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Huellas N.01, Enero 2021

PRIMER PLANO

Donde se enciende el fuego

Davide Perillo

Massimo Recalcati y el responsable de CL. Una confrontación intensa e inesperada sobre la educación entre dos mundos aparentemente lejanos. ¿Por qué el deseo lo es todo? ¿Qué lo despierta? ¿Cuál es la tarea del adulto? Un repaso de ese diálogo mediante ciertas palabras clave

Hay palabras cruciales para describir el momento actual. Palabras que al pronunciarlas te ponen ante una encrucijada. Muchas veces resuenan en el vacío, se repiten –o se oyen repetir– con cansancio, enfiladas en discursos y teorías que no hacen mella en la realidad. Pero es un espectáculo cuando las ves brotar de la experiencia y aferrarse a ella de manera tenaz, cuando dicen algo que sucede en quien las pronuncia. Ahí es donde, tomando carne, se convierten en un camino posible para todos. Y generan relaciones, vínculos, compañía. Incluso entre mundos alejados a primera vista.
Como pasó en el encuentro “El deseo se reaviva en un lugar”, organizado por un grupo de asociaciones dedicadas a la educación (Diesse, Disal, Riesgo educativo, CdO obras educativas, Portofranco), con toda la emergencia que plantea esta cuestión, donde el título ya daba indicios de que se iban a emprender caminos insólitos, lejos de los debates entre expertos en la materia. Tuvo lugar el 22 de octubre pero merece la pena retomarlo por el cara a cara entre los dos protagonistas, donde surgieron asonancias inesperadas, acentos que hacían intuir una cercanía de ideas y sensibilidades entre personas con bagajes muy distintos pero capaces de recorrer un buen tramo de camino juntos.
Uno era Julián Carrón, responsable de Comunión y Liberación, autor de un libro publicado hace poco (Educación. Comunicación de uno mismo, Huellas 2020) como contribución al trabajo sobre el Pacto educativo global convocado por el papa Francisco. El otro, Massimo Recalcati, psicoanalista, es una firma de La Repubblica y La Stampa, pero sobre todo de varios libros que sondean el presente y nuestras almas con una mirada especial hacia los jóvenes, a la relación entre padres e hijos, al drama de una sociedad que parece haber perdido los cánones propios de un camino educativo sano. Pérdida que se ha agudizado con la pandemia y el vaivén de clases presenciales y a distancia.
En esta situación –señalaba Ezio Delfino, presidente de Disal (asociación de directores escolares italianos) y moderador de este diálogo–, por un lado se hace aún más acuciante la frase de don Giussani que servía como subtítulo del encuentro: «Harán falta lugares mirando a los cuales pueda despertar el deseo que habita en el corazón de cada hombre». Pero, por otro, nacen nuevas preguntas que van más allá: ¿de verdad la escuela es un lugar así?, ¿es un ámbito que intercepta el deseo y lo despierta?
La primera respuesta llega en un breve video. Experiencia, nada más. Un collage de profesores y directores narrando el «desafío de volver a empezar», entre protocolos y cuarentenas; acogiendo a los chavales «cumpliendo con las reglas pero no partiendo de las reglas»; el descubrimiento de que mirando a los niños a los ojos («porque eso la mascarilla lo permite, puedes ver su mirada»), puedes encontrar una luz que te relanza más que un montón de frases de los adultos. Y en medio de todo eso, la pregunta más acuciante: «expresan un hambre, una inmensa necesidad de sentido, a gritos», decía uno de ellos hablando de una alumna.
Es la primera palabra clave: sentido. Plantea el gran problema que atravesamos actualmente: el nihilismo, la pérdida de atractivo de la realidad, de significado –y gusto– del vivir. Delfino empieza precisamente por ahí, por esa «enfermedad teóricamente asintomática pero concretamente presente, como la llama Carrón», que en los jóvenes se manifiesta «mediante el malestar y la apatía», mientras que en los adultos se detecta «por la incertidumbre y el miedo» que, sobre todo ahora, bloquean al yo. ¿Cómo volver a empezar?
