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Huellas N.02, Febrero 1993

CERVANTES

Entre heroe y santo

Guadalupe Arbona Abascal

En Cervantes la mentalidad unitaria propia de la Edad Media convive con el hombre humanista que vive el drama de la Modernidad


Miguel de Cervantes. Aquel famoso español no es sólo conocido por haber compuesto el Quijote, sino también por haber perdido un brazo en la batalla de Lepanto. Un auténti­co caballero que aun con calentura, arriesgó su vida, luchando en prime­ra línea de combate. A tan magno escritor se le recuerda como el manco de Lepanto.
Menos conocido es, sin embargo, un episodio que fue determinante en su vida pero que aparentemente medra la gloria del autor. Se trata de la prisión y liberación en Argel. En 1575 la galera donde viajaba Cervantes es apresada por una floti­lla turca y don Miguel hecho cautivo de Dalí Mamí. Este suceso dejó honda huella en don Miguel tal y como se refleja en las numerosas páginas de su obra dedicadas al tema del cautiverio y la liberación. Cinco años permanece Cervantes prisionero de los tur­cos; durante este tiempo intenta, sin éxito, escapar cuatro veces. Fray Juan Gil le rescata en 1580. Los padres trinitarios se dedicaban a intercambiarse por los prisioneros cristianos en tierra mora.
¿Qué agradecimiento debió experimentar Cervantes hacia este hombre que gastó su tiempo y sus energías en obtener los 500 escudos que se exigían para su rescate? Alguien, gratuitamen­te, vivía para que él fuese libre: «La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hom­bres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar entero» (Quijote, 11.58).
A partir de entonces lo que había sido un grave revés de la «fortuna» se transforma en «un alegre y no pensado acontecimiento», «una his­toria digna de atesorarla en mi memoria», tal y como hará decir a Escarramán, uno de sus personajes. Con la memoria habitada por este acontecimiento, toda la vida y obra de Cervantes se llena de agradeci­miento a Dios. El amante liberal, per­sonaje de sus Novelas ejemplares, rescatado de los turcos, afirma: «dar las debidas gracias a Nuestro Señor de las grandes mercedes que en nues­tra desgracia nos ha hecho».
La historia del Cautivo que se introduce como relato intercalado en el Quijote cuenta también una aven­tura de prisión y así se refiere la libe­ración: «Embestimos en la arena, salimos a tierra, besamos el suelo, y con lágrimas de muy alegrísimo con­tento dimos gracias a Dios Nuestro Señor por el bien tan incomparable que nos había hecho» (Quijote, XXXIX)

Entre dos mentalidades
Si bien este agradecimiento es fruto de una mentalidad uni­taria, donde la realidad es algo familiar y existe para que el hombre viva, también es ver­dad que Cervantes es un hom­bre humanista y que vive en su propia carne el drama de la Modernidad. El «manco de Lepanto» buscó la Fama y la Fortuna, luchó en su vida por ser un valeroso caballero. Y es precisamen­te este desgarrarse entre dos mentali­dades el que aparece en su gran per­sonaje don Quijote.
Alonso Quijano, el Bueno, quiere para sí una vida grande, una vida que recuerden los venideros siglos, unas hazañas memorables que superen las de los caballeros de la «estrecha Orden de Caballería». Para ello reali­za un fantástico proyecto de lo que debe ser su existencia: se bautiza a sí mismo, se arma caballero, se erige en señor de un ideal humanitario: «favo­recer a los necesitados de favor y acudir a los menesterosos ( ... ) trope­zando aquí, cayendo allí, despeñán­dose acá y levantándose acullá, soco­rriendo viudas, amparando doncellas y favoreciendo casadas, huérfanos y pupilos». Según esta ilusión aquello que en la realidad no coincide con sus designios, debe ser inventado o explicado como obra maléfica de encantadores. Dulcinea, la fea y pobre labradora, es imaginada como dama «extremo de toda hermosura», los molinos son gigantes, las ventas castillos ... Dramáticamente y a la vez con inmensa ternura -con compa­sión-, nos presenta Cervantes a su héroe, preso de sus ideas.
Si en la vida del creador, Cervantes, ocurre algo que hace explotar su plan de valiente soldado - la liberación-, en la vida de la criatu­ra, don Quijote, la realidad va mos­trándole como es Dios quien le hace y no sus fuerzas que se rebelan inca­paces. Este «entreverado loco lleno de lúcidos intervalos» se muestra cuer­do ante las imágenes de San Jorge, San Pablo, San Martín, y Santiago que unos hombres llevan en andas: «Por buen acontecimiento he tenido, haber visto lo que he visto, herma­nos, porque estos santos y caballe­ros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las armas; sino que la diferencia que hay entre mí y ellos es que ellos fueron santos y pelearon a lo divino, y yo soy peca­dor y peleo a lo humano» (11-58). Cervantes, en la encrucijada del Renacimiento, se debate entre el héroe y el santo. Como dice don Giussaní: «el ideal antropológico del santo -el ideal de la unidad que se realiza en la búsqueda continua de la relación con Dios- queda susti­tuido por el ideal de una especie de hombre nuevo, que se hace acreedor de la admiración de la historia por llevar a cabo empresas, de la natura­leza que sean, concebidas y realiza­das con las fuerzas que surgen y están determinadas por el valor y la capacidad del hombre».

