Va al contenido

Huellas N., Febrero 1984

FUENTES

Mi nombre es: "cristiana"

Eusebio de Cesarea

En el año 193 de la era cristiana comienza en el Imperio Romano el reinado de Septimio Severo. Él inaugura una nueva época en la situación de La Iglesia y del Imperio. Hasta su reinado, en virtud de una Ley especial, el Cristianismo era religión ilícita y sus seguidores estaban fuera de La Ley. Sin embargo, según la paradójica jurisprudencia sentada por el rescripto de Trajano, no se los debía buscar; sólo se les castigaba en el caso de ser delatados y perseverar en la confesión de la fe cristiana. Es decir, el cristianismo era un crimen; pero un crimen sui generis, ante el que la autoridad podía hacer la vista gorda, mientras alguien no se tomara la molestia de delatar a los presuntos criminales.
Septimio severo, ante la invasión lenta y segura que estaba haciendo el cristianismo en el Imperio, implantó una nueva Legislación (202 d. c.) que varios de sus sucesores reiteraron: "No es lícito hacerse cristiano". Ello suponía un cambio radical, para los cristianos: si hasta estos momentos, ser cristiano "sólo" era considerado un crimen, al que no se perseguía por dedicación, a partir de ahora los cristianos serian perseguidos de oficio por la autoridad misma; es decir, el poder político tomaba la iniciativa de las persecuciones.
Tal parece ser el estado de cosas, tal la situación legal, en que se desenvuelve uno de los más impresionantes dramas de toda la historia de las persecuciones: el martirio de las santas Perpetua y Felicidad y sus compañeros, en África, patria del emperador reinante. Las actas de este martirio, de autenticidad no discutida, son uno de los monumentos más admirables y más puros que nos haya legado la antigüedad cristiana. Por su extensión, el artículo solo presenta una síntesis de sus contenidos.


