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Huellas N.06, Junio 1994

VIDA DE LA IGLESIA

Revolución de la caridad

Maria Teresa Brolis*

Sanidad. No en nombre de una revolución social, sino por amor a Aquél «que no tenía dónde apoyar la cabeza». He aquí cómo las obras de caridad han revolucionado la historia

«Revolución de la caridad» o «religiosidad de las obras»: estas expresiones se han hecho ya clásicas entre los medievalistas, para designar ese extraordinario florecimiento de insti­tuciones hospitalarias y caritativas, que se produjo en la cristiandad, sobre todo a partir del siglo XII.
Puesto que la atención a los más débiles había sido una constante pre­ocupación del pueblo cristiano, ya desde sus orígenes y durante la alta Edad Media, después del año 1.000, indudablemente, dicho compromiso se renovó y afianzó. Y ello, tanto por el impulso de las transformaciones sociales -el número de pobres había aumentado considerablemente en la nueva economía urbana-, como por una motivación ideal, cuyas razones aún hoy en día siguen siendo con­vincentes: los hombres y mujeres que, por primera vez y de modo tan numeroso, entraron en el mundo del sufrimiento y de los marginados, no lo hicieron por un esfuerzo volunta­rista ni para huir de la realidad y de sus encantos, sino por el estupor de un encuentro, como algunas historias verdaderamente ejemplares lo pue­den atestiguar.

Así le sucedió a Francisco
«El Señor me dijo a mí, hermano Francisco, que comenzara a hacer penitencia de este modo: cuando estaba en pecado, me parecía algo demasiado amargo ver a los leprosos; y el Señor mismo me condujo hasta ellos y usé con ellos misericordia. Y cuando me alejaba de ellos, lo que me parecía amargo se tornó en dul­zura de alma y de cuerpo. Y después de permanecer un tiempo en aquel lugar, salí del mundo» (San Francis­co de Asís, Testamento, 1-3). Quien escribe es un hombre que, volviendo a pensar en su experiencia, estando ya en el lecho de muerte, comprende en ese preciso momento el cambio operado en él: y también para Francisco el cambio coincidió con un encuentro, el encuentro con un lepro­so, que tal vez sucedió en aquella jor­nada del año 1205, mientras él iba cabalgando por la llanura de Asís, ya preso de un descontento misterioso que sólo una fidelidad total y pacien­te transformaría después en «perfecta alegría». ¿Qué empujó a aquel joven veinteañero, ya rico en experiencias y éxito, a bajarse del caballo, a ven­cer un terror ancestral y a besar aquel «despojo» por excelencia de la socie­dad en la que vivía? Sólo recordando otro abrazo de Francisco, aquél con­templando el crucifijo de la iglesia de San Damián, se puede comprender cómo en él se estaba convirtiendo en dulzura lo que al principio era amar­gura: el dolor de Cristo daba sentido al dolor de los hombres. Después de este descubrimiento, todo cambió y se transformó en una laboriosidad alegre y duradera ( «después de per­manecer un tiempo en aquel lugar, salí del mundo»).
El episodio que se acaba de recordar, mientras demuestra de modo ine­quívoco que «el momento culminante de la conversión de Francisco no fue el de la pobreza, sino el momento, bastante más profundo, de la com­prensión del sufrimiento común» (R. Manselli) redimido por aquel Crucifi­jo, e ilumina, al mismo tiempo las motivaciones profundas de decisiones análogas, que tantos otros -antes y después de Francisco- tomaron, y de las cuales nacieron, precisamente, las primeras comunidades hospitalarias.