Carrón es claro: «Me parece que la situación ya es un punto de partida para una reanudación». Se apoya en señales concretas y recientes. Cita varios artículos publicados esos días en los periódicos (uno del mismo Recalcati), que desde diversas perspectivas llegan a la misma conclusión: no saldremos apoyándonos en reglas, hace falta nuestra responsabilidad. En una palabra –la segunda decisiva en este diálogo–, hace falta nuestro yo. «El desafío del Covid, aparte de sacar a la luz la debilidad del sujeto, puede convertirse en una estupenda provocación: la que necesita el yo para despertar».
El impacto con la realidad hace surgir preguntas radicales, «como en la alumna citada en el video». Por eso, ante la falta de sentido, «los jóvenes necesitan alguien que les comunique un significado y el gusto por lo cotidiano». Consecuencia: «La única cuestión es ver si somos leales con estas provocaciones que la realidad no nos ahorra, si las secundamos». De hecho, nuestra propia humanidad «dependerá de esto», del hecho de que «nuestro yo no mire hacia otra parte y se implique realmente con estas preguntas».
Lealtad, por tanto. Y realidad. Porque, como añade inmediatamente Recalcati, «la apuesta educativa siempre va en relación con lo real», no con un ideal abstracto. «Va en relación con la angulosidad, la aspereza, a prueba de lo real. En cierto modo también lo decía don Giussani». Es la primera vez que lo cita, por sorpresa, pero vendrán más. Recalcati retorna al video inicial. «Me ha impresionado. Hemos visto que la escuela no es solo un dispositivo autoritario y represivo», un ámbito «gris y anónimo», como nos parece tantas veces. En los testimonios de estos profesores, señalaba, «vemos la escuela como experiencia de luz y acogida». Luz, sobre todo, porque «hay discurso educativo cuando algo se ilumina. Cuando un maestro habla, las cosas salen de la oscuridad».
Entonces es cuando se puede empezar a responder al nihilismo, del que Recalcati propone una definición muy sencilla y eficaz, apoyada en su experiencia como médico que ha tenido que enfrentarse a la depresión. «Hay nihilismo cuando la vida y el sentido se disocian». El problema es entonces «cómo podemos volverlos a asociar. A unirlos».
Con un “nota bene” importante: ya no podemos esperar una unidad garantizada a priori por Dios y sus dictámenes, como pasaba en las sociedades religiosas. Ese Dios-garante («que no tiene nada que ver con el sentido religioso») ya no existe, «se ha disuelto bajo los golpes de la Ilustración». Reunir vida y significado depende de nosotros. El cómo lo explicita en una palabra que nos sobresalta: testimonio. El gesto educativo, sostiene Recalcati, debe ser «un modo laico de testimoniar la posibilidad de dar sentido a la vida». No «decir a priori cuál es», sino «mostrar que, incluso allí donde la oscuridad es más densa, siempre es posible dar un sentido a la vida».
No es casual que el profesor recupere del libro de Carrón una cita de Pasolini: «Si alguien te hubiese educado, no podría haberlo hecho más que con su ser, no con sus palabras». Eso es lo que educa: el ser –actos, existencia, testimonio–, no la palabra. Ni, mucho menos, el otro eslabón débil de una pedagogía que ya no tiene sentido: las reglas. «La regla es insuficiente», insiste Recalcati. Y para explicarlo se apoya en don Giussani (de quien, dice, «estas semanas me he dedicado a escuchar su voz»). «Uno de sus objetivos era precisamente emancipar al discurso educativo de uno meramente normativo». Las reglas no tienen nada que ver con eso que el profesor llama «la ley». La ley no es la regla, no es algo externo. «Está en el corazón. Es lo que orienta la vida, es el lugar donde la responsabilidad se encarna en nuestro corazón». Por eso, dice Recalcati, «comparto esta definición que da Carrón: “En el fondo, la tarea educativa consiste en poner en movimiento la libertad”. No conformar la vida a valores preexistentes, sino poner una vida en busca de su valor, del sentido».
