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Huellas N.01, Enero 2021

RUTAS

El camino de Joyce

Luca Doninelli

¿Existe para un hombre –se preguntaba Giovanni Testori– algo más grande que un éxito mundial, un triunfo, una apoteosis? Sí: un escándalo capaz de perdurar en el tiempo y desafiar a amigos y enemigos, detractores y apologistas.
Es el caso de James Joyce, de cuya muerte se cumplieron ochenta años el pasado 13 de enero. Joyce no es un escritor muy popular hoy.
Los profesores de inglés suelen hacer que sus alumnos lean Dublineses, que sigue siendo su obra más leída aunque no la más famosa.
No solo le sucede a él. Pensemos en Pirandello, de quien muchos conocen El difunto Matías Pascal, aunque sabemos que su obra maestra es Seis personajes en busca de autor. Pero una obra de teatro (dicen) es más difícil de leer que una novela cuando uno está en un sillón. No es cierto, pero paciencia.
También por lo que se refiere a Joyce, todo el mundo sabe que su obra más importante es Ulises, un libro que sin embargo tiene el defecto de ser en gran parte ilegible, a menos que alguien sea un loco de dieciséis años (como yo, y luego volví a serlo con treinta y cinco) no decide emprender la gran travesía y leerla de todos modos, animado por ese sentimiento sublime que impulsa a un joven a intentar cosas imposibles por la pura atracción que estas ejercen sobre él.
No entender sabiendo que, sin embargo, hay algo importante que comprender: este es el vínculo afectivo del que a menudo surge la inteligencia.

Pero hoy poca gente lee Ulises. Sabemos que originalmente iba a ser una historia titulada Catarsis que luego fermentó en más de mil páginas, que la historia contada (siempre que sea una historia) tiene lugar en Dublín, en un solo día, pero leerla es otra cosa. Incluso cuando estas notas, por sí mismas, nos dan una indicación, porque la unidad de tiempo (un día) y lugar (Dublín) y el primer título (Catarsis, es decir, purificación) pertenecen a un solo autor bien reconocible, Aristóteles, y a una obra concreta suya, la Poética.
Todo esto, veremos, tiene cierta importancia.
Los católicos no somos (en promedio) muy sensibles al encanto de “lo prohibido”. Como muchos sabrán, Ulises permaneció en estado de samizdat, es decir, de prensa clandestina, durante décadas debido a los temas escabrosos que toca y por una marcada aversión al cristianismo y a la Iglesia, ya muy presente en Dublineses y en muchas cartas, en las que esta aversión se mezcla a menudo con imágenes de erotismo extremo, con tintes equívocos de exhibicionismo.

Ahora bien, si esta es la vulgata que ha producido un preconcepto (y sabemos que a menudo hay mucha verdad en los preconceptos), entonces tenemos que dar un paso más, de lo que “sabemos” al conocimiento verdadero, es decir, a “lo que yo sé”. Es un esfuerzo personal, sin atajos, que se aplica a todo.
Así que sigamos en su libro espía, en la introducción indispensable a todo su trabajo: Dublineses. El propio Joyce llamó a estos relatos «epifanías», es decir, apariciones, revelaciones momentáneas, no definitivas: instantáneas, como esas fotografías antiguas en las que, según algunos, aparece misteriosamente el rostro de un difunto. Una verdad, en definitiva, que se encuentra bajo la superficie visible del mundo y que de repente se hace visible, iluminando confusas situaciones humanas. No es casualidad que estas historias estén llenas de ventanas y gente parada en la ventana: como diría Eliot, se trata de un correlativo objetivo de un estado humano en el que Joyce, de veintitantos años, quiere centrarse y enfocar a toda costa.
Sin embargo, lo que se revela a los ojos de los protagonistas de estas historias no es la salvación, no es un portal donde, en un pesebre, duerme el recién nacido Hijo de Dios. Su epifanía, lo que se revela, es más bien la parálisis de la vida, su miopía, una ausencia de destino, una incapacidad para romper el lienzo de la imaginación y los recuerdos cotidianos.