«Pauperes Christi» y «hospitalia»
La transformación del concepto de pobreza, que tiene lugar entre los siglos XII y XIII, fue un hecho nue­vo en la historia de la espiritualidad occidental: ésta se fundaba «en la devoción a Cristo, particularmente en su humanidad. Por amor a Aquél que "no tenía dónde apoyar la cabe­za" fueron socorridos los necesita­dos, ya calificados como "pauperes Christi", mientras este término, hasta el siglo XI, se utilizaba para indicar más bien a los religiosos» (A. Vau­chez). Pero, ¿quiénes eran los pobres de Cristo? Enfermos, peregrinos, leprosos, encarcelados, prostitutas, niños abandonados o hambrientos; muchos de ellos estaban en los már­genes de la sociedad, en el sentido literal de la palabra, puesto que viví­an normalmente fuera de la murallas de la ciudad, como estaba decretado por algunos estatutos municipales, que imponían el aislamiento a los enfermos contagiosos o a los que se dedicaban a la mendicidad.
Las necesidades eran muchas y de diversa índole, de tal manera que, en un primer momento, fueron afronta­das todas juntas: fueron construidos hospicios, genéricamente definidos hospitalia, que no tenían una única finalidad asistencial -por ejemplo, de tipo sanitario-, sino que acogían indistintamente cualquier clase de pauper. La iniciativa partió, en algu­nos casos, del ámbito de nuevas órdenes religiosas: Los Hospitalarios de San Antonio (1095) se especiali­zaron en la curación de las enferme­dades cutáneas; los de San Lázaro (1120) se dedicaron a la asistencia de los leprosos; los Trinitarios (1198) tenían la finalidad de rescatar a los esclavos cristianos en los países musulmanes. Pero, por encima de todo, sorprende la proliferación de fundaciones locales y espontáneas, que se produjo en todas las ciudades del Occidente europeo, por obra de individuos laicos, de hermandades, de movimientos religiosos (Humilla­dos, Franciscanos, Agustinos). En todos los hospitales se formaba una comunidad de conversos (según las fuentes más antiguas llamados comúnmente «servientes»), personas que se dedicaban a los «pauperes Christi» abrazando al mismo tiempo una forma de vida consagrada. Así alude a ellos un cronista de la época: «En todas las regiones de Occidente, existe además un gran número de hombre.; y mujeres que, viviendo bajo una regla en las leproserías o en los hospitales, sirven humilde y devotamente a los pobres y a los enfermos» (Giacomo da Vitry, His­toria occidentalis, XXIX, 1-5).
Las modalidades de asistencia no se limitaban al asilo, porque, desde los hospitalia, se irradiaba una soli­daridad «externa», demostrada en la distribución de víveres y de limos­nas, en la visita a los prisioneros, en la búsqueda de moribundos o de «pobres vergonzantes», incluso en los ambientes familiares. Y es preci­samente el problema de la infancia abandonada (recientemente estudiado, en el área lombarda, por Giuglia­na Albini) el que ha proporcionado alguna información numérica sobre la identidad de un compromiso que guerras, pestes y carestías hicieron, hacia el final de la Edad Media, cada vez más grave y dramático.
A finales del siglo XV, por ejem­plo, en los hospitales de Parma fue­ron acogidos anualmente 200 aban­donados; en Bérgamo 800; en el hos­pital Mayor de Milán se mantenía a más de 1000. Cifras impresionantes que, por sí solas, sirven para refutar un prejuicio histórico todavía común, suscitado por los estudios de Philippe Aries, quien atribuyó a la Edad Media una ignorancia total del sentimiento por la infancia.

El estupor y las obras
En las ciudades de la Italia cen­tro-septentrional, una etapa importante en la historia de los hospitalia fue la reforma del siglo XV, que concentró la administración de los entes hospitalarios y decretó la cons­trucción de un nuevo edificio, el Hospital Mayor o Gran Hospital. Ya en el siglo precedente se había asisti­do a algunos cambios, bien por la inicial intervención de los poderes públicos, que habían interrumpido así un desinterés secular por el mun­do de la pobreza, bien por el intento, llevado a cabo por algunas comunidades hospitalarias, de especializarse en la asistencia a ciertas clases de enfermos.
Sin embargo, en medio de las transformaciones institucionales y organizativas, se puede percibir aún una continuidad ideal, ilustrada, por otra parte, por la sorprendente y significativa relación entre la historia de la asistencia a los enfermos y la historia del arte. Dicha relación es evi­dente en el caso de los Disciplina­rios (o Flagelantes), movimiento surgido en Perugia en torno a 1260, que se difunde y propaga en las ciu­dades y en las campiñas italianas durante los siglos XIV y XV. La importancia de la actividad hospita­laria realizada por los Disciplinarios fue relevante: ellos fundaron única­mente lugares de curación para enfermos de larga duración ( entre las especialidades hay que reseñar la de las enfermedades mentales); al mis­mo tiempo, y a menudo precisamen­te sobre las paredes de estos hospita­les y de sus iglesias, dejaron el docu­mento iconográfico de un arte inspi­rado por una profunda sensibilidad ante el dolor, sensibilidad que se derivaba, a su vez, de una vibrante co-participación con los sufrimientos de Cristo. La religiosidad de los Disciplinarios, sin ser externa, tenía necesidad de exteriorizarse en ges­tos, palabras, canciones, imágenes: es una espiritualidad que vive bajo el signo del ver y de las imágenes.
Con los ojos se ven las escenas de la Redención, con ellos se llora, com­partiendo el dolor de María, Juan y Magdalena, modelos de esta religio­sidad profundamente afectiva. Exa­minando el corpus de los laudes, cantados en las hermandades disciplinarias (entre los cuales Voi ch' amate lo Criatore), resulta que los verbos más empleados son preci­samente "ver", "mirar", "llorar", conjugados a menudo en imperativo (y la mímica dramático-sentimental de las imágenes coetáneas sobre la Piedad y sobre la Crucifixión son una traducción figurativa de todo ello).
Y así como la mirada de quienes sufrían podía abrirse a la esperanza que aquellas imágenes suscitaban, así también la obra de quienes les asistí­an volvía a encontrar razones y ener­gías en estas mismas imágenes.

* Doctora e investigadora de Historia medieval en la Universidad Católica de Milán.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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