"!Sálvese quien pueda!" Ese parece el slogan sobre el que se construye - o se destruye - nuestro mundo. En un lenguaje menos romántico, eso significa "primero yo, y después de mi, el diluvio". Mientras las propagandas políticas - de izquierdas o de derechas - sentían que en el alma de los pueblos de occidente ardía aún un rescoldo de lenguaje y de sentimientos cristianos, no han dudado ni un momento en utilizar el lenguaje sagrado para conseguir sus propósitos. Las palabras más bellas del lenguaje humano "solidaridad, renuncia, amor, generosidad" han sido así abusadas, violadas, explotadas una y mil veces a los ojos de todos, para burla de los pobres y provecho de los cínicos. Pero esa táctica ha durado lo que ha durado el rescoldo o, mejor dicho, su rentabilidad.
Hoy ningún político serio se atrevería a usar ese lenguaje. No porque le fuera a dar vergüenza - la vergüenza es un sentimiento humano, y la mayoría de los políticos carece de glándulas capaces de segregar semejante cosa - , sino porque no sería rentable.
Puesto que al hombre no le interesa más que el garbanzo, prometámosle garbanzos, iBueno¡ iY si al menos los políticos se pusieran a plantarlos, o a producirlos¡ Pero no, no hay cuidado. Les preocupa mucho más conseguir que el vecino no los produzca, o los produzca envenenados. ¿Resultado final? Todos los garbanzos que se venden en el mercado están envenenados y el pueblo lleva comiendo esos garbanzos por qué se yo cuantas generaciones.
Sí, amigo mío, la epidemia más grave de nuestro país no es la del aceite de colza. Esa no es más que una baza - lo suficientemente desgraciada como para que haya salido a la luz pública - de un juego que dura muchos, muchos años, y que tiene a la nación en estado de indigestión permanente, y sin poder vomitar en público, porque es de mal tono. Antes no se podía vomitar, porque el Franquismo había -
salvado a la nación de las horribles garras del terror rojo. Ahora no se puede vomitar porque no hay que atentar contra la débil y frágil planta de invernadero que es el guiñol de democracia que tenemos. Total, que o te inmunizas o revientas. ¿Os imagináis, por un asomo, la clase de perfume que cubrirá el país el día del reventón universal?
La enfermedad de nuestro país es el egoísmo. El egoísmo, el interés y el provecho constituidos en principio básico y único de convivencia social. Pobres y ricos, derechas e izquierdas, ateos y creyentes, políticos y zapateros, todos parecemos decididos a sacar del pastel la mayor tajada posible, antes de que se acabe. Nuestro país no tiene élites, ni dirigentes. No tiene nobleza. Una élite es un grupo humano que se distingue por su cualidad humana, por sus quilates de humanidad, por su autenticidad humana, Semejante cosa no existe, al menos no entre los que ostentan el puesto que corresponde a la élite. Ese puesto, en una, sociedad humana en expansión -como lo puede ser en estos momentos - la polaca, o muchas sociedades africanas - , es decir, el puesto de la renuncia a sí misma, del trabajo desinteresado, de la creación, lo ocupa en nuestra sociedad la posición del dinero, el oportunismo y el egoísmo más cínico y descarado. Y en ese saco entran lo mismo las derechas y las izquierdas, porque si las derechas han sido tradicionalmente egoístas y miopes, las izquierdas no aspiran entre nosotros más que a ocupar los privilegios y las prebendas que, también tradicionalmente, les han correspondido a las derechas. Nada resulta más ridículo que ver a la izquierda española constituirse en la defensora y la abanderada de ideas tan profundamente burguesas como el divorcio. La izquierda no podía embarcarse en semejante maniobra si no contara con una atrofia profunda de los reflejos mentales de los votantes. ¡Ojalá hubiese en España una izquierda verdaderamente revolucionaria, una izquierda digna de ese nombre, capaz de retar la pereza y la pobreza cultural de unas clases dirigentes a las que el pensamiento - desde los tiempos del Marqués de Santillana por lo menos - les ha parecido siempre una cosa indigna de las gentes de bien! Con una izquierda así se podría hablar, se podría dialogar y discutir. La desgracia - una de ellas - es que esa izquierda no existe, ni si quiera en los panfletos. La mente de los electores está tan profundamente corrompida que la izquierda puede también, tranquilamente y sin que nadie rechiste, poner su puesto de garbanzos. Envenenados, por supuesto. ¿y los cristianos, mientras tanto? Patético, ¿te das cuenta? Es como si estuviéramos convencidos que la única forma de asegurar el cocido de mañana fuese el colocarse en alguno de los puestos de garbanzos existentes. A eso ha quedado reducida la "sal de la tierra...", y el "no os preocupéis de qué comeréis, o de qué vestíréis... " Digo yo, ¿con unos cristianos así se puede ir a alguna parte?
¡No es justísimo, después de todo, aquellos hombres de buena voluntad nos tiren tomates? ¡No tomates; piedras! Pero da igual: nuestro candor sin ll mites todavía nos llevará a dolernos ante Dios de la ceguera con que los hombres rechazan la salvación que nosotros les ofrecemos iQué miserables somos!
El excavar por ahí daría para muchas páginas, y no las tenemos. La finalidad de este artículo es sólo una: ¿quién, en medio de la garbanzada universal, quiere venirse a plantar olivos? Para nuestros nietos, por supuesto. Y mientras los olivos crecen, y dado que se trata de una situación de emergencia, ¿quién se atreve a poner en plena calle un puesto donde se ofrezca - y gratis - aceite de ricino?
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