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Huellas N., Marzo 1982

EDITORIAL

Ceniza y miserere

Se cuenta de San Francisco que, en cierta ocasión, tuvo que predicar sobre Cuaresma en un convento de monjas. Cuando se vio frente al auditorio, el que fue predicador de avecillas no encontraba palabras para las religiosas; y, por no dejarlas en ayunas de cuaresmar, echó mano de eso que todos sabemos y que tan poco practica­mos: que un gesto vale por mil palabras. Tornó ceniza en sus manos y la derramó sobre su cabeza: después profundamente recogido, recitó pausadamente el miserere.

Su gesto huele a verdad. Lo apercibimos bien cuando, con espíritu evangélico -y en este caso franciscano - acoge­mos la ceniza el miércoles con que se inicia la Cuares­ma. Por un momento, la liturgia hace que el signo se identifique con lo significado; somos, ciertamente, a­quello que se nos pone en la cabeza: ceniza, polvo; nuestros días son así de caducos, así de grises. Ocurre que para entender este signo hay que acoger, no solo recibir, la ceniza. El que acoge abre la puerta al visitante, sonríe ante su rostro, le hospeda amablemente. Y, así, es capaz de aprender lo que significa ser visitado. La visita de la ceniza resulta impertinente. Lo damos a entender tan sólo en un detalle: apenas puesta en nues­tra frente y aun antes de que el sacerdote haya terminado de decir... "al polvo volverás", nos repeinamos rápidamente y la quitamos de encima sin dejar que la herma­na ceniza nos hable de la hermana muerte. Huraña acogida para tan incómoda visitante ¡Qué necios somos! Perdemos la posibilidad de sostener en nuestra cabeza la verdad más poderosa sobre nosotros mismos que habla sin hala­go y vanidad. Lo más que pensamos es si a Fulano le han puesto más que a mi o le han ensuciado las narices.
Con el miserere ocurre lo mismo. No resulta fácil acoger la descarada verdad que dice sobre el hombre. Por ese se reza deprisa, frívolamente. Probemos a rezarlo despacio y de rodillas y experimentaremos que su enseñanza es tan elocuente como el magisterio de la ceniza. Para rezarlo bien es preciso pedir a Dios, como hace el penitente David, "ser instruidos por su sabiduría", rociados con su pureza, renovados con un espíritu recto. ¿Cómo, si no, va a confesar el hombre que fue concebido en pecado, que pecó contra Dios, que no está libre de sangre?" Que agorero el salmista", piensan algunos. Se olvidan éstos que solo cuando el hombre es capaz de decirse tan crudos a­sertos es plenamente hombre, reconocedor de su ceniza. Y solo entonces "saltarán de gozo sus huesos" y su carne recobrará el "gozo de la salvación".
Quizá entonces surja de su corazón, espontáneamente, algún gesto noble de conversión, como el de Francisco de Asís, enmudecido por el temor de decir, en ocasión tan seria, un par de tonterías. Quizá entonces, el mundo, tan harto de sermones, empiece a gozar de la verdad, de un puntapié a los carnavales y llore de alegría por haber descubierto la limpia lección de la Cuaresma.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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