En uno de los relatos más hermosos de la colección, Eveline, una niña oprimida por su padre violento y el fantasma de su madre muerta, decide huir a Sudamérica con un joven marinero enamorado de ella, Frank. También en esta historia aparece inmediatamente la palabra ventana, desde la primera línea. La joven Eveline planea escapar con Frank, pero en el momento final, cuando está en el muelle y solo es cuestión de subir al barco, donde Frank la espera, Eveline se vuelve para mirar su vida pasada y se transforma (aquí se encuentra la evidente referencia bíblica a la esposa de Lot que huyó de Sodoma) en una especie de estatua de sal. Se le aparece toda su condición de esclava, con nuevas evidencias: el recuerdo de las palabras de su madre poco antes de morir, sobre todo sus recomendaciones sobre su viejo padre, se convierten en un veneno paralizante. Frank grita su nombre, la llama, el barco se va, pero ella permanece en tierra, petrificada, y de Frank solo queda una imagen descolorida, quizás una fantasía, o el recuerdo de un capricho, que en los años venideros la hará sonreír con una risa amarga.
Esto es lo que Joyce llama epifanía: el momento en que un individuo comienza a comprender que el deseo más profundo que se agita en él no tiene, ni tendrá jamás, la fuerza para poder dejar atrás todo lo que lo ata al presente y al pasado. Vuelven a la mente los versos terribles de Leopardi A Silvia: «Al aparecer la verdad, tú, infeliz, caíste».
Pero a diferencia de Leopardi, Joyce no culpa a la naturaleza por una promesa incumplida. Para Leopardi, una ley inexorable, escrita en un idioma antiguo, condena al hombre a vivir dentro del sinsentido de la historia, que es una especie de laberinto en que el hombre, entre mil promesas fatuas, pierde el camino que debe conducirlo al verdadero descubrimiento de sí mismo.
Joyce lee la naturaleza de otra manera, también porque entre Leopardi y Joyce un enorme huracán llamado Sigmund Freud golpea a la cultura occidental. Mientras Joyce escribe Dublineses, Freud publica obras de capital importancia como Psicopatología de la vida cotidiana (1901) y Tres ensayos sobre teoría sexual (1905), habiendo escrito y publicado ya, en 1899, su otra obra maestra La interpretación de los sueños.

Este evento cambia de manera radical la forma de percibir el mundo, comenzando, obviamente, por el mundo interior. Tanto Leopardi como Joyce saben, como sabe Baudelaire, que la palabra que define la posición del hombre en la tierra es exilio. Un exilio del que no se puede escapar.
Leopardi busca salidas bastante pueriles, tanto desde el punto de vista geográfico como erótico. Baudelaire indica en la Tierra misma el asiento de nuestro exilio («exilé sur le sol au milieu des huées», exiliado en la tierra entre risas de escarnio).
Además, Dublín se asoma al mar en dirección a Europa (no al océano), como para indicar en su misma situación geográfica una especie de sujeción a la gran cultura europea (precisamente en los años en los que el centro cultural del mundo comienza a pasar al otro lado del océano, en Estados Unidos). Y es significativo cómo la única obra de teatro de Joyce, Exiliados, tiene lugar en los suburbios de Dublín y no en el mar, en un momento en que cientos de miles de irlandeses navegaban hacia las Américas.

