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Huellas N.03, Marzo 1994

VIDA DE LA IGLESIA

Misioneros, es decir, santos

Fidel Gonzalez

Nuevas fronteras. Prosigue nuestra historia de la Iglesia a través de acontecimientos y figuras. Sexta entrega

Muchos pueden ser los modos de escribir una historia de la Iglesia. Una tentación frecuente es la de hacer análisis de hechos, o consideracio­nes abstractas que dejan frío el cora­zón y alejan de la vida real de la Iglesia. Más realista es «mirar los rostros de los santos», según la anti­gua indicación de la Didaké. Ha sido éste, el método usado por Pie­tro Chiocchetta, historiador y misio­nero comboniano, antiguo rector de la Pontificia Universidad Urbaniana, en la obra: I Grandi Testimoni del Vangelo. Pagine di spiritualita mis­sionaria (Cittá Nuova Editrice). El autor ha querido presentarnos la reciente historia de las misiones de la Iglesia a través de la experiencia vivida de sus testigos. Es por esto por lo que, delineados los preceden­tes históricos del «renacimiento misionero» del siglo XIX y del movimiento eclesial de donde ha surgido, el autor ha querido docu­mentar tal renacimiento precisamen­te «mirando los rostros de sus san­tos», escuchando las palabras de sus escritos, deteniéndose en las obras por ellos realizadas. Porque la tarea del cristiano es comunicar la buena nueva, he aquí, como respuesta a tal compromiso, este libro, fruto de una intensa investigación, sobre todo en los Archivos de los Dicasterios de la Evagelización de los Pueblos y de las Causas de los Santos, de la que él mismo es también consultor.
Precisamente la experiencia ecle­sial misionera del siglo XIX consti­tuye el núcleo central del libro. Se puede precisamente hablar de «rena­cer misionero del siglo XIX» a par­tir del pontificado de Gregorio XVI. En tal renacimiento concurren varios factores: el fervor del Papa­do; el celo apostólico de grandes estratos del pueblo cristiano que dieron vida a obras, instituciones, congregaciones y sociedades parti­culares, tendientes a proveer a las misiones de personas y medios; el desarrollo de la prensa y editorial católica; el multiplicarse, en fin, de los descubrimientos geográficos, especialmente en África y Oceanía. Pero por encima de todo es el naci­miento, discreto pero sólido, de un movimiento eclesial que, en un mundo europeo que se aleja cada vez más del cristianismo, conduce al pueblo de Dios hacia una mayor conciencia de sí mismo y de su misión y lo empuja hacia un mundo en el que el acontecimiento cristiano no ha sido aún anunciado.
El movimiento misionero viene así presentado dentro del giro histó­rico que él mismo, en parte, deter­mina. De él depende la vivacidad existencial recobrada por la Iglesia, con la recapitulación de las dispersas ascuas que sobrevivieron a la supresión de la Compañía de Jesús, al torbellino de la Revolución Fran­cesa primero y de Napoleón después y, en fin, a las posturas del laicismo y anticlericalismo masónico.
P. Paolo Manna, gran estudioso italiano de los inicios de este siglo, entreve el peligro de ambigüedad del término «misión» y distingue entre «ecumenismo» y «misión para los no cristianos». Tal distinción ya había sido hecha por el gran apóstol de Etiopía, San Justino de Jacobis en la mitad del siglo XIX y ya antes por Gregorio XV en la fundación de la Sagrada Congregación «de Propa­ganda Fide» para las misiones en 1622.
En esta óptica el libro propone, para cada «santo misionero», una introducción bibliográfica para lue­go dejar espacio a su testimonio directo. Se quiere ser fiel a los hechos, subrayar el carisma de los fundadores de las «compañías», de las que siempre se delinea un
«temperamento» y una espiritualidad específica; se subrayan las coincidencias y los «reconocimientos» entre las diversas experiencias de carismas y sus frutos. Emergen datos y temas impor­tantes para nuestro presente. Por ejemplo el tema de Europa que, en la experiencia cristiana, encuentra sus auténticas raíces para un nuevo ordenamiento y una auténtica con­tribución unitaria en la historia de las actuales laceraciones del mundo.
El movimiento misionero se extiende desde Francia a todos los países europeos y se enlaza en un reconocimiento específico con otros movimientos singulares. La antolo­gía nos presenta, por tanto, los testi­monios de cristianos específicamen­te pertenecientes a los institutos misioneros surgidos de aquel movi­miento: los de París, de P. Liber­man, de Lyon, del Pime de Milán, de Comboni, de Turín, de Parma, los misioneros belgas de Scheut, los «verbiti» alemanes, los Mill Hill ingleses, etc. Faltan los españoles, cuya historia es tan rica que merece­ría un libro sólo para ellos.