Lo que significa, en cierto modo, despertar el deseo, otra palabra clave en esta confrontación. A la que Recalcati ha dedicado libros enteros, algo de lo que Carrón habla mucho en sus continuas conversaciones con jóvenes y adultos. La segunda ronda de preguntas se centra precisamente en esto: «¿Por qué el deseo necesita un lugar para reavivarse? ¿Y qué características debe tener ese lugar?».
Recalcati responde poniendo sobre la mesa dos imágenes posibles del itinerario educativo. La primera es «una escalera. Hay un potencial que habita en la vida del hijo, y la educación es una progresión lineal hacia lo alto»; pero es una idea «que no convence». También hay una comparación que abre otro escenario diferente, un fuego. «Encender la vida, llevarla a campo abierto, hacer que la vida nazca a la vida». De modo que el deseo es «lo que hace la vida más viva».
Pero hay una condición: no reducir el deseo. No plegarse a lo que denomina «dos grandes imposturas» (y casi parece estar oyendo a Giussani, con su mismo lenguaje): describirlo como «persecución de algo que no se tiene», y por tanto «ahogo, maldición, insatisfacción; es la versión nihilista». O bien concebirlo como una «transgresión», porque un cierto moralismo que nos impregna nos lleva hacia ahí. Por un lado está mi necesidad de cumplimiento y por otro, el deber, que mata esa necesidad. «¿Y si, en cambio, pensáramos que el deseo es el verdadero nombre del deber, lo que hace que la vida sea capaz de realización, de cumplimiento, de generación?». En una palabra, lo que la mantiene viva.
Entramos así en un terreno familiar, en el que Carrón se adentra sin vacilar. En la antigüedad, el deseo era algo que había que moderar. Desear demasiado se llamaba hybris. Pero incluso el cristianismo «cuando no ha hecho presente una propuesta adecuada ha vuelto a tener miedo del deseo»; también en el ámbito cristiano, un cierto intento de «someterlo a reglas» nace de haber perdido «una propuesta que fuera capaz de cumplirlo». Cuando lo propio del deseo humano es «esta desproporción estructural, como la llama don Giussani», este estar hechos «a imagen y semejanza de Dios, es decir, para el cumplimiento del vivir», a eso se dirige la propuesta de Jesús. Se dirige a la sed de la Samaritana, al hambre de cumplimiento de Zaqueo. Y propone cien veces más, «¡el céntuplo aquí abajo! Es lo contrario de la mortificación del deseo, como tantas veces se piensa».
El deseo, esa «capacidad que tienen los jóvenes para identificar qué es capaz de cumplir realmente su vida», es precisamente el punto central. «La cuestión, por tanto, es si hay algo capaz de cumplirlo». Lo que para los educadores se traduce en un desafío: «¿Tenemos alguna propuesta que ofrecerles?». Si el deseo es el motor del vivir, necesita estar constantemente encendido. «Necesita constantemente una presencia que lo encienda», para que pueda reabrirse la partida del cumplimiento.
Ahí es donde emerge con fuerza la palabra fundamental del título: lugar. «Hace falta un lugar, es cierto. La escuela debería ser un lugar donde no se teme al deseo. Y hay que encontrar adultos en cuya vida no se haya apagado el deseo». Si los chavales no pueden ver ahí, en los educadores, a «personas con una vida cumplida, será inútil hablarles del deseo, porque no encontrarán una confirmación en la experiencia de los mayores».
Por eso el desafío atañe al papel del adulto. Es la siguiente pregunta que plantea Delfino: si educar es «comunicación de uno mismo», como dice el título del libro, y si el educador en cierto modo «es la encarnación de una hipótesis de trabajo», ¿cuál es la tarea del que educa? ¿Qué quiere decir ser una propuesta?
Carrón subraya en este sentido otras dos palabras. Inseparables, desde su punto de vista. La primera es realidad. «¿Qué comunica una madre a un hijo? Su manera de estar delante de la realidad». Y ahí no puede hacer trampas. «Se nos ve en la cara, en cómo estamos viviendo la realidad». El segundo elemento es la experiencia. Volviendo así a la intuición fundamental de Giussani. «Mostrar un camino que permita a los jóvenes vislumbrar la pertinencia de esa propuesta con las exigencias de su vida». Para ello, la vía maestra es la experiencia. Es decir, verificar mediante «una comparación intensa» entre la propuesta y «lo que yo percibo como exigencia de significado, de verdad, de belleza, de justicia...». Por eso «el deseo es fundamental, con eso lo comparamos todo».
