La propaganda política del siglo XIX nos ha acostumbrado a concebir al «adversario» como el totalmente distinto de nosotros, el totalmente «opuesto» a nosotros: por convención, es el «anti»-algo (antifascista, anti-comunista, anti-democrático, anti-católico, etc.). Un historiador alemán, Eibl-Eibesfeldt, ha descrito cuidadosamente, en importantes obras suyas, esta tendencia que conduce a la demonización de quien no está de tu parte, y que se convierte, según los casos, en emblema de la violencia, de la injusticia, de la ignorancia, de la bestialidad, en contraposición a quien es considerado pacífico, justo, sabio y humano (así quedaría atenuado el conflicto entre la conciencia moral y la atrocidad de las acciones que se llevan a cabo).
No siempre ha sido así. El ingenio más sutil de otras épocas comprendía que el verdadero enemigo no está fuera de nuestra puerta, sino que vive en casa con nosotros. En el Duomo de Orvieto, en el bellísimo fresco terminado por Luca Signorelli, el Anticristo, en el gesto de estar predicando y en la vestimenta, es igual a Cristo. El falso, el mentiroso, decía Agustín, es el «similar» que pretende ser original y no lo consigue nunca.
Intelectualmente, la «gnosis» es muy parecida a la «sabiduría» -aquélla, por ejemplo, de la que habla San Pablo cuando escribe que «el hombre espiritual juzga todo y no es juzgado por ninguno»- y, sin embargo, es su verdadero enemigo. Psicológicamente, lo que puede hacer daño a la tristeza, que es el sentimiento de una ausencia, pero en el que late, vibrante, una espera, es la melancolía malvada, aquel sedante abatimiento sin porqué que desemboca en la inercia. Es signo de inteligencia saber distinguir las cosas buenas de las malas; es índice de gran perspicacia saber entrever estas últimas entre las primeras.
Hay un fenómeno hoy día que, por las dimensiones que ha adquirido y por las expectativas que ha generado, merece ser tenido en cuenta. Cada vez más a menudo se oye decir, y se encuentra a gente firmemente convencida, al menos en apariencia, de que gran parte de nuestros problemas se resolverían con una mayor «organización». Se oyen estas cosas en las reuniones empresariales, en los hospitales, en los colegios, en la administración pública, y hasta en la vida familiar. Hace algunos años el término «organizarse» se usaba casi exclusivamente en el «ámbito» político; aparecía siempre que, en la retórica de los grupos y de los movimientos de contestación, se quería indicar el camino -la unidad de fuerzas, capacidades y energías- para alcanzar la meta, la construcción de la nueva sociedad. Este empuje ideológico-ideal se embarrancó en las arenas de las contradicciones creadas por estos mismos grupos. Ahora el término se usa para indicar el remedio a la «ineficacia».
Las cosas no funcionan, no «tiran», no dan fruto: entonces estudiamos mejor su organización. También en la Iglesia, a veces, hay quien piensa que las carencias misioneras, educativas, «doctrinales», hoy evidentes en la vida de las personas, encontrarían su justa solución en una mayor organización. Y así, por una parte y por otra, todos se empeñan en organizar el tiempo, el libre y el ocupado, las fábricas, los colegios, los juegos, los viajes, las oraciones, las lecturas, las conferencias, las parroquias, las relaciones, incluso las afectivas, los pensamientos, los deseos...
Con una gran esperanza: la de poder, al final, encontrar la unidad de aquello que se hace, de las cosas que se tienen y de las acciones que se llevan a cabo. Y derrotar así las disfunciones, el desorden, la extrañeza, la insensatez (que es la ausencia de nexo entre las cosas). Así terminarán las guerras, la violencia y los abusos.
¿Terminarán? ¿Podrá una «forma» externa cambiar la vida de los hombres, respetando su dignidad? ¿Estará la «funcionalidad» garantizada por la aplicación de las más sofisticadas técnicas organizativas? ¿Podrá resolverse la «tarea compleja» a la que toda organización quiere responder en la perfecta eficacia? Es difícil encontrar en la historia respuestas positivas a tales preguntas. Pero entonces, ¿por qué la «organización» atrae y fascina tanto? ¿Qué necesidad real evoca? O, por decirlo de otro modo, ¿de qué es «adversaria», de qué es el rostro «perverso»?
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón