Paola, Alberto y su familia han florecido en torno a la presencia de una hija con discapacidad. Ella, con su docilidad, les ha construido a todos. Sin decir una palabra. «Era nuestra posibilidad permanente de volver enseguida a lo esencial»
Hubo un momento en su historia, casi al principio, en que parecía que las cosas irían de otro modo totalmente diferente. Pero fue justo en esos instantes, de pie, en la acera delante del hospital de Santa Ana en Turín, cuando Paola y Alberto Mina permitieron que su historia creciera y abrazaron todo lo que ha venido después. «Nos acababan de decir que era muy improbable que tuviéramos hijos, despejándonos la posibilidad de recurrir a la inseminación», cuenta Alberto al recordar aquella tarde de 1995, dos años después de haberse casado. «Recuerdo que en aquella acera le dije a Paola: “Mira, no necesitamos hijos para ser felices. Necesitamos al Señor. Sigamos adelante encomendándonos a Él. Si nos los quiere dar, será asunto suyo”». Al cabo de unos meses, vieron a don Giussani y se lo contaron. Él abrió más aún el horizonte: «No os preocupéis, les pasa a muchos matrimonios que después tienen hijos. ¿Por qué no pensáis en la misión? Sé que desde Argentina hay una petición… En todo caso, lo importante en la vida no es tomar ese “vuelo”, sino amar a Dios. Así que pedid amar a Dios así, del modo en que os llama». Al final no fueron a Argentina, pero esas palabras se convirtieron en la trama de su día a día, de la relación entre ellos, con sus amigos y en su trabajo. Y en esto se siguieron apoyando cuando más tarde llegaron los hijos: Francesco en el 97, Guillermo en el 99. Paola recuerda: «Cuando nació Francesco, sentía que era un don tan grande que pensé: “Nunca me quejaré de mi hijo”. Era muy pequeño, pero me daba cuenta de que era un misterio que nunca terminaría de conocer del todo».
En el año 2000 nació Grazia Maria. Y aquel sentido de misterio les arrolló. Cuando tenía tres meses descubrieron que algo no iba bien, la niña dormía siempre y era hipotónica. El diagnóstico llegó tras un montón de consultas: encefalopatía congénita. Grazia Maria no caminaría, no hablaría y tendría que depender totalmente de los demás. «Intentamos que tuviera los mejores tratamientos, incluso valoramos ir al extranjero, pero rápidamente nos dimos cuenta del riesgo de empeñarnos en querer encontrar soluciones», cuenta Alberto. Grazia Maria permanecía estable y no empeoraba. Paola y Alberto pusieron en marcha todo lo que la pudiese ayudar, pero entendían que no podían poner todas sus energías exclusivamente en ella. Estaban ellos dos y sobre todo los niños.
La realidad, con todos sus matices, fue indicando los pasos de su vida familiar, que hallaba su equilibrio precisamente en acoger lo que iba sucediendo. Así fue cuando en 2002 nació Cecilia. Compartía todo con Grazia Maria: les dan de comer, las bañan, cambian y van de paseo juntas. Pero incluso en el cansancio de la organización, la presencia de Grazia Maria se impone como el factor en torno al cual todos crecen. «Ella era nuestra posibilidad permanente de volver inmediatamente a lo esencial. Cuando había problemas, cuando estábamos tristes, bastaba con mirarla, paciente y dócil, para volver a empezar», explica Alberto. En ese periodo se inventó un estribillo que repetía con frecuencia como una oración: “Grazia Maria, el Misterio en mi casa”. Los niños lo tomaron al pie de la letra. Francesco, que desde el principio tuvo una relación especial con Grazia, cuando tenía miedo por la noche y no conseguía dormir, iba con ella y se acurrucaba en su cama. «En su total debilidad, Grazia Maria era lo más reconfortante, era mi roca. Incluso cuando crecí, verla tan disponible, abandonada siempre a lo que otro hacía, transformaba mi irritación».
Guillermo recuerda que de pequeños intentaban involucrar a la pequeña en sus juegos, «porque percibía su presencia silenciosa como algo precioso. No entendía mucho, pero llevaba grabada en mí la manera en que mis padres la miraban. Mi padre se arrodillaba delante de ella todas las noches antes de ir a dormir. Siempre he intuido que ese gesto era lo que permitía que mi familia fuera tan bonita. O, por otro lado, mi madre, que era el motor de la vida de Grazia Maria, entregada a una serie infinita de acciones cotidianas, muchas veces mortificantes. Por eso para mí era inmediato saludarla por las mañanas de manera especial, con una caricia, un beso. Quizás era brusco con todos, pero con ella no podía serlo…».