Recalcati recoge la idea de una hipótesis de trabajo y «para descifrar cuál debe ser la postura del educador» usa a su vez cuatro palabras. Palabras «bíblicas» y «cristianas», como él mismo dice. Y no es extraño que las use un laico porque describen eso, experiencias. La primera nace de la expresión aquí estoy. «En la Biblia tiene una fuerza formidable, pensad en Abrahán». Aquí radica la primera condición fundamental: la presencia del adulto, no dejar que la vida del joven «caiga en la soledad». Después, otro verbo, aparentemente opuesto: ir. Es decir, abrir el recinto familiar, dejar marchar. «Existe un cierto contraste entre estas dos palabras, pero solo resulta patológico cuando se da la una sin la otra», es decir, cuando uno se encierra en sí mismo o, por el contrario, cuando se evita. «La habilidad del discurso educativo reside en mantener unido este doble movimiento». Y en provocar continuamente la libertad del joven, sin dejar que prevalezcan nuestras expectativas sobre él (Recalcati cita a Sartre: «Cuando los padres tienen planes para ellos, los hijos tienen destinos infelices»).
Pero hay otras dos palabras fundamentales. La primera reaparece: testimonio. «Carrón habla de él como el “método de Dios”», observa el profesor. Para él, se trata sobre todo de testimoniar el amor, la preferencia por el chaval, que es siempre concreta, única. «Como dice Lacan, el amor nunca es por la vida, es por el nombre». No existe en abstracto, es algo encarnado, singular. Pero el otro aspecto implica «testimoniar el propio deseo. Es la única condición para transmitirlo».
La última palabra clave para Recalcati también resulta familiar para su interlocutor: fe. «Un buen padre debe creer en el deseo de su hijo. Teniendo fe en ese deseo lo sostiene, lo fortalece».
Pero no es el último punto de contacto. Queda aún una pregunta referida a la escuela: «¿Qué hace falta entonces para que se convierta en un lugar generador de personas, cultura, innovación?».
Recalcati vuelve al principio, al video. «La escuela, ante todo, es eso: un lugar donde se encienden fuegos». No porque se dicen ciertas cosas, sino porque pueden suceder. Puede suceder lo que él llama «la erotización del deseo de saber»: profesores que «te hacen enamorarte de su materia». Eso es lo que pone en marcha el deseo.
Aquí Carrón vuelve a recoger el guante. Si la educación es una «comunicación de uno mismo», en esta comunicación siempre se ofrece una hipótesis de trabajo. «En el fondo, es lo que hace cualquier madre desde el principio». Con su presencia, también ofrece a sus hijos una tradición, «un conjunto de valores, de respuestas a las preguntas fundamentales de la vida, que nosotros transmitimos de generación en generación». Y que se «ofrece a la persona para que lo verifique».
Esta será la penúltima palabra decisiva en este diálogo: verificación. La última llegará como consecuencia de la anterior, porque ningún itinerario educativo puede dejar de pasar por ahí, por el hecho de que los jóvenes «decidan por sus propias características qué cosas, de todas las que se les transmiten, les resultan útiles para vivir. Ahí entra en juego todo el riesgo de la libertad».
De esta manera, una escuela desarrolla su tarea cuando es capaz de una propuesta «que realmente pueda echar raíces en el corazón de los jóvenes porque les ofrece algo que ilumina su vida y que enciende su deseo». Ahí, señala el responsable de CL, «nos la jugamos todos: padres, educadores, adultos… Porque si no llegamos a esto, será un problema para una sociedad que no logra transmitir las razones de su propia existencia». En una sociedad como la nuestra, «un pacto educativo es fundamental para la convivencia; sin él, ya no podremos caminar juntos». Si lo conseguimos, concluye, «lo veremos haciendo el camino». Un camino que podemos hacer juntos, encontrando compañeros inesperados.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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