Desde el Seminario de Roma a los confines del mundo. En estas páginas los misioneros de la Fraternidad San Carlos hablan de sus vidas, encuentros, dificultades. Historias de una amistad hasta el extremo
Muchas veces, mientras hablo de la Fraternidad San Carlos, me viene a la cabeza el título del famoso libro de Gilbert Cesbron sobre los curas obreros, Los santos van al infierno. No es porque los sacerdotes de la Fraternidad San Carlos quieran tener como referencia esa experiencia, sino porque queremos vivir hasta el extremo. «Cristo nos amó hasta el extremo», todo lo que es humano nos interesa y nos sentimos mandados hacia cada uno de los hombres. Esto es lo que he visto en don Giussani, lo que he aprendido de él, lo que él me ha transmitido. Para mí, don Giussani era una persona que se buscaba a sí mismo en cada hombre, curioso ante la humanidad de todos y, a la vez, un hombre que mendigaba a Cristo en todo lo que hacía. De esta manera se convirtió en testimonio. Así que quiero dar a conocer nuestra Fraternidad mediante un pequeño-gran acontecimiento.
Me ha llegado estos días una carta de Giampiero Caruso, un sacerdote que vive en Novosibirsk, la capital de la inmensa Siberia. Entre otras tareas, Giampiero visita habitualmente tres cárceles. Una a noventa kilómetros de la capital, en una pequeña ciudad llamada Tagucín. Le cedo a él la palabra.
Ya dentro de la cárcel, camino varios metros, en silencio, escoltado por un policía. Paso un gran patio, rodeado por una altísima red de alambre espinoso y metal. Me encuentro con unos presos paseando, otros quitando la nieve con palas y otros jugando al fútbol en un pequeño campo. Cosas que, hasta ahora, he visto sólo en las películas. El policía, durante el recorrido, me susurra que la cárcel tiene más de 2.200 personas. En un local me reúno con 15. Me están esperando. Al principio tengo miedo porque no sé bien cómo reaccionarán los presos ante mi presencia. Pero, después, pienso que no estoy solo; pienso en los sacerdotes de la Fraternidad que viven conmigo; pienso en la frase del Evangelio en la que Jesús dice: «Id hasta los confines del mundo… Yo estaré con vosotros». Ya no tengo miedo. Empiezo a mirarlos, uno por uno. Es como si viera la misma humanidad que hay en mí: herida, necesitada, mendicante. Después, comienzo con algunas preguntas: «¿Cómo os llamáis? ¿Cuántos años lleváis aquí? ¿Cuántos os quedan aún por cumplir?». Las penas son muy altas porque la prisión de Tagucín es de máxima seguridad. El primero que responde es un hombre que habla con dificultad y le cuesta mantener la cabeza levantada; entre todos es el que más me sorprende por la profunda tristeza que revelan sus ojos azules y el gesto cabizbajo. Estoy ante posibles asesinos, violadores, ladrones, pero mi mirada espera reconocer el origen de esa tristeza, de ese dolor, de la profunda melancolía que revelan sus rostros. Igual que yo, esos hombres desean la libertad, la felicidad. Ellos, como yo, no pueden dársela a sí mismos. La esperan. Hablamos tres horas de libertad, de fe, de esperanza, de Cristo… Me sentía indefenso frente a ellos. Indefenso porque no podía decir frases hechas, sino que tenía que hablar de mí mismo y de mi relación personal con Cristo como fuente de la libertad, de lo que yo vivo, de la fe con la que yo vivo, de la esperanza con la que yo vivo. Les dije que el hombre no se agota en sus propios límites, en los propios pecados, que no son la última palabra sobre nuestra vida. Nosotros somos objeto de perdón y de misericordia. Éste es el origen de nuestra libertad, de nuestra esperanza. Me doy cuenta de que he podido balbucear estas cosas sólo porque Dios se ha humillado bajando hasta mí. Intuyo que, si no llego todos los días a experimentar este amor personal y totalmente gratuito, me quedo bloqueado por mis limitaciones. El mismo hombre al que le costaba tener levantada la cabeza, se sobresalta cuando me oye decir que la fe es el punto culminante de la razón. Y empieza a rebatir, a hacerme preguntas. Algunas con un tono polémico, escéptico. El argumento es interesante, el tiempo es escaso: llega pronto la hora de irme. Antes de que el policía venga a buscarme los saludo uno por uno. Me acerco también a él. Apoyándole una mano en el hombro le digo que levante la cabeza. Se tranquiliza, yo le doy la mano y él, tirando de mí, me abraza. Después me dice: «Vuelva pronto, le espero». En estas palabras –«Vuelva pronto, le espero»– está todo el sentido de la Fraternidad San Carlos.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón