Sanidad. No en nombre de una revolución social, sino por amor a Aquél «que no tenía dónde apoyar la cabeza». He aquí cómo las obras de caridad han revolucionado la historia
«Revolución de la caridad» o «religiosidad de las obras»: estas expresiones se han hecho ya clásicas entre los medievalistas, para designar ese extraordinario florecimiento de instituciones hospitalarias y caritativas, que se produjo en la cristiandad, sobre todo a partir del siglo XII.
Puesto que la atención a los más débiles había sido una constante preocupación del pueblo cristiano, ya desde sus orígenes y durante la alta Edad Media, después del año 1.000, indudablemente, dicho compromiso se renovó y afianzó. Y ello, tanto por el impulso de las transformaciones sociales -el número de pobres había aumentado considerablemente en la nueva economía urbana-, como por una motivación ideal, cuyas razones aún hoy en día siguen siendo convincentes: los hombres y mujeres que, por primera vez y de modo tan numeroso, entraron en el mundo del sufrimiento y de los marginados, no lo hicieron por un esfuerzo voluntarista ni para huir de la realidad y de sus encantos, sino por el estupor de un encuentro, como algunas historias verdaderamente ejemplares lo pueden atestiguar.
Así le sucedió a Francisco
«El Señor me dijo a mí, hermano Francisco, que comenzara a hacer penitencia de este modo: cuando estaba en pecado, me parecía algo demasiado amargo ver a los leprosos; y el Señor mismo me condujo hasta ellos y usé con ellos misericordia. Y cuando me alejaba de ellos, lo que me parecía amargo se tornó en dulzura de alma y de cuerpo. Y después de permanecer un tiempo en aquel lugar, salí del mundo» (San Francisco de Asís, Testamento, 1-3). Quien escribe es un hombre que, volviendo a pensar en su experiencia, estando ya en el lecho de muerte, comprende en ese preciso momento el cambio operado en él: y también para Francisco el cambio coincidió con un encuentro, el encuentro con un leproso, que tal vez sucedió en aquella jornada del año 1205, mientras él iba cabalgando por la llanura de Asís, ya preso de un descontento misterioso que sólo una fidelidad total y paciente transformaría después en «perfecta alegría». ¿Qué empujó a aquel joven veinteañero, ya rico en experiencias y éxito, a bajarse del caballo, a vencer un terror ancestral y a besar aquel «despojo» por excelencia de la sociedad en la que vivía? Sólo recordando otro abrazo de Francisco, aquél contemplando el crucifijo de la iglesia de San Damián, se puede comprender cómo en él se estaba convirtiendo en dulzura lo que al principio era amargura: el dolor de Cristo daba sentido al dolor de los hombres. Después de este descubrimiento, todo cambió y se transformó en una laboriosidad alegre y duradera ( «después de permanecer un tiempo en aquel lugar, salí del mundo»).
El episodio que se acaba de recordar, mientras demuestra de modo inequívoco que «el momento culminante de la conversión de Francisco no fue el de la pobreza, sino el momento, bastante más profundo, de la comprensión del sufrimiento común» (R. Manselli) redimido por aquel Crucifijo, e ilumina, al mismo tiempo las motivaciones profundas de decisiones análogas, que tantos otros -antes y después de Francisco- tomaron, y de las cuales nacieron, precisamente, las primeras comunidades hospitalarias.
«Pauperes Christi» y «hospitalia»
La transformación del concepto de pobreza, que tiene lugar entre los siglos XII y XIII, fue un hecho nuevo en la historia de la espiritualidad occidental: ésta se fundaba «en la devoción a Cristo, particularmente en su humanidad. Por amor a Aquél que "no tenía dónde apoyar la cabeza" fueron socorridos los necesitados, ya calificados como "pauperes Christi", mientras este término, hasta el siglo XI, se utilizaba para indicar más bien a los religiosos» (A. Vauchez). Pero, ¿quiénes eran los pobres de Cristo? Enfermos, peregrinos, leprosos, encarcelados, prostitutas, niños abandonados o hambrientos; muchos de ellos estaban en los márgenes de la sociedad, en el sentido literal de la palabra, puesto que vivían normalmente fuera de la murallas de la ciudad, como estaba decretado por algunos estatutos municipales, que imponían el aislamiento a los enfermos contagiosos o a los que se dedicaban a la mendicidad.
