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Huellas N.02, Febrero 1993

SAN FRANCISCO SOLANO

El evangelio en los Andes

Fidel González

Franciscano. Viajó a lo largo de los países andinos. Luego se quedó en Lima. Allí se convirtió en un predicador escuchado por todos

Fray Francisco Solano llega al virreinato de Perú en 1580, eje polí­tico y corazón católico y cultural de la América del Sur en plena efer­vescencia conquistadora por una parte y, evangelizadora, por otra. De aquí parten las rutas misioneras hacia las tierras de los actuales Chi­le, Bolivia y Argentina, hacia las riberas y las selvas de Río de la Pla­ta. Otras rutas retoman el camino del Norte por las tierras de los actuales Ecuador y Colombia.
Lima es un corazón misionero con sus conventos de fervor evan­gelizador y de santos, su universi­dad y sus colegios, sus dinámicos arzobispos y los primeros concilios provinciales del Nuevo Mundo. Estos concilios dieron las normas pastorales para la catequesis de los indígenas, publicaron y promovie­ron catecismos en lenguas indíge­nas, manuales para los confesores, crearon las famosas «doctrinas» y parroquias misioneras para los indios, hicieron obligatorio para todos los misioneros el aprendizaje (con relativo examen de habilita­ción) de las lenguas indígenas, y se afrontaron con valentía los proble­mas éticos que presentaba la con­quista.
Lima es un foco de estudios humanísticos, etnológicos y lingüís­ticos con su recién creada universi­dad (1551) y los numerosos cole­gios universitarios de las distintas órdenes religiosas. Aquí surge tam­bién el primer seminario conciliar de la historia moderna (antes que en Europa). Su imprenta, sus hospitales y sus obras de caridad manifies­tan cómo la caridad se hace obra.

Un músico apasionado
Había nacido en Montilla de Cór­doba (España) el 6 de marzo de 1549. Se educó con los jesuitas, pero a los veinte años decidió seguir la vocación franciscana. El joven Francisco tenía una profunda sensibilidad humana, un alma de poeta y de músico. Esta pasión por la música le ayudará tam­bién a descubrir la belleza y la armonía agridulce y melancólica de las gentes de aquella América del Sur que amará con pasión. Muchas de aque­llas canciones que reflejan el profun­do sentido religioso de los pueblos andinos entraron en el tesoro de la tra­dición cristiana de aquellos pueblos.
Fray Solano fue ordenado sacer­dote en 1576. Al principio ejerció su misión en Andalucía. Pero Dios le preparaba para otras misiones. El joven fraile es atraído por los ejem­plos misioneros de sus hermanos de Orden como las gestas de los «Doce Apóstoles de México», que querían implantar en el Nuevo Mundo la experiencia de la «Iglesia primitiva en medio de los pobres indios», por las cartas que se recibían de Ultra­mar, y por las procesiones de frailes que marchaban como misioneros hacia el Nuevo Mundo, dispuestos incluso al martirio. Fray Solano quiere seguir sus huellas por amor a los indios «para plantar el Evangelio en su corazón». Lo destinan a las misiones del Tucumán (Argentina), una región apenas explorada.

Un viaje agitado
Se embarca en la nave en la que viaja el nuevo virrey del Perú, el célebre D. García Hurtado de Men­doza. El viaje de travesía del Océa­no estaba lleno de peligros con sus naufragios frecuentes. A veces, cuando los náufragos lograban sal­varse en alguna isla del Caribe caían en manos de unas tribus antropófagas y hostiles que acaba­ban con ellos. Otras veces los pira­tas calvinistas, que infestaban aque­llos mares, abordaban a los galeo­nes. En aquellos años varias expedi­ciones de misioneros habían caído en sus manos siendo degollados sin piedad. Son famosos los mártires de dos expediciones de jesuitas caídos en sus manos, una de cuarenta, ase­sinados en 1570, y otra de doce, poco después.
Fray Francisco Solano superó aquella barrera de muerte llegando finalmente a las costas de Cartagena de Indias. Se encuentra con un mun­do donde abundaba el pecado, pero sobreabundaba también la gracia. Por aquellas tierras corrían ya los ríos de la fecunda santidad francis­cana.
De los numerosos colegios fun­dados por los franciscanos estaban saliendo generaciones de artistas, poetas y líderes cristianos indígenas. Eran los constructores de una nueva historia y de una nueva cultura cató­lica. Los franciscanos miraban al indio como a la imago Christi, y por eso lo trataban con respeto. En esto eran perfectos discípulos de Francis­co de Asís en su manera de mirar al indigente y al menospreciado.

