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Huellas N.03, Marzo 1994

CULTURA

El drama universal

Giuseppe Frangi

Se muestran las restauraciones de la obra maestra de Miguel Ángel. El fondo es un azul espléndido e inquietante. Los cuerpos, tan discutidos, envueltos en el drama y en la gracia de la salvación.

El inmenso telón que cubre el Juicio Universal ha caído el 8 de abril. Una esce­na que se repite: tuvo lugar el 25 de diciembre de 1541. También entonces la tensión era la propia de los grandes acontecimientos. El inmenso fresco había sido celosamente escondido a los ojos de todos menos de su autor, Miguel Ángel Buonarroti. Pocos habían tenido el privilegio de acceder a los andamios. En diciembre de 1540 había subido el papa, Pablo III Farnese que, entusiasmado, había incluso dis­tribuido propinas a los aprendi­ces de Miguel Ángel. Poco tiem­po antes había subido también Biagio de Cesena, maestro de ceremonias de San Pedro. Escan­dalizado por los excesivos desnu­dos pintados en la pared había intentado soliviantar al papa con­tra Miguel Ángel. Pésima idea: por toda respuesta se encontró representado en la imagen de Minosse, en lo profundo del infierno, también él desnudo, con una serpiente envolviéndole el cuerpo.
Miguel Ángel no era un buen public relation men. Y podía permitirselo. Sin embargo, para esta «segunda inaugura­ción» del Juicio las autoridades vaticanas han preferido seguir un camino más suave. La restaura­ción, realizada por el equipo de Fabrizio Mancinelli y Gianluigi Colalucci, ha sido propagada en todas sus fases. Algunas imáge­nes han aparecido en diarios y semanarios, a críticos y periodis­tas se les a concedido ver de cerca, antes de abrirlo al público, al nuevo Miguel Ángel. Y sin embargo el 8 de abril ha sido algo completamente distinto. Una cosa es ver el fresco de cer­ca, detalle por detalle. Otra cosa es el increíble golpe de vista del fresco en su conjunto, tan pro­fundamente distinto de lo que durante siglos ha podido ver el visitante en las paredes de la Capilla Sixtina. Como ya ha ocurrido en la restauración de la bóveda (aunque aquel fresco, que Miguel Ángel había realiza­do treinta años antes del Juicio, fue descubierto paso a paso, a medida que avanzaban los traba­jos), han sido los colores los protagonistas del Juicio. Donde estábamos habituados a ver el fondo oscurecido por el humo de las velas y por la suciedad del tiempo, encontramos un azul intensísimo: el célebre azul lapislazzuli que Miguel Angel mandaba comprar a propósito en Venecia.
Un color clarísimo que nun­ca habría usado en la bóveda, donde por orden del severo Julio II la adquisición del mate­rial corría a cargo del artista. Y no está sólo el azul: la gama de colores usada en el Juicio es vas­tísima. Insospechadamente variada para quien tenía en la mente el antiguo inmenso fresco, terrible y un poco oscuro que cubría la Capilla Sixtina. Junto a los colores han reaparecido algunas figuras «oscurecidas» por el tiempo. De este modo el censo completo de las figuras del Juicio ha alcanzado el número de 39 (obtenido tras 400 jornadas de trabajo). También han reaparecido algunos de los con­testadísimos desnudos que, durante los siglos posteriores a la pintura mural, han sido poco a poco púdicamente recubiertos poniendo paños.
La cuestión de los desnudos nos lleva necesariamente a la atormentada historia del Juicio Universal. Las polémicas se desencadenaron inmediatamente bajo la complicidad de los for­malistas de la curia y de tanta burocracia teológica. Las acusa­ciones a Miguel Ángel fueron de lo más variadas: desde haber quitado las alas a los ángeles hasta haber pintado a Cristo imberbe. Pero sobre todo hubo contestación frente a los desnu­dos. Y no se crea que los acusa­dores fueron sólo temerosos curiales. Ni mucho menos. La ofensiva fue emprendida, por envidias y celos, nada menos que por Pedro Aretino, maestro de libertinajes ( «esa pintura podría poner a Miguel Ángel entre los luteranos», escribió). A él se le añadió Galileo ( que con­sideró «obscenísima la actitud" de San Biagio y de Santa Catali­na). Por la otra parte, defendien­do a Miguel Ángel, tenemos a quien menos podemos esperar­nos: al inquisidor de Venecia que, en 1573, durante el proceso que tuvo Pablo Veronés por su Cena en casa de Leví ( este sí que es un cuadro escandalosamente lejano del episodio evangélico), defendió a Miguel Ángel. Tras sus desnudos, dijo el inquisidor, «había graves motivos de espíri­tu». Después San Carlos, entonces secretario de Estado, encarga­do de pacer operativos los decre­tos del Concilio de Trento en materia de imágenes sacras.