La santidad que emerge es una santidad eclesial clara, siempre actual, porque en los santos misioneros se evidencia la contemporaneidad del acontecimiento de Cristo. Son «testigos», es decir, «mártires» de Cristo, sede el Gran Norte canadiense hasta las islas de Oceanía, desde Corea, China y Japón hasta África. De la lectura de estas páginas surgen con claridad algunos puntos que queremos subrayar. Ante todo, en estos santos se demuestra que la promesa hecha por Cristo a sus Apóstoles encuentra cumplimiento. En la compañía de estos santos el seguimiento de Cristo es más fácil y más fascinante. No es abstracto. Se nos hace caer en la cuenta de que la santidad no es una moral abstracta ni una utopía, sino una realidad de car­ne y hueso. En ellos se evidencia también la gracia de Cristo. Estos santos combaten el mundo y no tie­nen miedo de nada.
Hay otro aspecto que surge de estos testimonios. La libertad del hombre es siempre algo muy pobre, pero que siempre puede pedir ser reforzada y sostenida. Esta frágil libertad, sostenida por la gracia de Cristo, hace milagros. Hay también otra experiencia: estos santos son, y saben que son, instrumentos en las manos del Señor para el anuncio de su venida. La Presencia de Cristo en ellos es siempre dramática y no ha sido nunca fruto de algo mecánico o dado por descontado. La experiencia de Juan y Andrés se renueva. En estos santos misioneros se ve en acto una relación continua entre razón y afecto, que constituye la dinámica de la esperanza cristiana. Esta relación es unitaria desde el inicio. Se ve la totalidad del corazón que se adhiere al hecho de Cristo en su Iglesia: no existe en ellos una razón abstracta en su vocación, seguimiento y misión, sino que toda la razón está abierta a la Presencia que se mani­fiesta en su vida a través de la fragi­lidad de encuentros humanos, a veces efímeros. Todo su corazón está lleno de estupor continuo y cre­ciente, en un camino dramático de adhesión a Cristo. Su encuentro y relación con Cristo y la perseveran­cia en su seguimiento no es nunca mecánico.
Hay otro aspecto: la experiencia cristiana de estos misioneros es un hecho unitario que tiene siempre su origen en un hecho objetivo (un encuentro que produce en cada uno de ellos estupor, un deseo más gran­de, un movimiento del corazón), en la gracia divina y en su libertad que corresponde a la llamada. Estos san­tos misioneros se mueven en una compañía eclesial y, al mismo tiem­po, contribuyen a construirla. «Mira­ros constantemente y con los ojos fijos en Jesucristo. Amadlo tierna­mente... », escribe uno de estos pro­tagonistas misioneros, Daniel Com­boni, en la Regla de vida para sus misioneros y misioneras y como punto de partida de su vida de com­pañía.
La memoria continua de Cristo hace la compañía concreta. Comboni en su Regla exhorta a sus misioneros para que pidan esta gracia y la renueven recíproca y constantemen­te.
Muchos de estos misioneros han tenido que vivir a veces aislados físi­camente, prisioneros y muchos de ellos han sufrido también el martirio. Sin embargo, en esta experiencia de soledad dolorosa emerge que aquello que habían encontrado los acompa­ñaba siempre, también cuando esta­ban solos. Vivían en el corazón de Cristo, y los unos en el corazón de los otros. Pablo VI en 1974 invocaba así a Cristo, con motivo del Sínodo sobre la evangelización: «Señor Jesús... en el dirigir nuestros estu­dios y nuestras discusiones sobre «la evangelización en el mundo contem­poráneo», nosotros estaríamos tenta­dos de analizar rápidamente las necesidades espirituales de este mundo, la posibilidad de apostolado y de buscar los métodos adecuados para asegurar una más vigorosa pre­sencia de la Iglesia. Preferimos, por esto, volvernos ante todo a Ti para confirmar en nosotros esta certeza previa: que el hecho mismo de la evangelización nace de Ti, Señor, como un río; ésta tiene su fuente, y Tu, Cristo Jesús, eres esa fuente... ». Juan Pablo II en la Redemptoris Missio (n.90) dice que el verdadero misionero es el santo, que refleja siempre el rostro de Cristo y el de la Santa Iglesia, que tiene como misión «iluminar a todos los hombres, anunciando el Evangelio a toda cria­tura con la luz de Cristo, reflejada en su rostro».
Podemos concluir que leyendo estas páginas «autobiográficas» de los santos y mártires misioneros se experimenta que sin encontrar el particular evento no sucede nada; que es evidente cómo el misterio se hace milagro en un particular, y que es más fácil llegar a ser discípulos de Cristo cuando se tiene delante personas como ellos a las que mirar. Se entiende que en los santos misio­neros el modo de afrontar las situa­ciones y los problemas concretos derivaba de la profundización del carisma que les había sido dado.
El método es el mismo también para nosotros, hoy.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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