Fábulas. A cincuenta años de la primera obra de Saint-Exupéry, la irracionalidad de un mundo que ya no sabe ver la realidad. Sólo un encuentro imprevisto perfora la apariencia de las cosas y hace ser amigos de lo real. Lo abstracto es lo concreto.
«No se ve bien más que con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos». Los hombres han olvidado esta verdad que es el eje sobre el que gira El principito, la obra más importante de Antoine de Saint-Exupéry, piloto de fortunas alternas.
La trama del libro es sencillísima, casi inexistente. El tema es introducido mediante la metáfora del sombrero. El protagonista -él también piloto-, de pequeño mostraba a todos los adultos a los que encontraba un dibujo, preguntando de qué se trataba. La respuesta siempre era la misma: ¡un sombrero! En realidad era una boa que digería un elefante. Una vez adulto, cuando le parecía tener delante gente de mente abierta, volvía a sacar el dibujo. Pero pasaba lo mismo. En ese momento, desconsolado, en vez de hablar de la realidad más profunda que no se agota en lo material, -«de una boa, de selvas primitivas y de estrellas»- se ponía a su nivel conversando sobre «bridge, golf y corbatas», y todos se quedaban satisfechos de haber conocido un hombre tan sensible.
Hasta que se encuentra con el pequeño príncipe que, imperturbable, mirando al dibujo, responde: «Es una boa que digiere un elefante». Desde aquel instante, la conversación entre los dos se encaminó a temas verdaderamente interesantes. El mundo ya no es capaz de ver, todo se reduce a materia, y por tanto está autocondenado a la irracionalidad, a la incapacidad de ver la realidad; quedan el bridge y las corbatas.
El mundo incapaz de ver lo esencial es irracional. No sólo piensa, sino que vive sin una razón, con la presunción de dominar el mundo de los poetas y los religiosos que todavía saben asombrarse frente a una puesta de sol o un campo de grano, como le pasa al pequeño príncipe.
El viaje del pequeño hombre por los planetas es el viaje por las profesiones. Entre todas ellas emerge una figura: el hombre que enciende y apaga los faroles sobre su pequeño mundo y que nunca tiene tiempo de descansar, porque debe obedecer a la consigna. Un hombre triste, resignado a su destino, cuyas razones no comprende, sin fuerza para cambiar las reglas porque no tiene fines, ni capacidad de iniciativa.
El pequeño príncipe sufre a causa de esta irracionalidad de los hombres. Desconsolado, el protagonista reemprende su viaje y llega al final a la Tierra donde, antes que a hombres, encuentra a una zorra. Esta comienza a desvelarle la respuesta a la irracionalidad del vivir: no un discurso, sino una amistad hacia el destino es la posibilidad de leer con corazón las cosas, de reconocer el significado de la realidad. De este modo, todo lo que para los demás es pálido y chato se colorea, porque es reflejo de la amistad. El grano recuerda los cabellos del príncipe, el tiempo que transcurre recuerda la hora del encuentro. De improviso, al príncipe niño le vuelve a la mente la rosa que ha dejado en su planeta; la ha olvidado porque, a su parecer, era demasiado exigente. Comprende, entonces, el error que ha cometido: abandonando la flor, ha abandonado una amistad que le obligaba a cambiar, como sucede con toda amistad verdadera.
El milagro de aquel encuentro se renueva en la relación con el aviador en dificultades, pero la nostalgia de la rosa crece porque toda amistad reenvía a otro, al todo, hasta hacer retomar cualquier aspecto olvidado de la propia existencia. ¿Cómo volver atrás? ¿A su planeta? ¿A su flor? ¿A su amigo? Hasta este punto el libro es una metáfora perfecta de la aventura humana: se intuye que el mundo es signo de otro y es perceptible a través de una relación. Está la exigencia de que el significado último se revele. Pero, ¿cómo es posible alcanzarlo? En ese momento, el principito se rinde y vuelve a su planeta, pero de un modo misterioso: mordido por una serpiente. Es algo análogo al deus ex machina de la tragedia griega. Se intuye
la necesidad de «perforar» la realidad, pero la única solución es un escamoteo irracional. Falta, arrancado del panorama del hombre moderno hace siglos, el anuncio de un hecho, de una presencia más grande, capaz de colmar la distancia entre el hombre y su «planeta» de origen, es decir su Destino.
Un último apunte: Los «adultos». El libro contrapone continuamente el mundo de los adultos con el de los niños, los sencillos. Ello sugiere enseguida la cita evangélica: «Si no os volvéis como niños... ». No es una invitación al infantilismo, sino al estupor que no fantasea con islas que no existen, sino que percibe el Misterio que hace la realidad y sabe ver y acoger en ella el significado más verdadero.
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