I
Con el comienzo de la Edad Moderna se pone en marcha ese proceso que llamamos la secularización del cristianismo. Consiste en que se hacen indeterminados los conceptos procedentes de la revelación: Dios, la creación y la culpa del hombre, la redención y la salvación. Se pierde el peculiar carácter sobrenatural de lo implicado en ellos, y adquieren preponderancia unas analogías naturales. Por ejemplo, en vez de la auténtica redención, se sitúa el mejoramiento progresivo de las situaciones culturales; en vez de la gracia, la experiencia subjetiva; en vez de la resurrección y la vida eterna una situación terrena ideal.
Pero hoy se abre paso la comprensión de que tal cristianismo venido a menos no merece la pena, Así lo parecía mientras la dirección cultural del mundo estaba en manos del relativismo y del liberalismo, en tanto que el ateísmo todavía tenía el carácter de un librepensamiento individual. Pero desde hace unas décadas éste ha entrado en su fase agresiva y se ha aliado con las potencias políticas más fuertes. La voluntad de destruir, no sólo el cristianismo, sino toda la religiosidad en general, ha llegado a ser un factor político del más alto poder. Así se hace evidente que sólo puede subsistir contra él una conciencia cristiana surgida de los auténticos supuestos previos.
Pero se reconoce también qué peligrosa es una valoración casi dualista del mundo. Mientras era creyente la conciencia común y tenía fuerza para ordenar el mundo, las corrientes dualistas podían tener significación estética y entenderse como entrega incondicionada a Dios. Eso ya no se considera posible. Hoy parece tratarse de que el mundo sea reconocido propiamente en lo que es: como obra de Dios, una obra, tal como dice siete veces el relato de la Creación ( Gn 1, 3-31) , buena y muy buena, amada por él y confiada al hombre.
Así, debe crecer algo que se ha descuidado durante mucho tiempo por cierta despreocupación de la fe: una responsabilidad, precisamente, del hombre creyente por el mundo. El ya no puede verlo sólo como el ámbito en que ha de "guardarse de los pecados" y "cumplir su obligación" en un sentido abstracto, sino que debe reconocer que, como cristiano, está llamado a "guardarlo y cultivarlo" (Gn 2, 15) como mundo en su esencia y su valor.
Tanto más cuanto que cada vez se hace más evidente en qué enorme peligro se pone el mundo por el titanismo de nuestro tiempo. La posesión del mundo, la posibilidad de configurarlo conforme a la propia voluntad, siempre se ha visto a la vez como tarea y como tentación a la soberbia; pero permanecía bajo el resguardo de ordenaciones que el hombre no era capaz de suprimir. Su actividad consistía en que trabajaba en sus ocasiones inmediatas con las fuerzas inmediatas de su ser, sin ser capaz de penetrar en sus elementos básicos. Pero eso precisamente es lo que ha ocurrido ahora. La ciencia y la técnica están en condiciones de apoderarse de la sustancia del mundo. Los efectos que pueden producir son tan grandes que en lo sucesivo es cuestión de la mismísima existencia humana.
Se ha hablado de un "descuido" del cristiano, pero esa palabra no basta. Debemos comprender que se trata de una culpa real. El cristiano ha abandonado el mundo por completo a sí mismo; y esto quiere decir, a su vez, al descreimiento y a su voluntad de dominio. Pero el hombre incrédulo no está en condiciones de administrar rectamente el mundo. La lógica de la evolución del poder, en lo científico-técnico y en lo político, le arrastra a una zona de peligro, donde se hace posible la caída. Ni de la ciencia ni de la técnica mismas surgen fuerzas que sean capaces de mantener en orden su propio poder. Pero tampoco surgen de una ética autónoma del individuo ni de una soberana sabiduría del Estado.
La marcha de la historia parece haber demostrado que el individuo altamente evolucionado no es capaz de llegar a ser señor de la anónima evolución de la cultura. Por eso, la tendencia totalitaria que atraviesa la tierra aguarda toda salvación del Estado. Le adscribe una sabiduría y una fuerza ordenadora tales como podrían corresponder a la Iglesia si fuera santa no sólo en su base mística, sino también en su realidad concreta. Sin embargo, las próximas décadas mostrarán que, por lo que toca a los impulsos de la naturaleza humana y a las consecuencias de la cultura objetiva, el Estado no es capaz de más que el individuo, en lo esencial.
Las posibilidades realmente salvadoras residen en la conciencia del hombre que está ligado con Dios de modo vivo. Así la fe -igual que el descreimiento- se convierte también en un factor histórico decisivo.
