El día 1 de Noviembre del presente año, en una sala del Hotel Internacional de Ginebra se sentaban a la mesa, por primera vez juntos en muchos años, los jefes de las distintas comunidades étnicas y religiosas que componen ese mosaico pequeño en el espacio, pero dramáticamente intenso por su contrastes, que se llama Líbano.
Presidía la reunión el actual presidente de la República, Amín Gemayel, un hombre menudo, de aspecto endeble y gestos vivaces, heredero como el resto de los que se sentaban a la mesa, de una de las grandes familias que han detentado por siglos el poder y la representación de una de las comunidades actualmente en discordia. Su propio papel de presidente estaba discutido; su acceso al puesto, apenas hace un año, estuvo rodeado de trágicas circunstancias nacionales y personales: la invasión de las tropas hebreas, y el asesinato brutal de su hermano Pierre, tras unas elecciones confusas y rechazadas por la fracción musulmana del país, que le habían llevado a la Presidencia.
Este hombre, que en su drama personal e institucional sintetiza el de todo el pueblo al que quiere representar, clamaba al inicio de la conferencia por la unidad nacional y por la reconciliación.
Desde 1944, Líbano vivía del equilibrio precario pero suficiente, que le proveía la Constitución o Pacto Nacional, suscrito por los maronitas, ortodoxos, musulmanes chiitas y musulmanes sonnitas. El pacto consagraba la representación proporcional de las comunidades religiosas de acuerdo con el censo de 1934, y asignaba la presidencia de la República a un cristiano maronita, el puesto de primer ministro a un musulmán sunnita, y la presidencia de la Asamblea unicameral, a un musulmán chiita.
La historia precedente no había sido fácil: la porción cristiana llevaba a sus espaldas la experiencia de la persecución desde tiempo inmemorial, y se mantenía siempre expectante al abrigo de las montañas, ante cualquier nuevo embate. La porción musulmana no aceptaba con facilidad ese islote cristiano en medio de un Islám pujante, y menos aún, la situación de privilegio económico y social de los cristianos. No había pues conciencia nacional, ni un proyecto de convivencia con objetivos comunes; tan sólo había que conseguir un equilibrio precario para que todos pudiesen seguir apegados a la tierra heredada desde siglos aunque el vecino no fuese comprendido ni amado.
Y sin embargo, por un tiempo el acuerdo funcionó. La economía creció, y todos se asombraban de ese reparto de poder y de esa paz en medio del volcán.
El éxodo palestino a principio de los setenta, la indefinición de los gobiernos ante el conflicto árabe-israelí, la evolución demográfica hacia una preponderancia musulmana, la insatisfacción económica-social de esta parte de la población y el comienzo de racías, altercados, venganzas personales y familiares entre las diversas comunidades han dado al traste con aquel espejismo de paz y armonia.
La entrada de Siria primero, y de Israel más tarde, han convertido el ya de por sí complicado problema, en centro de los intereses de las potencias extranjeras en conflicto. De hecho, la postura de las diversas comunidades étnicas y religiosas, se define hoy por su orientación respecto a palestinos, sirios e israelíes.
El compromiso había saltado por los aires, dejando clara la realidad de discordia y recelo mutuo que subyacía desde siempre.
Pero volvamos al principio: Gemayel ha conseguido algo que parecía increíble, al sentar a la mesa a todos esos hombres, pero ante lo abrumador del problema, surge la pregunta: ¿no será éste, un espejismo más?¿Podrían estos hombres, y los pueblos que se agrupan tras ellos, olvidar la sangre ingente que ha corrido, y que les llega a salpicar tan de cerca en la persona de sus hermanos como en el caso de Gemayel, o de sus padres como en el del líder druso Jumblatt?¿Podrán empezar a confiar, esta vez de verdad, unos en los otros? ¿Podrán los que fueron más beneficiados por aquel acuerdo antiguo, ceder parte de su poder, y los que reciban éste, no caerán en la tentación de volverlo contra aquéllos? ¿Serían capaces unos y otros de zafarse de los intereses exteriores, para construir una patria soberana, libre y unida? Y así tantas y tantas preguntas.
No faltan quienes acarician la idea de la secesión ante tanto problema y éste será el futuro si la conferencia fracasa: Líbano desaparecerá, y se escindirá en dos estados, uno en la órbita de Siria, y otro, en la de Israel. Pero los hombres sentados a la mesa en Ginebra saben el precio que por tal descoyuntamiento habrán de pagar en sangre, lágrimas y destrucción.
Por eso se empeñan en mantener la esperanza; tiene que haber esperanza, tiene que existir la posibilidad de vivir juntos confiadamente, tiene que haber lugar para el perdón aunque el horror haya llegado hasta el extremo.
La conferencia alcanzó acuerdo de principio para definir la identidad nacional, y por tanto, abrió la vía para reformar el instrumento legal que establece el reparto de poder. Sin embargo, la ocupación del territorio por los sirios, los israelíes y las milicias palestinas deja en un suspenso angustioso la posibilidad de un acuerdo final.
La conferencia se ha suspendido temporalmente, pero todos los miembros estuvieron de acuerdo en otorgar a Amín Gemayel el mandato de negociar la salida de las tropas israelíes de suelo libanés, para luego volver a reunirse. ¿Significa algo este refrendo, o es tan sólo una ilusión más?
Pase lo que pase, a nadie se le oculta que la solución definitiva no se conseguirá con instrumentos legales, sino después de una tarea larga y paciente en el seno de las poblaciones libanesas, cuando en aquella tierra hoy martirizada, drusos, musulmanes y cristianos aprendan a vivir juntos en el conocimiento y el aprecio mutuos, y construyan en común un proyecto nacional que les abra un futuro donde la clave no esté en equilibrio entre feudos personales, sino en la voluntad decidida de todo un pueblo que quiere la paz.
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