Fueron detenidos los ado­lescentes catecúmenos Perocato y Feli­cidad; Saturnino y Secúndulo, y entre ellos Perpetua, de noble nacimiento, que tenía padre y madre y dos herma­nos, uno de éstos, catecúmeno como ella, y un niño pequeñito que criaba a sus pechos. Ella contaba 22 años. Ella misma narró punto por punto el orden de su martirio, de la siguiente forma: "Cuando todavía -dice- nos hallábamos entre nuestros perse­guidores, como mi padre deseara ar­dientemente hacerme apostatar con sus palabras y, llevado de su cariño, no cejaba en su empeño de derribarme: - Padre -le dije- ¿ves, por ejemplo, ese utensilio que está ahí en el suelo?
- Lo veo -me respondió-.
- ¿Acaso puede dársele otro nombre que el que tiene?
- No -me respondió-.
- Pues tampoco yo puedo llamarme con nombre distinto del que soy: Cris­tiana.
Entonces mi padre, irritado por esta palabra, se abalanzó sobre mí con ademán de arrancarme los ojos, pero se contentó con mal tratarme. Y se marchó, vencido él y los argumen­tos del diablo. Luego, por unos pocos días, di gracias al Señor.
Al cabo de unos días, estan­do todos en oración, súbitamente, en medio de ella, se me escapó la voz y nombré a Dinócrates (hermano carnal, de siete años de edad, muerto triste­mente de cáncer en la cara, enfermedad que infundía terror a todo el mundo). Sentí pena al recordar cómo había muerto. Y me di inmediatamente cuenta de que yo era digna y que tenía obligación de rogar por él. Y empecé a hacer mucha oración por él y a gemir ante el Señor.
El día que permanecimos en el cepo, tuve una visión en la que veía a Dinócrates limpio de cuerpo, bien vestido y refrigerado, y donde tuvo la herida vi sólo una cicatriz. Me desperté y entendí que mi hermano había pasado la pena. Se había Salvado".
En cuanto a Felicidad, tam­bién a ella le fue otorgada la gracia del Señor, del modo que vamos a de­cir:
Como se hallaba en el octa­vo mes de embarazo, estando inminente el día del espectáculo, se hallaba sumida en una gran tristeza, temien­do se había de diferir su suplicio por razón de su preñez ( pues la ley veda ejecutar a las mujeres preña­das), y tuviera que verter luego su sangre, santa e inocente entre los demás criminales, Lo mismo que ella, sus compañeros de martirio estaban profundamente afligidos de pensar que habían de dejar atrás a tan exce­lente compañera. Juntando, pues, en uno los gemidos de todos, hicieron oración al Señor tres días antes del espectáculo. Terminada la oración, so­brecogieron inmediatamente a Felici­dad los dolores de parto. Y como ella sintiera el dolor, díjole uno
- Tu que así te quejas ahora, ¿qué harás cuando seas arrojada a las fieras, que despreciaste cuando no quisiste sacrificar?
Y ella respondió:
- Ahora soy yo la que padezco lo que padezco; más allá habrá otro en mí, que padecerá por mí, pues tam­bién yo he de padecer por Él.
Y así dio a luz una niña que una de las hermanas crio como hija.
Brilló, por fin, el día de su victoria y salieron de la cárcel al anfiteatro, como si fueran al cie­lo, radiantes de alegría y hermosos de rostro, si conmovidos, acaso, no por el temor, sino por el gozo.
La primera en ser lanzada en alto fue Perpetua y cayó de espal­das. Se levantó, y como viera a Feli­cidad tendida en el suelo, se acercó, le dio la mano y la levantó. Ambas juntas se mantuvieron de pie y, doble­gada la crueldad del pueblo, fueron, llevadas a la puerta llamada Sanavi­varia. Allí Perpetua fue recibida por un tal Rústico, que por entonces era catecúmeno, y que la acompañaba. Ella, como si despertara de un sueño (tan fuera de sí había estado su espíritu) , comenzó a mirar alrededor suyo y, asombrando a todos, dijo:
"¿Cuándo nos arrojarán esa vaca, no sé cuál?"
Como le dijeran que ya se la habían arrojado, no quiso creerlo hasta que comprobó en su cuerpo y en su vestido las marcas de la embesti­da. Después, haciendo venir a su her­mano, también catecúmeno, dijo:
"Permaneced firmes en la fe, amaos los unos a los otros y no os escandalicéis de nuestros pade­cimientos".
Del mismo modo Saturo, jun­to a la otra puerta, exhortaba al soldado Pudente, diciéndole:
"En resumen, como presentía y predije, hasta ahora no he sentido ninguna de las bestias. Ahora créeme de todo corazón: cuando salga de nue­vo, seré abatido por una única dente­llada de leopardo".
Cuando el espectáculo se acercaba a su fin fue arrojado a un leopardo y de una dentellada quedó tan cubierto de sangre, que el pue­blo, cuando el leopardo intentaba mor­derle de nuevo, como dando testimo­nio de aquel segundo bautismo, grita­ba:
"Salvo, el que está lavado; salvo, el que está lavado".
Y ciertamente estaba lavado por haber sido lavado de esta forma.
Entonces Saturo dijo al sol­dado prudente:
"Adiós, y acuérdate de la fe y de mí; que estos padecimientos no te turben, sino que te confirmen".
Luego le pidió un anillo que llevaba al dedo y, empapándolo en su sangre, se lo entregó como si fuera su herencia, dejándoselo como prenda y recuerdo de su sangre. Des­pués, exánime, cayó en tierra, donde se encontraban todos los demás que iban a ser degollados en el lugar acostumbrado.
Pero el pueblo exigió que fueran llevados al centro del anfitea­tro para ayudar, con sus ojos homici­das a la espada que iba a atravesar sus cuerpos. Ellos se levantaron y se colocaron allí donde el pueblo que­ría, y se besaron unos a otros para sellar el martirio con el rito solem­ne de la paz.
Todos, inmóviles y en silen­cio, recibieron el golpe de la espa­da; especialmente Saturo, que había subido el primero, pues ayudaba a Perpétua, fue el primero en entregar su espíritu.
Perpetua dio un salto al recibir el golpe de la espada entre los huesos, sin duda para que sufrie­ra algún dolor. Y ella misma trajo la mano titubeante del gladiador inex­perto hasta su misma garganta. Quizás una mujer de ese temple, que era temida por el mismo espíritu inmundo, no hubiera podido ser muerta de otra forma, si ella misma no lo hubiese querido.
Entretanto, pese a la anómala situación legal, pese a la sangre derramada, o más bien gracias, en buena parte, a esa misma sangre fecun­da de los mártires, semilla de Cris­tianos, la nueva fe, la nueva doctri­na, la nueva vida, se fue propagando por todo el Imperio Romano.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página