Dos periodistas y dos ejemplos para comprender el punto de vista de la Iglesia en la situación internacional.
Dos intervenciones del Papa para entender de donde nace
La Iglesia, tanto en Italia como fuera de ella, ha sido objeto en los últimos meses de nuevas acusaciones procedentes de la intellighentia laica.
Particularmente se le reprocha al Papa el que intervenga en las cuestiones sociales internacionales sin hacerse responsable de ellas. Es decir, se ha visto que tras manifestar su juicio sobre Iraq, Serbia o África, no tiene tropas para «devolver la esperanza» o enviados tipo O.N.U. para resolver los problemas, por lo tanto sería mejor que se callara. Sin embargo, hace unos años, en el «gran '89», el de la caída del muro, se exaltaba al Papa como supremo estratega del equilibrio mundial.
En el fondo de estos ataques, a menudo perpetrados mediante el silencio o la indiferencia, puede haber varias intenciones. Claro que hay envidia porque, entre los pueblos afligidos, la posición de la Iglesia goza de más estima que los maniobras diplomáticos de las agencias políticas internacionales. En efecto, tanto en Serbia como en África, el juicio de la Iglesia se presenta como el más adecuado, el más sinceramente apasionado por la situación.
Y su acción, a menudo desconocida, es más eficaz que la diplomacia o las operaciones propias de un espectáculo televisivo.
Pero el motivo fundamental de estos ataques parece ser precisamente el carácter no «político» del punto de vista del Papa, incluso en aquellos lugares, como en Sudán, en los que la Iglesia reclama a la política para que desempeñe hasta sus últimas consecuencias su propio papel de mediación de intereses.
Parece claro que la tarea de la lglesia es la misión. Este es el punto de vista del que procede la mirada atenta y preocupada con la que sigue y juzga las situaciones.
Es decir, un Papa que hace de Papa es más incómodo que un Papa que hace de político. Es más, políticamente hablando, es un adversario irreductible para el que se cree poderoso en el tablero del mundo.
Del discurso de apertura de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Santo Domingo,
12 de octubre de 1992
Bajo la guía del Espíritu, al que hemos invocado fervientemente para que ilumine los trabajos de esta importante asamblea eclesial, inauguramos la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, poniendo nuestros ojos y nuestro corazón en Jesucristo, «el mismo ayer, hoy y siempre» (Heb 13,8). Él es el Principio y el Fin, el Alfa y la Omega (Ap 21,6), la plenitud de la evangelización, «el primero y más grande evangelizador. Lo ha sido hasta el final, hasta la perfección, hasta el sacrificio de su existencia terrena» (Evangelii nuntiandi, 7).
( ... ) En verdad, la llamada a la nueva evangelización es ante todo una llamada a la conversión. En efecto, mediante el testimonio de una Iglesia cada vez más fiel a su identidad y más viva en todas sus manifestaciones, los hombres y los pueblos de América Latina, y de todo el mundo, podrán seguir encontrando a Jesucristo, y en Él la verdad de su vocación y su esperanza, el camino hacia una humanidad mejor.
Mirando a Cristo, «fijando los ojos en el que inicia y completa nuestra fe: Jesús» (Heb 12,2), seguimos el sendero trazado por el Concilio Vaticano II, del que ayer se cumplió el XXX aniversario de su solemne inauguración. Por ello, al inaugurar esta magna Asamblea, deseo recordar aquellas sentidas palabras pronunciadas por mi venerable predecesor, el Papa Pablo VI, en la apertura de la segunda sesión conciliar: «¡Cristo! Cristo, nuestro principio. Cristo, nuestra vida y nuestro guía. Cristo, nuestra esperanza y nuestro término... Que no se cierna sobre esa asamblea otra luz que no sea la de Cristo, luz del mundo. Que ninguna otra verdad atraiga nuestra mente fuera de las palabras del Señor, único Maestro. Que no tengamos otra aspiración que la de serle absolutamente fieles. Que ninguna otra esperanza nos sostenga, si no es aquella que, mediante su palabra, conforta nuestra debilidad ... ».
Jesucristo ayer, hoy y siempre
Esta conferencia se reúne para celebrar a Jesucristo, para dar gracias a Dios por su presencia en estas tierras de América, donde hace ahora 500 años comenzó a difundirse el mensaje de la salvación; se reúne para celebrar la implantación de la Iglesia, que durante estos cinco siglos tan abundantes frutos de santidad y amor ha dado en el Nuevo Mundo.
Jesucristo es la Verdad eterna que se manifestó en la plenitud de los tiempos. Y precisamente, para transmitir la Buena Nueva a todos los pueblos, fundó su Iglesia con la misión específica de evangelizar: «Id por todo el mundo y proclamad el evangelio a toda criatura» (Me 16,15). Se puede decir que en estas palabras está contenida la proclama solemne de la evangelización. Así pues, desde el día en que los Apóstoles recibieron el Espíritu Santo, la Iglesia inició la gran tarea de la Evangelización. San Pablo lo expresa en una frase lapidaria y emblemática: «Evangelizare lesum Christum»,
«anunciar a Jesucristo» (cfr Gál 1,16). Esto es lo que han hecho los discípulos del Señor, en todos los tiempos y en todas las latitudes del mundo.( ... )
Del discurso de Juan Pablo II a su llegada a Khartoom, miércoles 10 de febrero de 1993
La Iglesia Católica se regocija cuando las personas alcanzan una mayor conciencia de su dignidad, ya que entonces se hacen más capaces de descubrir en sí mismas y en los demás la imagen y la semejanza con el Creador; la obra de cuyas manos son el fruto (cfr. Sal 8,5). En todo este continente, la Iglesia, al cumplir con su misión religiosa, lleva adelante también un trabajo paciente y perseverante de promoción humana a través de la instrucción, el cuidado y la asistencia sanitaria. Lo hace obedeciendo a las palabras de Jesucristo, que nos ha enseñado que la verdadera adoración a Dios implica el servicio a nuestro prójimo (cfr Lc 10,27). Todo lo que pide la Iglesia es la libertad de proseguir su misión religiosa y humanitaria. Esta libertad es un derecho, ya que es un deber de cada uno, deber de los individuos y del Estado, respetar la conciencia de todo ser humano. El respeto riguroso por el derecho a la libertad religiosa constituye una fuente primaria y un fundamento para la coexistencia pacífica. En las pocas horas de mi visita, rezaré y celebraré la Eucaristía con la comunidad católica. Estoy también deseoso de encontrar a muchos seguidores del Islam. Pueda Dios Omnipotente ayudarnos a crecer en la comprensión recíproca y en la conciencia de nuestras graves responsabilidades respecto al verdadero bien de las personas.
Traducido por Carmenchu Rubio
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