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Huellas N., Febrero 1984

LA FUERZA DE LA VERDAD

La fuerza de la verdad

Nuestra primera colaboración en este número es especialmente va­liosa. El testimonio de una experiencia profunda de sufrimiento­: el sufrimiento de nuestros hermanos cristianos checoslovacos. Un lenguaje al que no estamos acostumbrados en occidente; sencillo, elemental, lleno de frescura y de poesía, y sin embargo repleto de una fuerza y una fe que traen a la memoria la libertad y el coraje de la vida de los primeros cristianos. Una carta que solo penetra después de haberlo leído, con el corazón abierto, dos, tres veces y que nos unirá a ese pueblo que sufre el recrudecimiento periódico de las campañas estatales anticristianas.

Hermanos y hermanas en Cris­to, alabemos y glorifiquemos al Señor que nos ha dado la gracia de recono­cer en vosotros amadísimos los miem­bros del Cuerpo de Cristo, anticipo maravilloso de su cuerpo glorificado, señal de la plenitud y de la unidad perfecta que es posible sólo a través de Cristo.
Junto a vosotros nos incli­namos ante Él y le damos las gracias porque ha hecho posible que nuestros caminos se cruzasen, que nosotros re­conociésemos en vosotros, los herma­nos más próximos y queridos. Le damos las gracias por este momento que pode­mos compartir, aunque estemos física­mente lejanos, y por la posibilidad de transmitiros nuestra experiencia y de compartir con vosotros todo lo que durante estos días hemos meditado en la oración y en el silencio.
Vosotros sabéis que vivimos en un país en el que vivir realmente el Cristianismo, de forma plena, sig­nifica aceptar el riesgo de estar preparados incluso al martirio, si ello fuera la voluntad de nuestro Señor.
Hace algunos días hemos si­do testigos del ataque del que ha sido objeto un grupo de jóvenes cris­tianos por parte de la policía. Ha sido precisamente esta experiencia la que ha puesto a prueba el valor y la temeridad de estos jóvenes, la fuerza de su fe y la decisión de sufrir por ella. Una de las personas que ha sido interrogada nos ha dicho: "Mien­tras me hallaba frente a mi in­quiridor ha penetrado en mí una fuer­za extraordinaria. Estaba completamen­te tranquilo y he recordado las pala­bras del Evangelio -Os llevarán ante los jueces y a los reyes por mi cau­sa. No preocuparos de lo que tendréis que decir. Se os dirá en ese momen­to-. Sentía que Dios estaba conmigo; sabía contestar con sabiduría y mi corazón estaba repleto de sentimien­tos de paz, perdón y compasión hacia aquellos que viven sin Dios".
Cuando ha ocurrido este he­cho ellos estaban meditando sobre qué significa "ser la luz del mundo". Pues bien, Dios les ha dado la posibi­lidad de resplandecer en ese momento decisivo. Ellos no sentían ni miedo ni rabia hacia aquellos que les perse­guían. Por medio de su Espíritu, Dios ha puesto en el hombre posibilidades increíbles, dones que no sabemos apro­vechar plenamente.
Vivimos en un mundo que nos aleja de Dios; que nos oscurece la mente, como dice San Lucas, y las preocupaciones, terrenales, que tan a menudo nos absorben, son como el oro falso que llena las horas de nuestro tiempo.
Pero Dios no ha creado al hombre para las cosas, para que fuera esclavo de ellas, ni para servir o venerar el trabajo, ni para ser escla­vo clel dinero y vivir en una carrera continua y con la preocupación del pan cotidiano. Por el contrario, lo ha creado como un ser libre y magní­fico. Ha puesto en él Su Espíritu, lo ha llenado con su fuerza creadora y le ha asignado capacidades inimagi­nables. Ha puesto en el hombre el reino de Dios para que nosotros lo descubriéramos y lo conquistásemos. Ha puesto en nosotros Su imagen: para volverla a descubrir y encontrar. Tenemos que librarnos de las cargas y de las cadenas con que nuestro mundo nos ata y mortifica nuestro espíritu.
Vivir en Cristo significa liberarse y abrirse a Su luz que se refleja sobre nosotros como en un espejo. Necesitamos esta luz, situar­nos frente a ella, vivir cada día Su presencia en nosotros.