II
Algo más reclama ser reconocido. Nuestra conciencia de Dios mismo, así como de su relación con el mundo, está determinada ante todo por el concepto filosófico del absoluto, tal como se ha elaborado bajo la influencia de la filosofía griega y del racionalismo y el idealismo de la Edad Moderna. Según él, Dios es el ser que -si se pudiera decir así- está asegurado por su índole de absoluto, pero también vinculado por ella. Ante él está el mundo como la realidad finita. Su relación con el mundo ha de atravesar una distinción igualmente absoluta, y fácilmente adquiere un carácter irreal, solamente intencional. No necesitamos sino pensar en el deísmo, que, por más que presenta a Dios como creador y ordenador del mundo, luego le aparta del mundo, entregando éste por completo en las manos del hombre.
La revelación habla de otro modo. Ya es un misterio el hecho de que Dios haya creado el mundo y que además de él exista lo finito. Eso significa que Dios realiza en el mundo las imágenes y semejanzas de su ser; pero eso quiere decir que ha entregado a lo finito su honor, y aun en cierto modo se ha entregado él mismo. Sin embargo, ¿cómo puede hacerlo así? La pregunta crece al considerar la libertad humana, a la que Dios, al crearla, le ha dado la posibilidad de revolverse incluso contra él. Y vuelve a crecer al ver que, a pesar de los pecados y de sus malignos frutos, él no deja hundirse el mundo, sino que lo sostiene y guarda lealtad al desleal. Incluso aquella pregunta se hace peligro de escándalo ante el hecho central del cristianismo, la encarnación.
Que Dios entre en la unidad personal con la criatura finita, la naturaleza humana, y que mantenga para la eternidad esa unidad; que, en la situación inerme de lo sacratísimo, se entregue a las terribles posibilidades de una historia profana; todo eso repercute en la representación que tengamos de Dios mismo.
Esto implica lo que la piedad cristiana ha percibido siempre: que Dios no es sólo el ser absoluto de la filosofía, sino que, más allá de eso, es el Dios viviente, el que se ha "comprometido" con el mundo finito. Se hace evidente que el concepto del amor de Dios no puede ser pensado solamente -como lo hace la teología influida por el racionalismo- partiendo de la benevolencia y del cuidado, sino que aquel hecho, inaccesible a toda inducción natural, significa una disposición de animo por la cual Dios ama al mundo "en serio", y deja que el mundo se haga tan importante que se enlaza con la criatura en unidad personal.
Por eso el cristiano está llamado a llegar a un entendimiento con esa intención de Dios. La situación de la historia en su conjunto, el estadio a que han llegado el poder del hombre y sus posibilidades de destrucción, obliga al cristiano a someter a un atento examen su relación con el mundo. Hasta ahora, la conciencia cristiana ha reconocido deberes "en" el mundo, positivos y negativos: pero no -o no con bastante claridad- ha comprendido que el mundo como tal le está propuesto como tarea y deber, entregado en la responsabilidad cristiana.
Quizá un día la salvación del mundo, en su sentido más elemental -su salvación de la ruina-, dependerá de que el cristiano lo tome en su responsabilidad y se ponga a su favor. Algunas veces se oye una idea que viene a decir: el mundo debe perecer alguna vez; en todo caso, la existencia humana es limitada en su duración, de modo que se trata solamente de que el hombre se dirija a Dios, creyendo, rezando y amando, y por lo demás deje al mundo ir por el camino por donde tiene que ir. Eso parece piadoso y sabio, pero, sin embargo, es una profunda tentación que proviene de esos perversos poderes que quieren quitarle a Dios el mundo de la mano. La tentación hasta ahora sentida consistía en que el hombre viera el mundo tan bello y le pareciera tan incitante el dominio sobre él, que con eso olvidara a Dios: quizá la nueva tentación impulsa al hombre a salvarse abandonando el mundo y haciendo responsable de eso al dominio de los incrédulos.
Si así es, entonces se echa de ver una nueva tarea: salvar la obra de Dios. Salvarla de que el poder del hombre caiga en manos de la soberbia y la locura y destruya: la vida, suprimiéndola de la tierra. El hombre no sólo ha de entender sus obligaciones éticas diciendo: Debo guardarme del pecado; sino: Debo cuidarme de que al mundo le vaya bien. Partiendo de aquí, se hace evidente toda una serie de valores y deberes que sólo se pueden entender rectamente si se supera ese oculto dualismo y se ve con claridad que Dios ha confiado el mundo al hombre.
Es evidente que también aquí surge un peligro: ser "mundano" de un nuevo modo baje la cobertura de esa responsabilidad. Pero la existencia siempre ha tenido la característica de que puede llevarse al bien y al mal.
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