Las necesidades eran muchas y de diversa índole, de tal manera que, en un primer momento, fueron afrontadas todas juntas: fueron construidos hospicios, genéricamente definidos hospitalia, que no tenían una única finalidad asistencial -por ejemplo, de tipo sanitario-, sino que acogían indistintamente cualquier clase de pauper. La iniciativa partió, en algunos casos, del ámbito de nuevas órdenes religiosas: Los Hospitalarios de San Antonio (1095) se especializaron en la curación de las enfermedades cutáneas; los de San Lázaro (1120) se dedicaron a la asistencia de los leprosos; los Trinitarios (1198) tenían la finalidad de rescatar a los esclavos cristianos en los países musulmanes. Pero, por encima de todo, sorprende la proliferación de fundaciones locales y espontáneas, que se produjo en todas las ciudades del Occidente europeo, por obra de individuos laicos, de hermandades, de movimientos religiosos (Humillados, Franciscanos, Agustinos). En todos los hospitales se formaba una comunidad de conversos (según las fuentes más antiguas llamados comúnmente «servientes»), personas que se dedicaban a los «pauperes Christi» abrazando al mismo tiempo una forma de vida consagrada. Así alude a ellos un cronista de la época: «En todas las regiones de Occidente, existe además un gran número de hombre.; y mujeres que, viviendo bajo una regla en las leproserías o en los hospitales, sirven humilde y devotamente a los pobres y a los enfermos» (Giacomo da Vitry, Historia occidentalis, XXIX, 1-5).
Las modalidades de asistencia no se limitaban al asilo, porque, desde los hospitalia, se irradiaba una solidaridad «externa», demostrada en la distribución de víveres y de limosnas, en la visita a los prisioneros, en la búsqueda de moribundos o de «pobres vergonzantes», incluso en los ambientes familiares. Y es precisamente el problema de la infancia abandonada (recientemente estudiado, en el área lombarda, por Giugliana Albini) el que ha proporcionado alguna información numérica sobre la identidad de un compromiso que guerras, pestes y carestías hicieron, hacia el final de la Edad Media, cada vez más grave y dramático.
A finales del siglo XV, por ejemplo, en los hospitales de Parma fueron acogidos anualmente 200 abandonados; en Bérgamo 800; en el hospital Mayor de Milán se mantenía a más de 1000. Cifras impresionantes que, por sí solas, sirven para refutar un prejuicio histórico todavía común, suscitado por los estudios de Philippe Aries, quien atribuyó a la Edad Media una ignorancia total del sentimiento por la infancia.
El estupor y las obras
En las ciudades de la Italia centro-septentrional, una etapa importante en la historia de los hospitalia fue la reforma del siglo XV, que concentró la administración de los entes hospitalarios y decretó la construcción de un nuevo edificio, el Hospital Mayor o Gran Hospital. Ya en el siglo precedente se había asistido a algunos cambios, bien por la inicial intervención de los poderes públicos, que habían interrumpido así un desinterés secular por el mundo de la pobreza, bien por el intento, llevado a cabo por algunas comunidades hospitalarias, de especializarse en la asistencia a ciertas clases de enfermos.
Sin embargo, en medio de las transformaciones institucionales y organizativas, se puede percibir aún una continuidad ideal, ilustrada, por otra parte, por la sorprendente y significativa relación entre la historia de la asistencia a los enfermos y la historia del arte. Dicha relación es evidente en el caso de los Disciplinarios (o Flagelantes), movimiento surgido en Perugia en torno a 1260, que se difunde y propaga en las ciudades y en las campiñas italianas durante los siglos XIV y XV. La importancia de la actividad hospitalaria realizada por los Disciplinarios fue relevante: ellos fundaron únicamente lugares de curación para enfermos de larga duración ( entre las especialidades hay que reseñar la de las enfermedades mentales); al mismo tiempo, y a menudo precisamente sobre las paredes de estos hospitales y de sus iglesias, dejaron el documento iconográfico de un arte inspirado por una profunda sensibilidad ante el dolor, sensibilidad que se derivaba, a su vez, de una vibrante co-participación con los sufrimientos de Cristo. La religiosidad de los Disciplinarios, sin ser externa, tenía necesidad de exteriorizarse en gestos, palabras, canciones, imágenes: es una espiritualidad que vive bajo el signo del ver y de las imágenes.
Con los ojos se ven las escenas de la Redención, con ellos se llora, compartiendo el dolor de María, Juan y Magdalena, modelos de esta religiosidad profundamente afectiva. Examinando el corpus de los laudes, cantados en las hermandades disciplinarias (entre los cuales Voi ch' amate lo Criatore), resulta que los verbos más empleados son precisamente "ver", "mirar", "llorar", conjugados a menudo en imperativo (y la mímica dramático-sentimental de las imágenes coetáneas sobre la Piedad y sobre la Crucifixión son una traducción figurativa de todo ello).
Y así como la mirada de quienes sufrían podía abrirse a la esperanza que aquellas imágenes suscitaban, así también la obra de quienes les asistían volvía a encontrar razones y energías en estas mismas imágenes.
* Doctora e investigadora de Historia medieval en la Universidad Católica de Milán.
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