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Huellas N.02, Febrero 1993

MARIO VITTORINO

La decisión para la existencia

Virgilio Pacioni

«Cuando he encontrado a Cristo me he descubierto hombre», así hablaba de sí mismo el gran retórico romano. Historia de una humilde fidelidad a la Iglesia

«Cuando he encontrado a Cris­to me he descubierto hombre». No una iniciación religiosa o una asce­sis moral, sino un acontecimiento es lo que fue el encuentro de Mario Vittorino con el cristianismo a tra­vés de un sacerdote de la Iglesia milanesa llamado Simpliciano, ami­go de San Ambrosio.
Mario Vittorino, como nos tras­mite San Jerónimo en su obra titula­da Los hombres ilustres, había naci­do en el Africa proconsular proba­blemente hacia el 280. Tras los estu­dios de gramática y de retórica se había trasladado a Roma, donde se había hecho profesor. Muchos sena­dores romanos habían estudiado en su escuela. Profundo conocedor de la lengua griega, había traducido al latín algunas obras de Aristóteles, de Porfirio, las Enéadas de Plotino. Sus comentarios a algunas obras de Aristóteles y de Cicerón le habían hecho famoso también como filóso­fo. A través de su actividad cultural había abierto al mundo intelectual latino dos filones de la cultura griega: el neoplatonismo y la lógica.
Su fama se había difundido tan rápidamente que las autoridades romanas habían querido construir una estatua en su honor en el foro romano.

La conversión
San Agustín nos ha trasmitido todo los pasos de la conversión de Mario Vittorino a través del relato del sacerdote Simpliciano.
Agustín, llegado a Milán en el año 386, se acerca a Simpliciano para resolver sus últimas perplejidades respecto al cristianismo. Durante el coloquio el sacerdote milanés, entera­do de que Agustín había leído algu­nos libros de filósofos paganos tradu­cidos al latín por Mario Vittorino, relata al africano, en ese momento profesor de retórica en Milán, su gran amistad con Vittorino durante su estancia en Roma. Durante mucho tiempo esta amistad no había sido tan fecunda como Simpliciano deseaba a causa del miedo de Vittorino a impli­carse personalmente con la comuni­dad cristiana. A él le parecía suficien­te una afinidad puramente teórica con Simpliciano. Buen conocedor de Plo­tino, a Vittorino le parecía que la visión filosófico-religiosa formulada por el filósofo neoplatónico no estaba en conflicto con el cristianismo. A pesar de la insistencia con la que Simpliciano proponía a Vittorino que se implicara con la comunidad cris­tiana en todas sus manifestaciones, éste huía una y otra vez de participar en ellas, contentándose con frecuen­tar al sacerdote para tener conversa­ciones eruditas, y sólo privadamente.
Además, como refiere San Agus­tín, Vittorino no quería disgustar a sus amigos paganos, de los que tan­tos honores había recibido, temiendo su hostilidad desde el momento en que hiciese pública profesión de fe cristiana. Pero un día, liberado de estos prejuicios y de estas resisten­cias, comunicó a Simpliciano la deci­sión de hacerse cristiano y de partici­par públicamente en la vida de la comunidad de Roma. Se había dado cuenta de que lo que Simpliciano proponía no era sólo objeto de con­versación erudita, sino posibilidad de alimento de su propia existencia.
Simpliciano termina el relato describiendo la alegría del pueblo que gritaba «Vittorino, Vittorino» después de que éste, despojándose de toda duda, había decidido hacer la profesión de fe frente al pueblo, rechazando la sugerencia de algunos sacerdotes de Roma de hacer la pro­fesión de fe en privado, privilegio que la comunidad concedía a algu­nos que habían tenido un papel importante en la sociedad romana.
El encuentro de Mario Vittorino con el cristianismo, acaecido in extrema senectute, no sólo no dismi­nuyó, sino que potenció sus energías humanas e intelectuales. Estando candente la polémica arriana, mien­tras muchos cristianos -obispos, sacerdotes y laicos- traicionaban la fe católica y otros por su fidelidad eran enviados al exilio, como el papa Liberio, San Hilario, los obis­pos Eusebio de Vercelli y Lucifer de Cagliari, Mario Vittorino truena desde su cátedra contra el empera­dor arriano. Multiplica su produc­ción literaria; con numerosos escri­tos se yergue en defensa de la profe­sión de fe del concilio de Nicea.

Fidelidad
En el 360 explota la revolución de Juliano contra el emperador Constanzo. A los pocos meses mue­re. El 11 de diciembre del 361 Julia­no conquista Constantinopla decla­rándose emperador «griego entre los griegos». Inicia una serie de refor­mas adoptando una política de «tole­rancia genial y pérfida» que en poco tiempo se transforma en una política de persecución general contra los católicos. A principios del verano del 362 Juliano hace público el edic­to sobre los maestros en el que dis­pone que los retóricos no pueden desarrollar su enseñanza sino con el nihil obstat del emperador y del pro­pio consejo municipal. El emperador define como mentirosos a los retóri­cos católicos. El permiso de enseñar es concedido sólo a los que abjuran públicamente de la fe cristiana. San Agustín escribe: «... loquacem scho­lam deserere maluit quam Verbum tuum»: Vittorino prefiere abandonar «la escuela de las hipótesis» antes que renegar de Jesucristo.
Dedica los últimos años de su vida a comentar las cartas de San Pablo. Su fe «humilde y serena» Je lleva a comentar las epístolas con las mismas palabras del Apóstol como testimonio de su fe pura e íntegra. Sabemos que en el año 386 este niño de Cristo (puer Christi), como lo define San Agustín, ya había muerto.

Traducido por José Clavería

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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