«... peleo a lo humano.»
Los santos que don Quijote se encuentra en el camino buscaron constantemente a Dios, y él se mira con compasiva humildad y dice «yo soy pecador y peleo a lo humano ( ... ) y hasta agora no sé lo que con­quisto a fuerza de mis trabajos». Cuando el hombre se condena a ser señor de sí mismo ya no sabe hacia donde camina.
Don Quijote sabe que la estrechez de sus conquistas, trabajos, luchas, batallas ... no valen nada en compara­ción con lo que recibe: «Entre los pecados mayores que los hombres cometen ( ... ) es el desagradecimien­to. Porque los que reciben son infe­riores a los que dan, y así, es Dios sobre todos, porque es dador sobre todos, y no pueden corresponder las dádivas del hombre a las de Dios con igualdad, por infinita distancia; y esta estrecheza y cortedad, en cier­to modo, la suple el agradecimien­to». Como Cervantes experimentó que su liberación era obra de Otro.

Desmitificar la interpretación más popularizada del Quijote es una tarea titánica. La idea de que la historia de Alonso Quijano es la historia de una derrota del ideal se aprende en el colegio -por supuesto sin haber leído la obra- y se llega a la conclusión de que su muerte, terrible, tiene que agarrarse al «consuelo cristiano». Si bien hay algo de cierto en esta interpreta­ción, también hay que decir, en honor a la verdad, que es una cons­tatación que se ha vuelto loca, se ha aislado del conjunto, y así cae en el error -como decía Chesterton-.

Unamuno en su Vida de don Quijote y Sancho -texto casi más leído y, sin duda más asimilado que el de Cervantes al que se refiere­comenta el encuentro del Quijote con las imágenes de los santos. En este capítulo el Quijote ante las figuras de San Pablo, San Ignacio ... se mira a sí mismo con cordura: «ellos fueron santos y pelearon a lo divino y yo soy pecador y peleo a lo humano». Y aunque es verdad que hay cierto dolor en sus pala­bras, ante todo juzga la ocasión de «felicísimo acontecimiento». Pues bien, sobre esto, decía Unamuno: «no hay acaso en toda la tristísima epopeya de su vida pasaje que nos labre más honda pesadumbre en el corazón». ¿Cómo es posible que lo que el mismo Quijote considera «felicísimo acontecimiento» cause en don Miguel «honda pesadum­bre»?
Es que la mentalidad dominante no soporta que el hombre con sus propias fuerzas pueda tan poco; y menos la ternura con la que el Qui­jote se descubre a sí mismo miran­do a los santos. Las andanzas de don Quijote y Sancho están hendi­das, una y otra vez, por hechos que rompen el proyecto ilusorio que los personajes se habían marcado. La vida misma. Decía Borges que todo el Quijo­te estaba escrito para el último capítulo. La realidad, testaruda, se impone, no para machacar al perso­naje si no para mostrarle su bien: «Bendito sea el poder de Dios, que tanto bien me ha hecho -dice el Quijote poco antes de morir-. En fin, sus misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres». Su sobrina, perpleja, le vuelve a pre­guntar y él insiste: «Las misericor­dias, sobrina, son las que en este instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis pecados». Unamuno exclama « ¡ piadosísimas palabras!», y noso­tros ¡realismo extremo! Porque no es la historia de una derrota que se consuele con reflexiones pías si no una historia humana.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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