El Borromeo, durante una predicación, defendió el Juicio: ese día estaremos todos desnu­dos, con la diferencia de que los cuerpos castos serán bellísimos y los lujuriosos serán horribles. Las polémicas sobre el fresco de Miguel Ángel durarán siglos. Hasta el punto de que en octubre de 1992 un editorial de Civiltá cattolica, la revista oficial de los jesuitas, imputó a Miguel Ángel el hecho de haber dado una interpretación angustiosa de la paru­sía, es decir, de la venida glorio­sa de Cristo al final de los tiem­pos. El fresco, escribieron los padres jesuitas, «no es una feliz interpretación de los datos bíbli­cos y teológicos». También en esta ocasión, en contra de los esquemas habituales, sale a defender a Miguel Ángel un abogado inesperado: Giulio Carlo Argan, crí­tico de arte marxista. El Juicio ha de ser leído en el contexto histórico de la Reforma, responde Argan. Semejante pro­grama iconográfico no sale de la harina del saco de Miguel Ángel. El mismo papa Pablo III quiso que el fresco asu­miera esta connotación terrible para subrayar el peso de la autoridad de la Iglesia católica. Probablemente hay verdad tanto en una interpreta­ción como en la otra. La angustia que transparen­ta el Juicio es en parte hija de su tiempo. Recor­demos que Roma, además de la ofensiva de la Reforma, acababa de sufrir su famoso saqueo. Y en parte es hija de ese espíritu trágico y libre que fue Miguel Ángel. Pablo III, más que deter­minar las opciones de Buonarro­ti, se adhirió a algo ya hecho. Tanto es así que antes de morir incluso pensó en hacer destruir el gran fresco. Y no es cierto que Miguel Ángel estuviese muy dispuesto a escucharlo si es verdad que, como él mismo decía con gran desenvoltura, los coloquios con el papa le produ­cían «enojo y aburrimiento». (Miguel Ángel no se calló con los papas: casi aplaudió a la muerte de Alejandro VI, pontífi­ce «extranjero», que con su pro­yecto de «austeridad ética» que­ría recubrir la bóveda de la Sixtina; mandó a paseo a Pablo IV que le había ordenado «adecen­tar» el Juicio Universal, man­dando que Je dijeran: «que ade­cente él al mundo, que las pintu­ras se adecentan enseguida»).
Sería una ilusión pensar que la restauración apague los inter­minables debates en torno al gran fresco. Pero algunos pun­tos firmes, eso sí, se pueden poner. Y aquí conviene volver al azul, al color que no dejará de sorprender a los nuevos visitan­tes de la Sixtina. Ese azul nos devuelve un Juicio más claro pero, ciertamente, no más feliz. La nueva luz que aporta es una luz fría. El azul no parece el reflejo del esplendor del paraíso, sino eco de un abismo profundo. De un vacío. Miguel Ángel, en el tu a tu con el momento de la salvación, siente que la salva­ción se le escapa del pincel. Tan es así que no hay gran diferencia entre condenados y elegidos en su Juicio. Unos y otros parecen dominados por un gran terror: ojos dilatados, cuerpos expulsa­dos por una fuerza centrífuga que parece alejarles del centro, donde está Cristo juez: como en el instante que precede al cata­clismo, no hay diferencia entre quien está encima y quien está debajo. La misma María, como ha escrito Giorgio Vasari, «encogida en su manto, oye y ve tanta ruina». En el Juicio de Miguel Ángel lo que hay sobre todo es el drama de la salvación. El tormento del hombre llega hasta el umbral del último día. Y la única gracia que les puede acontecer es que alguien lo coja por los pelos y lo sostenga antes de la destrucción definitiva. Así se pinta a sí mismo Miguel Ángel en el Juicio: un pobre hombre lacerado que es arranca­do de la condenación por San Bartolomé. Quizás es la imagen más conmovedora y verdadera de todo este gran fresco: el ren­dir cuentas de un genio que al final admite el propio fracaso.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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