En la última campaña electoral de Italia son tres los elementes que más nos han impactado. Ante todo, el afirmarse de una imagen de sociedad compuesta, sustancialmente, por tres únicos niveles: el individuo, los medios de comunicación y el poder. Este esquema prevee que la persona (el ciudadano) sea el objetivo sobre el que se dirige un formidable y variado ejército de medíos de comunicación con el fin de favorecer una u otra de las formaciones en campaña.
Hoy en día el único modo con que la persona puede entrar en relación con la vida social consiste en la aparente libertad de elegir la fuente de información y los anchor-men (ndt. hombre tipo) más agradables. No es tan grave el hecho de que el sistema de información partícipe en la actual lucha por el poder, como el hecho que tal participación llegue a ser el contenido predominante que los medios ofrecen al ciudadano cada vez más aislado y por tanto más «débil». La coincidencia entre formación política y partidos televisivos ha contribuido a poner en evidencia (casi como advertencia extrema) esta nueva forma de sociedad, en la que han desaparecido los niveles intermedios. Muchas de las asociaciones presentes hasta hace poco en la vida social del país se han revelado siglas vacias de un original contenido ideal y práctico, disolviéndose y ocultándose en la mera pertenencia política.
La segunda característica es que, bajo el nivel en el que se ostentan «las diferencias», se da un impresionante proceso de homologación. Sobre todo entre los jóvenes. El joven «progresista» y el de «derechas» se diferencian en realidad muy poco en lo que concierne a los criterios con los que afrontar los problemas de la vida de todos los días. Se pueden incluso suscitar discusiones feroces en torno a la política. Pero la rutina cotidiana está dominada por un aburrimiento al que buscamos remedio, más o menos todos, en las fuentes hedonistas. Como mucho, «la alternativa» tiene la grotesca máscara de aquel profesor «de izquierdas» que a sus alumnos, trastornados y disgustados al final del periodo tan «intenso» de las autogestíones (ndt. se refiere a las ocupaciones por parte de los estudiantes que se han producido en muchos de los institutos italianos hace unos meses), les ha propuesto organizar una al año. Regulemos los deseos, para después en la vida cotidiana volver a sofocarnos...
La tercera evidencia de este período ha sido el terrible déficit de los llamados intelectuales católicos. Una vez que el Papa y los Obispos indicaron los criterios de responsabilidad política a la libre conciencia de los creyentes, entre aquellos que se han presentado a las elecciones reivindicando el papel de abanderados del compromiso católico, hemos recogido rarísimos signos de originalidad en la propuesta. Si, por un lado, alguno ha intentado presentar su partido como una especie de orla del manto papal ( como si el fin de evangelizar la sociedad competiera a un partido de puros e inteligentes y no a la Iglesia como pueblo, como sin embargo ha recordado el cardenal Ruini), por otro lado, la mayoría ha continuado pronunciando confusamente valores de solidaridad, sin proponer ninguna consecuencia concreta. Reduciendo, de hecho, los llamados valores a contraseñas verbales, usándolos como expresiones que sirven sólo para identificar posibles disposiciones en el juego. Así, por ejemplo, citar el famoso solidarismo católico se ha convertido en un modo de decir que el estatalismo predicado por la izquierda dejará espacio a muchas buenas iniciativas de «voluntariado». Pero el hecho de que con más estatalismo se reduzcan las posibilidades de nuevo trabajo y de libre empresa, al «nuevo» solidarismo católico parece no interesarle...
En el discurso de Assago de don Giussani, publicado por «Litterae» en el primer número del 94, aparece claramente una posición profundamente católica capaz de enjuiciar la gravedad de la situación y de indicar una hipótesis de trabajo en favor del interés común. «Si el poder busca exclusivamente plasmar su propia imagen sobre la sociedad, entonces debe intentar gobernar los deseos del hombre. En efecto, el deseo es el emblema de la libertad... ». La homologación que está atrapando a todos, no sólo a los más jóvenes, es hija de la reducción y del gobierno del deseo realizada por el poder.
La gravedad del momento presente está en el hecho de que pueda prevalecer una disposición del poder que produzca imágenes y normas que penalicen la libertad de las personas, particulares o asociadas. No por casualidad se hacen grandes discursos sobre reglamentos y, también cuando se exalta la relación entre lo estatal y lo privado, parece prevalecer la búsqueda de los intereses de los pocos que tienen poder en el primer campo y de los poquísimos que en este decenio lo han obtenido en el segundo. Y se excluye que sea reconocido el valor público de una iniciativa no estatal.
Terrible es la sociedad producida por la imaginación de quien detenta el poder (se olvida que los progresistas de hoy ayer gritaban: «La fantasía al poder», como si quien está en el poder debiese tener la fantasía de imaginarse la sociedad perfecta).
Hablábamos de una debilidad de la cultura católica. Por fortuna, la verdad no se revela necesariamente a los intelectuales. Así, mientras gran parte de ellos persiguen fórmulas y expresiones, el pueblo católico ha percibido la gravedad de este momento cultural y social (antes que político). Y no ha retrocedido en la batalla por la libertad.
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