde indicaba como «apuntar con el dedo»17, es decir, la ira, como resentimiento interior, como resentimiento manifiesto o resentimiento latente (lamento y murmuración).
El origen de estos graves errores contra la caridad fraterna, que la Cuaresma nos invita a considerar –considerar quiere decir que cada día debéis hacer el examen de conciencia sobre estos puntos; hacer el examen de conciencia significa pedir a Cristo que estos errores sean perdonados por Su misericordia, por tanto, que sean sanados, eliminados de nuestra historia; sin tener paciencia no pedís de verdad–, lo que origina estos errores en la caridad fraterna es la falta de la “sencillez de corazón”, que es el aspecto psicológico de la “pobreza de espíritu”.
Insisto en la palabra “sencillez”, la sencillez del corazón. El corazón sencillo vive la memoria en cualquier relación. La sencillez hace que no juzgues al otro porque, como escribe Pablo en la Carta a los Romanos, «el hombre se mantiene en pie ante su Señor o cae ante su Señor»18 («Domino suo sta aut cadit», ante su Señor está en pie o cae). El corazón sencillo no juzga a nadie, sino que trata tan sólo de responder al reclamo que Dios le hace para su madurez a través de la actitud del otro: mediante la actitud del otro Dios me reclama a mi madurez, ya sea como buen ejemplo o como mal ejemplo. Por tanto, falta la caridad fraterna en la relación porque falta la sencillez de corazón en el juicio, la sencillez de la fe, ya que la presencia del otro es el modo existencial, histórico, con el que Dios me llama –¡me llama!– a una mayor madurez, reclama mi madurez.
Oración, ayuno y caridad fraterna conforman esa práctica ascética que es el signo sacramental de la Cuaresma, signo del misterio transformador de la Cuaresma. Vivir la Cuaresma es seguir estas prácticas sin pretensiones, como instrumentos expresivos (como la palabra expresa el afecto), como palabra balbuciente, infantil, caótica y torpe, que trata de responder al amor de Cristo. Esta práctica ascética trata de expresar, durante la Cuaresma, esa fe por la que Cristo es todo para nosotros y para el mundo.
Fijaos, una práctica ascética tiene siempre dos raíces; para vivirla necesitamos dos raíces. La primera es el juicio de valor, que se llama fe, porque la fe es un juicio de valor. ¿Quién eres tú para mí, ahora? ¿Quién eres tú que estás ante mí? Esta es la cuestión. Se responde a esta pregunta dando un juicio de valor, y este juicio de valor enfoca mi relación, aunque después no sepa mantenerlo.
La segunda raíz es el esfuerzo personal. Por eso deberíamos realmente borrar del mapa la expresión: “Me cuesta. ¡Es que me cuesta!”. “¡Es que me cuesta!” todavía se puede decir como exclamación. Pero decir: “Me cuesta” como punto de partida, como un problema a examinar o que se plantea en el diálogo con la autoridad o en el diálogo fraterno, deberíamos eliminarlo, sería mejor evitarlo. Porque es obvio que cuesta. En cambio, cuando uno dice: “¡Qué rica está esta comida!”, entonces sí puede decir: “¡Me cuesta no atiborrarme aunque me duele la tripa!”. Pero plantear el hecho de que “cuesta” como un problema es perfectamente inútil, es francamente perder el tiempo, es evitar la cuestión.
El evangelio de hoy19 habla de las tentaciones de Cristo; es una enseñanza extremadamente lúcida para nosotros. ¿En qué se apoya toda tentación? En un juicio de valor. Primero el instinto: tienes hambre, por tanto, come. Después el tentador se vuelve más astuto, porque ve que Jesús responde: “No solo de pan vive el hombre” (hay una medida distinta). Entonces construye su tentación sobre los valores. Habla de los valores y los expresa con la palabra de Dios; utiliza valores, pero valores arrancados del contexto de la alianza, es decir, de la historia de Dios, arrancados de su verdad, como el concepto de libertad o de fragilidad y de pecado, tal como los usamos normalmente, arrancados de su verdad, que es el contexto de la alianza, de la historia de salvación.
A nosotros, sin embargo, se nos ha dicho: “Bienaventurados vosotros, porque se os ha concedido conocer el Misterio”20.
Notas
1 «Dios, Padre nuestro, con la celebración de esta Cuaresma, signo sacramental de nuestra conversión, concédenos a nosotros, tus fieles, crecer en el conocimiento del misterio de Cristo y testimoniarlo con una conducta de vida digna».
2 Oración colecta del tercer domingo de Cuaresma, rito romano.
3 «[El profeta] hace presente a Dios ante todo el pueblo, en la oración y en la súplica (Ex 33, 12-13): en ella no pide cosas, sino a Dios mismo, su presencia, su compañía manifiesta, su ayuda, la continua renovación de la alianza (Ex 33, 14-17)» (Escuela de comunidad 1974-75: La reconciliación cristiana – 2. Liberación del pecado, pro manuscripto, p. 28).
4 Cf. Ap 22, 20.
5 Cf. Ga 4, 6.
6 Cf. Lc 11, 13.
7 Flp 2, 17.
8 G. Leopardi, El infinito, en: Cantos. Ed. bilingüe por Mª de las Nieves Muñiz Muñiz. Cátedra, Madrid 1998, p. 233.
9 Cf. Is 55, 8.
10 Cf. O. Milosz, Teatro: Miguel Mañara, Mefiboset, Saulo de Tarso. Encuentro, Madrid 1991, p. 61.
11 Cf. 2P 3, 8-13.
12 Cf. Rm 8, 28.
13 Sal 63(62), 4.
14 Sal 63(62), 7-8.
15 Cf. 1 Jn 2, 16.
16 Ga 3, 28.
17 Liturgia del sábado después del miércoles de Ceniza, rito romano: Is 58, 9.
18 Cf. Rm 14, 4.
19 Primer domingo de Cuaresma, rito romano, año A: Mt 4, 1-11.
20 Cf. Lc 8, 10.
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