Debora cierra el sobre que contiene las últimas pruebas médicas y dice a su marido: «Simo, los hijos no llegan. No se sabe por qué. El problema no es solo mío o tuyo. Aquí estamos tú y yo, lo compartimos. Basta de indagaciones. Basta de acusaciones mutuas». Casados desde hace cuatro años, al principio parecía que todo iba según había previsto Simone: un buen trabajo, amigos con los que llevan años compartiendo la experiencia del movimiento, solo “faltan” los hijos. «Mi deseo era bueno y sentía un vacío. Pero para Debora no era un problema, amaba lo que yo no me perdonaba a mí mismo. El perdón entre ella y yo ha consistido en acoger al otro, que es diferente a ti».
Una amiga le sugirió verificar el camino de la adopción. Empezaron los trámites burocráticos y se dejaron acompañar por la amistad de varias familias adoptivas. Pero sobre todo fueron hasta el fondo del bien que los unía. «Aunque con muchas discusiones. Porque somos muy diferentes», dice Debora.
Todo parecía ir mejor pero, después de dos años, les declararon no idóneos para la adopción. Esta vez Debora se derrumba. En cambio, Simone está seguro de que ese es el camino. Sus amigos les apoyan. El tribunal familiar acepta su recurso. En agosto de 2004 parten hacia Rusia. Simone pensaba en un bebé y se encuentran con tres hermanos de 3 a 11 años. Esa no es la única diferencia con la que se enfrentan. La hija mayor enseguida pone claras las cosas: «Yo soy la auténtica madre, mis hermanos son míos». «Así empezó y así siguió durante quince años. Cada día era una lucha en la que debía retomar el camino que había hecho, esa conciencia de acogida que habíamos aprendido», cuenta Debora. A medida que crecen, la rabia de los chicos estalla en peleas furibundas por chorradas, noches fuera de casa sin avisar. Simone es el más intransigente, el más duro frente a esa actitud de rebeldía. Hasta que Debora le dice: «Basta, da un paso atrás, no te quedes en la que han liado. No los mires solo por eso. Son más que eso». Las “reglas” rígidas saltan por los aires o, mejor dicho, la única regla que resiste es la acogida, a cambio de nada. «Cuando se escapaban y no sabíamos a dónde iban, aprendió que hay Alguien a quien siempre puedo decir: “Encárgate Tú. Yo no puedo más”. Ha sido el descubrimiento de estos años: que tú no eres su salvación. Debes dejarlos ir. Solo puedes confiárselos a quien los quiere aún más que tú. Ese es el perdón más grande».
Con el tiempo comprenden que es inútil discutir con un hijo que vuelve a casa drogado. Es inútil pasarse las noches pegados al teléfono para saber dónde están. Pero llega un momento en que Debora cree que ya no es capaz de mantener su “postura”. Es su salvación. Por educación, estaba convencida de que podría con cualquier situación. «Pero los hijos me habían machacado tanto que tuve que rendirme al hecho de que necesitaba a Simone». La otra “salvación” son los amigos. Un día, una amiga le dice a Debora: «Existe la posibilidad de un trabajo como ayudante de dentista. Había pensado en tu hija, que es tan dulce y acogedora». ¿Su hija era así? «Tras sobrevivir a la enésima discusión, esas palabras me hicieron levantar la mirada. Los amigos también ayudan a eso: a ver con un poco más de distancia. Solo por el bien que quieren, para ti y para tus hijos».
Ahora las dos chicas se han ido de casa. Las han ayudado a hacerse autónomas. Los problemas no han desaparecido, pero un día la mayor propone en una cena: «Para celebrar los veinte años que llevamos con vosotros, ¿por qué no hacemos un viaje todos juntos?». Nunca ha dicho explícitamente: os quiero. «Esa noche lo “dijo” de otra manera. A su manera», concluye Simone.
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