La experiencia es un método fundamental mediante el cual la naturaleza favorece el desarrollo de la conciencia y el crecimiento de la persona. Por esto no hay experiencia si el hombre no se da cuenta en ella de que «crece». Mas para crecer verdaderamente el hombre tiene necesidad de ser provocado o ayudado por algo distinto a él, por algo objetivo, por algo que «encuentra».
A través de una verdadera y objetiva experiencia es como los hombres se dieron cuenta de la presencia de Dios en el mundo. San Juan lo escribe con ímpetu a los primeros cristianos: «Sí, la vida se manifestó y nosotros la hemos visto; somos testigos y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y que se manifestó a nosotros» (1 Jn. 1, 1s). La presencia de Cristo en su Iglesia se manifiesta en la historia del hombre consciente, a través de una verdadera y objetiva experiencia.
También el encuentro con la comunidad cristiana o la verificación de su mensaje, tal como la hemos descrito, es experiencia verdadera, objetiva.
Esta experiencia cristiana y eclesial es un acto vital que resulta de un triple factor:
a) El encuentro con un hecho objetivo originalmente independiente de la persona que realiza la experiencia; hecho cuya realidad existencial es la de una comunidad sensiblemente documentada tal como ocurre con toda realidad integralmente humana; comunidad para la cual la voz humana de la autoridad en sus juicios y en sus orientaciones constituye el criterio y la forma.
No existe versión de la experiencia cristiana, por muy interior que sea, que no implique, al menos en última instancia, este encuentro con la comunidad y esta referencia a la autoridad.
b) El poder de percepción adecuada del significado de ese encuentro. El valor del hecho con el que nos topamos trasciende la fuerza de penetración de la conciencia humana, y requiere siquiera un gesto de Dios para su comprensión adecuada. Efectivamente, el mismo gesto con el que Dios se hace presente al hombre en el acontecimiento cristiano exalta también la capacidad cognoscitiva de la conciencia, adecúa la lente de la mirada humana a la realidad excepcional que la provoca. Se llama «gracia de la fe».
c) La conciencia de la correspondencia entre el significado del Hecho con que nos topamos y el significado de la propia existencia, entre la Realidad cristiana y eclesial y la propia persona, entre el Encuentro y el propio destino. Es la conciencia de dicha correspondencia la que verifica ese crecimiento de sí esencial al fenómeno de la experiencia.
También en la experiencia cristiana, o más aún, especialmente en ella, aparece claro cómo en una auténtica experiencia está comprometida la autoconsciencia y la capacidad crítica (¡la capacidad de verificación!) del hombre, y como toda auténtica experiencia está bien lejos de identificarse con una impresión tenida o de reducirse a una repercusión sentimental.
Es en esta «verificación» donde, en la experiencia cristiana, el misterio de la iniciativa divina revaloriza existencialmente la «razón» del hombre.
Y es en esta «verificación» donde se demuestra la «libertad» humana: porque la comprobación y el conocimiento de la correspondencia exaltante entre el misterio presente y mi propio dinamismo humano no pueden tener lugar sino en la medida en que está presente y viva esa aceptación de mi fundamental dependencia, de nuestro esencial «estar hechos», en la cual consiste la sencillez, la «pureza de corazón», la «pobreza de espíritu». Todo el drama de la libertad reside en esta «pobreza de espíritu»: y es un drama tan profundo que acaece frecuentemente casi sin que el hombre se dé cuenta.
Luigi Giussani, Huellas de experiencia cristiana, Ediciones Encuentro, pág. 134-137
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