Si el sentimiento del exilio es el mismo en los tres grandes escritores, la historia que se cuenta es diferente. Y aquí entra Freud. En la historia de Joyce una parte fundamental la ocupan las pulsiones eróticas y, en general, todo aquello que no se puede definir en nuestra vida según los esquemas de la civilización. Como Freud dirá más tarde en su testamento espiritual, El malestar de la civilización, una sociedad se funda en la transformación de los instintos, en su canalización en formas que, haciéndolos funcionales a sí mismos, al mismo tiempo los neutralizan, aunque ellos, los instintos, quedan en un segundo plano (represión) para hacer de ese compuesto inestable que llamamos “hombre”, “autoconciencia”, “yo”, algo potencialmente telúrico.
El hombre, en definitiva (pido disculpas si trivializo un poco), es estructuralmente inadecuado para vivir en este mundo, su situación es siempre provisional. Ulises termina con el célebre monólogo de Molly Bloom, una especie de compleja orquestación que puede enfadar en su artificiosidad total, si no fuera porque el artificio, realizado a ese nivel, se convierte en una obra maestra. Si el naturalismo con el que un artista representa la realidad está impregnado de todo lo que le bloquea (prejuicios, ideas preconcebidas, clichés, etc.), romper ese círculo naturalista se convierte en un imperativo.

Y el monólogo de Molly termina con un “sí” reiterado: sí a la vida, sí a esta vida, sí a esta vida tal como es. No porque Joyce identifique en la vida tal como es una presencia misteriosa, sino precisamente por la razón opuesta: la vida no tiene sentido y debe ser aceptada por el impulso vital, incognoscible, que la determina.
Sin embargo, aquí nos encontramos –aunque desde una perspectiva muy diferente– con el “sí” de María. Aquí nos encontramos en el punto donde una Palabra que es “otra”, distinta de nosotros, pide hacerse carne.
Por supuesto, Joyce no lo ve de esa manera. El suyo es un aterrizaje fuertemente voluntarista, con el que Joyce (que entretanto ha conocido bien la obra de Freud, incluso como paciente) cree haber superado su dolorosa parálisis espiritual. Pero como escritor, como artista, me pregunto: ¿es posible resolver un problema que se apodera de nuestra vida a través del arte? Entiendo la tentación decadente de transformar la vida en una obra de arte, pero ¿es realmente una solución viable?
Creo que, incluso después de leer Ulises con su “sí” final, sería un error subestimar la conexión de Joyce con el catolicismo, dado que esta percepción del exilio, de no realización de uno mismo en este mundo, es exactamente lo que nuestra civilización greco-cristiana ha llamado alma (como reza el Salve Regina: «y después de este destierro, muéstranos a Jesús»). Más de cien años antes de Joyce, Kant y luego Hegel habían tachado de falsa toda referencia del hombre a la trascendencia (aunque Kant no renunciara a la idea de un “Dios gratificante”): la vida y su significado están aquí, ahora, sin necesidad de “algo distinto, al otro lado” y, por tanto, el hombre es razón, sentimiento, emoción, sueño, proyecto, deseo, esperanza, todo ello sin necesidad de apelar al alma.
Aun en este punto, sin embargo, Joyce mantiene un fuerte vínculo –no de fe, sino antropológico por decirlo así– con el catolicismo en el que creció, en el Trinity College de Dublín, y donde se formó en la escuela aristotélica-tomista, como es fácil ver en el íncipit aristotélico del tercer capítulo de Ulises, «Modalidad ineludible de lo visible», y en la cita de las vías tomistas.
Y justamente en esto podemos comprender mejor la ira de Joyce contra una Iglesia que, por un lado, como decíamos, anunciaba la Buena Nueva que promete la liberación de las cadenas que oprimen a todo hombre, y por otro era la primera en oprimir con su moralismo, sus normas, sus obligaciones y el miedo utilizado como método para chantajear, de una forma u otra, las conciencias de todos.
En suma, dejando de lado los fallos históricos de la Iglesia en general y de la irlandesa en particular, la impresión que se tiene al leer a Joyce (y yo lo hice hasta el punto de sacar de él el sueño que me convirtió en escritor) es la de un hombre que, robando palabras a Rimbaud, «sigue siendo en todo caso esclavo de su Bautismo». Y estoy seguro de que la lucha contra esta marca indeleble es el sentido más profundo de todo su extraordinario trabajo.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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