Hacia Tucumán
El destino de Fray Francisco Solano es Tucumán, a más de cua­tro mil kilómetros de camino desde Panamá. Se propone seguir la ruta trazada por los españoles de enton­ces: atraviesa Panamá hasta las cos­tas del Pacífico. Se proponía llegar hasta el Callao, el puerto de Lima, y desde allí, cruzando los Andes y la actual Bolivia, llegar a las tierras argentinas de Tucumán. Pero aque­llas rutas eran siempre una incógni­ta. Muchos zarpaban, pero pocos llegaban a su destino. Tal fue el caso de la comitiva de Fray Solano. En Panamá mueren dos de sus com­pañeros. Cuando navegaban hacia Perú naufragan y perece otro de los compañeros. Los supervivientes logran alcanzar las costas colombia­nas del Pacífico. Abandonados a sí mismos, el fraile misionero infunde ánimos a sus compañeros de trage­dia. Atravesando las tierras de Colombia y Ecuador llegan a los ardientes arenales de la costa norte del Perú. Finalmente, agotados, logran llegar a pie hasta Lima. El descanso es breve. El fraile misio­nero tiene que reanudar de nuevo el viaje hacia su lejano destino en compañía de otros ocho compañe­ros, a pie y a lomo de mula. La comitiva atraviesa los Andes por el valle de Jauja, Ayacucho, hasta lle­gar a Cuzco. Cruza la meseta del Collao, la actual Bolivia, por Poto­sí, y entra en Argentina; baja hasta Salta, y finalmente llega a su desti­no: las llanuras de Tucumán. Está­bamos en 1590. Aquel largo camino desde España a Tucumán había durado todo un año. No había sido en vano. Había constituido una pre­ciosa ocasión de misión itinerante.

En las regiones andinas
La inmensa región de la actual Argentina, Paraguay y Uruguay contaba entonces con sólo dos obis­pados: el de Tucumán y el de Río de la Plata, asistidos por pocos misio­neros franciscanos, dominicos y mercedarios. Los franciscanos habí­an llegado entre los primeros a estas inmensas regiones.
Francisco se une a esta falange de misioneros franciscanos trabajan­do en estas tierras de la Alta Argen­tina y del Uruguay durante 11 años. Trabajó incansablemente entre los indios y entre los colonos españoles. Lo nombraron Custodio de aquellas misiones (superior). Pero enseguida renunció al cargo para dedicarse a la evangelización de los indios. Reco­rrió así las comarcas argentinas pero su trabajo en aquellas tierras iba a ser pronto interrumpido.
En 1594 los superiores francisca­nos, que querían llevar adelante una profunda reforma de la vida religio­sa franciscana en aquellas regiones del Nuevo Mundo, piensan en el fraile misionero. Lo llaman a Lima para que tome en sus manos aquel arduo trabajo. A mediados de 1595 emprende el viaje de regreso a la ciudad de los Reyes. Así se llamaba la capital del virreinato del Perú fundada en honor de los Reyes Magos. Allí le nombraron guardián (superior) de varios conventos. Fun­da otros nuevos siguiendo las pautas del movimiento de renovación fran­ciscana.
Pero enseguida renuncia a todos los cargos. Siente que su vocación es la de ser un misionero itinerante, peregrinans propter Christum, como San Pablo o como los monjes medievales evangelizadores de Europa. En esta incesante peregrina­ción evangélica recorre los países andinos hasta que en 1605 se ve obligado a volver de nuevo a Lima.

Como Bernardino de Siena
En el nuevo convento de Lima el misionero itinerante revela su alma contemplativa inseparable de su acción apostólica. Se consagra total­mente a la obra que aquella dura obediencia le había impuesto, como si ello hubiera sido la obra y la pasión de toda su vida. Su convento limeño se convierte enseguida en movimiento de renovación de la vida religiosa franciscana. Dura poco entre los muros del convento. Fray Solano sale a las calles de Lima, aristocrática y frívola, criolla y conquistadora. Exhorta a todos a la conversión y a la penitencia. La ciudad se conmovió. La gente empezó a seguirlo. En aquellos momentos la ciudad encerraba en sí el misterio de la historia de pecado y de gracia latinoamericano: gente ambiciosa y soberbia, tantos «Miguel Mañara» antes de la con­versión, y tantos santos.
Fray Francisco Solano, el «San Bernardino de Siena latinoamerica­no», el misionero contemplativo, reformador y penitente entrega su alma a Dios en aquella ciudad de contrastes el 14 de abril de 1610. Toda la ciudad, desde el virrey y el arzobispo, al pueblo llano, lo reco­nocen como el abrazo tangible de Jesucristo a todos, pecadores y san­tos, indios y españoles, mestizos y mulatos sin distinción. Cada cual lo reconoce como suyo o como la mano de Jesucristo que une en sí las de todos.
Su caridad, la mansedumbre franciscana y la pobreza evangélica conquistaban a todos porque Fran­cisco sabía hablar al corazón de cada uno. Para poder entrar mejor en el corazón de los indios y anun­ciarles el Evangelio de su Señor Jesucristo se dedicó con empeño a aprender sus lenguas. Como en el caso de su casi contemporáneo San Luis Bertrán, los testigos de su pro­ceso de canonización afirmaron que poseía el don de lenguas. No es extraño en la vida de los santos. ¿No lo pide la oración de la Misa de Pentecostés cuando dice: «Renueva hoy en tu Iglesia los mis­mos milagros que acompañaron los comienzos de la predicación apostólica?

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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