EL CAOS Y EL SILENCIO
Esto no es posible para el hombre que vive en el caos y en el ruido del mundo y cuya alma se halla penetrada por esta inquietud. Dios puede resplandecer sólo allí donde hay silencio, donde es esperado. En este lugar entra y extiende Su paz. Tenemos que ser como hijos de este mundo que no son de este mundo. En medio del ruido y del caos tenemos que vivir en silencio, en el silencio elocuente del corazón, vivir como Él en el distanciamiento absoluto de las cosas de este mundo. Él sabe bien qué es lo que necesitamos y el resto nos lo dará de más.
Este es el secreto para dar más, para hacer que salgan a la luz todos los dones y las maravillosas capacidades que se hallan ocultas en nosotros para que ya no vivamos noso­tros sino que Cristo viva en noso­tros. Este es el secreto de la casita de Nazareth, la familia que es modelo para toda comunidad humana hasta el final de los tiempos. De otra forma, ¿cómo podríamos ser amables, acogedo­res, olvidarnos de nosotros mismos, perdonar, buscar siempre la paz? ¿có­mo podríamos convertirnos en la luz del mundo? Es Cristo quien resplande­ce en nosotros, quien perdona en noso­tros, quien ama en nosotros, quien bendice en nosotros. Tenemos que si­tuarnos ante Él hasta darle el máximo de nosotros mismos. Entre la infideli­dad y el caos del mundo que padece guerras, desesperación, preocupacio­nes, la llamada hecha a nosotros para que seamos la luz del mundo se hace siempre más radical y se convierte en una exigencia inevitable, ¿Quién si
no puede cargar con esta responsabi­lidad para todo el mundo? Dios dijo a Isaías: "No es suficiente con que tú seas mi siervo. Deseo que tú seas la luz para las naciones y la salva­ción para mi pueblo". ¿Es que esta llamada no es ya válida para noso­tros, cristianos de este siglo? ¿cómo podemos ser la luz si Dios no está con nosotros, o la salvación si no amamos al hermano, si no somos capa­ces de sufrir por la salvación de los demás y llevar la cruz por aque­llos que sufren, si no estamos dis­puestos a compartir nuestros bienes terrenales, nuestras alegrías y rique­zas espirituales con los pobres, si no somos capaces de sufrir por Su nombre?

NUESTRA LUCHA
Todo esto requiere una lu­cha. Pero nuestra lucha, nuestro es­fuerzo, el deseo y el amor de nuestro corazón, permiten a Cristo el marcar su imagen en nosotros hasta el punto de que nuestro ser se empapa y se recorta en ese rayo de luz magnífica que da alegría, exalta el alma y nos hace puros, más sensibles a los sufri­mientos y a los dolores de los herma­nos. De esta manera nosotros mismos llevamos a Cristo, Su luz a todas partes. No se puede resistir a esta luz, ésta penetra en cada esquina oscura y poco a poco lo ilumina todo.
Como luz lo acepta también quien no lo reconoce porque todo ser humano, consciente o inconscientemen­te, desea conocerlo. Dios tiene mise­ricordia de todos y penetra a todos con su luz. Atraerá hacia sí a todos. Pero para nosotros él se hace pequeño y desconocido. Se disgrega en miles de pequeñas luces y, a través de noso­tros, quiere iluminar al hombre para purificarlo, santificarlo y convertir­lo en Su hijo con el que compartirá todo lo que es magnífico, grande y divino. Este es el misterio de Su presencia dentro de nosotros y en el mundo. No son nuestras palabras las que crean la atmósfera de la armonía y de la belleza, sino lo que sale de nosotros, esta luz misteriosa.

Vuestros hermanos de Checoslovaquia

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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