Habíamos visitado varias veces Belén, pero un atractivo especial tenía llegarnos allí la Noche Santa, esa que, según la capilla española, no la debemos dormir. Entre los alumnos de l'Ecole Biblique era ya tradición, tras la Misa de Gallo, a pie camináramos a Belén. ¿No sería más bonito llegar allá no por la carretera sino por esas colinas que al sur del monte de los Olivos nos lleva a Belén? Podríamos así atravesar pueblecitos árabes - cristianos algunos de ellos -, ver olivos, cruzar el torrente Cedrón, bajar y subir por caminos inolvidables al borde del desierto. pero de noche, sin luz esto era imposible.
Después de la celebración de la Misa y una vez tomado un buen café y un trago de vino caliente, los 14 o 16 que formábamos el grupo salimos hacia Belén. No habíamos resistido la tentación de cantar villancicos en español cuando, horas antes, decidimos cerrar la Nochebuena a la española en la Casa de Santiago de Jerusalén. Ahora, caminando a través de una Jerusalén casi desierta - la fiesta era en Belén-.
Íbamos silenciosos: la puerta de Damasco, las murallas de la Ciudad Santa, iluminadas como siempre, quedaban a poco a poco atrás. Una vez cruzado el valle de la Gehenna, empezamos a cantar mientras nos encontrábamos con cristianos que iban y venían de la ciudad de David. El espontáneo "Merry Christmas" se agradecía.
La noche era fría cone se aire siempre presente en el corto invierno de Judea. A lo lejos divisamos la carretera iluminada al estilo navideño occidental. Coches oficiales o privados regresaban de la Misa de Gallo; grupos, no demasiado numerosos, caminaban a nuestro lado. La carretera hace una corta pendiente que llega hasta Mar Elías, monasterio griego desde donde puede verse un ancho valle y, tras él, Belén. Eran las 2,30 de la madrugada. El viento arreció pero apenas se notaba. Era Navidad y el misterio estaba en el aire. Recuerdo que hablaba en un mal francés con un sacerdote australiano, mientras nos acercábamos San Mateo 2, 16-18 y torcimos a la izquierda, quedando el camino de Hebrón a la derecha.
Belén, que significa "casa del pan", está toda ella situada en una colina, las casas están colocadas en la pendiente. La carretera sigue los entrantes y salientes de la colina hasta llegar a la gran plaza donde está la basílica con la gruta debajo. No parece presagiar la gran basílica de Justiniano, restauración de la que en el año 325 erigiera Santa Elena, la miserable puerta de acceso, pequeña hasta tener que agacharse para entrar. Pero ya sabíamos que las distintas invasiones que sufrieron estas tierras hicieron optar por el pequeño agujero de entrada actual. Lo bueno está, como casi siempre, dentro. Los persas del siglo VII respetaron la Iglesia sorprendidos por la representación en el frontón de la basílica de los Magos, sus antepasados.
Pero no nos interesaba esa noche mucho el arte. Queríamos, sobre todo, bajar a la Cueva que ocupaba hoy el presbiterio de la basílica. Cuevas como ésta hay muchas en Belén, habitadas entonces, como algunas ahora, por gentes del lugar. Abajo se reza esa noche como en pocos lugares y ocasiones. Poder arrodillarse ante la estrella de plata donde sólo dice "Aquí nació Jesús de María Virgen" puede parecer una sensiblería pero para nosotros, en aquella noche no lo fue. Fue una contemplación ignaciana sin necesidad de "contemplar viendo el lugar", pues el lugar estaba allí. Es cierto que los evangelistas no hablan de una gruta, pero muchas familias pobres de Belén han utilizado las numerosas cuevas de la región como establos o como casas. La tradición cristiana que, desde el siglo II, sitúa el nacimiento de Jesús en una gruta es ciertamente verosímil.
Celebremos la Eucaristía no en la Gruta - era desgraciadamente - imposible, pero muy cerca, en otras grutas adyacentes donde vivió aquel gran santo exégeta San Jerónimo que, al amor de la luz de Belén y trabajando mucho, tanto penetró en las Escrituras Santas. Junto a su tumba pedimos por los que tienen esa manía de interesarse por el estudio de la Biblia. Pero, ¡teníamos tan presente a tanta gente! Algo de tiempo tuvimos que pedir, una vez acabada la Misa, por tantas personas junto al pesebre, sentados sencillamente sobre nuestras rodillas, como si formáramos parte de aquellos que junto a María contemplaron al Niño Dios.
Cuando hacia las seis vimos al monje griego felicitar las Pascuas al franciscano que limpiaba la Cueva, nos dimos cuenta de que teníamos sueño y algo de frío. Salimos despacio, después de besar el lugar del Nacimiento.
Hubiera sido bueno bajar al Campo de los Pastores o visitar la iglesita de Ntra. Sra. de la Buena Leche, pero no se puede hacer todo a la vez y a Belén hay que volver siempre. En un autocar - por llamarlo de algún modo - regresamos a Jerusalén mezclados con los árabes musulmanes que iban a su trabajo. El primer sol, muy tenue aún, se reflejaba en las casitas de las colinas. Era un signo de la luz de Belén amanecida una vez más en nosotros.
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