En 2007 la familia Mina se traslada a Milán, en Lombardía. Van a vivir a un caserío en la periferia de la ciudad. Paola descubre que está embarazada de nuevo y al año siguiente nace Carlo. La vida familiar transcurre como la de cualquier otra familia: colegios, actividades deportivas, vacaciones y cenas con los amigos. Muchas veces es complicado moverse con Grazia Maria, pero toda dificultad es ampliamente recompensada. «Ella siempre ha sido un poco como nuestro estandarte. Yendo por ahí con ella era fácil entrar en relación con la gente, porque todos reaccionaban ante su presencia. Nadie la ignoraba. Te hacía salir de esa distancia defensiva que te hace impermeable a todo. Solo con estar, te provocaba y te encontrabas siendo protagonista de diálogos y encuentros inesperados».
Esto es lo que Cecilia, la otra chica de la familia, busca en Grazia Maria y al mismo tiempo a veces le hace huir. «Siempre me ha costado estar con ella, intentaba evitarla y no quería invitar a casa a mis amigos de clase. No me sentía a la altura. Me medía constantemente. Ese dolor inocente era demasiado para mí…». Pero luego, cuando iba de tiendas, siempre compraba algo para ella. O después de la ducha le pintaba las uñas y la maquillaba. «Incluso con cierta distancia, la relación con mi hermana me ha construido, porque pensar en la contradicción que vivía me ha provocado siempre muchísimas preguntas. Nunca me juzgaba. Cuando volvía a casa, siempre se le iluminaba la cara al verme. Era su forma de expresar su alegría porque yo estaba», explica Cecilia.
En los últimos años, el estado de salud de Grazia Maria empeoró. Sufría convulsiones casi a diario. Durante las crisis, su madre y Francesco son quienes la sostienen en brazos. «Para mí era un gesto muy natural», explica Francesco, graduado en fisioterapia desde hace un año. «Era mi trabajo, pero con frecuencia me bloqueaba por el dolor y perdía de vista la profundidad de la pregunta que me provocaba su sufrimiento. En los ojos de mis hermanos, que nos miraban a distancia, a veces asustados, volvía a recuperar la verdad de Grazia Maria. Porque en ellos no se apagaba esa pregunta por el significado de lo que estábamos viviendo».
El pasado mes de julio, al cumplir 20 años, Alberto, el padre, le escribió una carta: «Desde hace veinte años eres la Gracia de nuestra familia. La belleza de tu persona siempre nos deja abrumados. No contrasta en absoluto con tu deformidad. Pero tu mirada sobre todo es una evocación sin fin. Es como si tú siempre dijeses: “fiat”, hágase en mí según tu palabra». Será su último cumpleaños. La noche del 14 de marzo, Grazia Maria muere, después de unos días sufriendo ataques epilépticos que no le dan tregua. «Esa noche dije a mis hermanos: “Esto también es un alivio, para nosotros, para mamá y para ella”», dice Carlo, que ahora tiene 12 años. «Estar con mi hermana era difícil, me cansaba enseguida porque había que esperar hasta cinco minutos para recibir una respuesta. Pero ahora me arrepiento por cómo la he tratado y siento que he perdido algo importante. Sin decir una palabra, sin poder hacer nada en el día a día, era amada por nosotros y eso le bastaba».
Al final del rosario que rezaron por videollamada con 400 amigos de todo el mundo, el sacerdote español Javier Prades se despedía así: «Grazia Maria se ha entregado a vosotros por entero, como solo puede hacer quien está verdaderamente necesitado, y vosotros os habéis entregado a ella por entero, generando una unidad que involucra a los que os conocen. Hasta ahora ha sido un espectáculo. Pero como dice el Evangelio de san Juan, veremos obras mayores que esta, lo mejor está por llegar».
Guillermo percibe los primeros signos en la cantidad de amigos que durante esas semanas pasaron por su casa. Entraban para consolar y salían consolados. Aunque solo fuera por un momento, les impactaba esa gratuidad que solo podía ser fruto de lo que ha sucedido en esta familia. «Me impresiona cómo la unidad entre nosotros ha suscitado en muchos el deseo de una radicalidad en el estudio, con la novia o con las propias heridas», cuenta Guillermo. «Es algo que siempre nos ha pasado. Cuando éramos pequeños, muchas veces papá no estaba en casa. Pero no percibía que estuviera ausente, porque en mamá también estaba papá. Estaban tan unidos que, a pesar de que uno no estuviera presente, era como si estuviera». Una unidad alimentada constantemente por lo que Paola y Alberto se dijeron hace veintiséis años, en aquella acera de Turín. «Yo estoy siempre por ahí, haciendo mil cosas», explica Guillermo, «pero a veces necesito volver a casa, volver al lugar donde todo comenzó».
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