Un macro diócesis que se extiende por las cinco repúblicas asiáticas de la antigua URRSS. La tenaz fidelidad de muchos católicos. Peligros y perspectivas
Nosotros, los Obispos de los países de la antigua Unión Soviética somos probablemente la jerarquía católica más joven del mundo, tanto por nombramiento (13 de abril de 1991), como por edad (el mayor de entre nosotros tiene 46 años, si exceptuamos al arzobispo metropolitano de Bielorusia de 78 años, un veterano del lager).
Actualmente los territorios de la antigua Unión Soviética, salvo Ucrania y los Países Bálticos, se encuentran divididos en seis diócesis, desde el punto de vista de la Iglesia Católica: tres en Bielorusia, donde los católicos superan los dos millones, una en la Rusia europea, con sede en Moscú, y una última en Siberia (la diócesis más grande del mundo, con un Obispo de apenas cuarenta años y treinta y tres sacerdotes, de los cuales cuatro son italianos). Mi diócesis se extiende por el territorio de las cinco repúblicas asiáticas del Kazakstán, Uzbekistán, Turkmenistán, Tadzikistán y Kirgizia, en las que la mitad de la población es musulmana.
Después de siete años
Setenta años de telón de acero, de total aislamiento del mundo católico y del Vaticano, sumados a las deportaciones que han golpeado gravemente a las poblaciones tradicionalmente católicas, como los alemanes del Volga o de Ucrania (Odessa), los ucranianos, los polacos, han dejado la tierra devastada. Se estima que en la ex Unión Soviética existen en conjunto de 13 a 15 millones de católicos «potenciales» que han defendido durante décadas su fe sin los sacerdotes, sacramentos e iglesias que hoy estamos lentamente sacando a la luz, explorando regiones remotas, pueblos en los que la vida parece haberse parado hace cuarenta años. Hace sólo un mes, pasando por Moscú hacia Italia, me llevaron a la Embajada Checa, donde me pusieron al corriente de una comunidad católica, de origen checo, que deseaba la presencia de un sacerdote.
Pero si este es el rostro del catolicismo más allá de los Urales, la situación es análoga en la Rusia europea, fuera de las metrópolis de Moscú y San Petersburgo, únicas localidades de la Rusia europea donde permanecieron abiertas algunas iglesias católicas. Esta falta desesperada de sacerdotes, de iglesias, de textos religiosos, junto a episodios de fe sincera, obstinada y tenazmente unida a las tradiciones es la realidad que me he encontrado para actuar, primero como sacerdote desde 1980 y ahora como Obispo, junto a veintidós sacerdotes (de los que la mitad son extranjeros, alemanes o polacos).
Condiciones favorables
En mi diócesis los católicos «potenciales» pertenecen a minorías ucranianas, alemanas, polacas, lituanas, checas y coreanas: sobre 75 millones de población se calculan aproximadamente 500.000 católicos latinos y otros tantos de rito oriental (solo en la ciudad de Karaganda son 50.000). Los datos fluctúan mucho, también porque asistimos a una fuerte emigración alemana (de la que se calcula un 30% de católicos), mientras que progresivamente se van acercando a nuestra Iglesia personas de nacionalidad rusa, además de algún musulmán: justamente la semana anterior a nuestra partida hacia Italia, se inscribió una familia musulmana a los cursos de catequesis para adultos dirigidos por el padre Johannes Trei, párroco de Karaganda. La situación de las relaciones intereclesiales en mi diócesis es muy distinta a la que existe por ejemplo en Rusia; los ortodoxos son, como nosotros, huéspedes, y por lo tanto están dispuestos a colaborar; la población local, los de Kazakstán, aún siendo de religión musulmana, no tienen una identidad nacional muy marcada (siempre han sido nómadas), y no presentan los rasgos de fundamentalismo que encontramos en otros países islámicos.
Por tanto se puede decir que existen las condiciones óptimas para la evangelización: la convivencia pacífica con las demás religiones y una gran sed de la palabra de Dios que se advierte en todos los estratos de la sociedad. Sin embargo, en este último elemento se encierra un gran peligro: si es cierto, como ha dicho el cardenal Biffi durante su encuentro con nosotros, que la fe de los cristianos perseguidos ha sabido mover montañas, también es verdad que en el lugar de las montañas ha quedado ahora un gran desierto en el que cualquier colina es ávidamente invasión de las sectas, financiadas y armadas con los instrumentos de propaganda de Occidente (sobre todo de los países escandinavos y de los Estados Unidos), que tienen una enorme capacidad misionera, de penetración en los ámbitos de la educación y del trabajo.
Desde este punto de vista es muy necesaria una presencia de movimientos laicos, como el vuestro de Comunión y Liberación, que puedan anunciar el Evangelio y constituir una presencia cristiana dentro del mundo, dentro de la sociedad.
Una vida aventurera
Mi familia, de origen polaco, reside todavía en Ucrania, allí donde he nacido (el 28 de marzo de 1950) y donde ha comenzado mi vocación: he crecido en un ambiente fuerte y tradicionalmente católico, que desafiaba las prohibiciones del régimen para reunirse día a día en la iglesia o en familia para rezar. He sido de los primeros en visitar el «seminario clandestino» con frecuencia en compañía de los padres Marianos; dicho seminario se había organizado como alternativa a las estructuras oficiales, controladas directamente por la K.G.B. que seleccionaba a los candidatos y mantenía rigurosamente el numerus clausus. Durante ese tiempo realicé los trabajos más dispares como, por ejemplo, mecánico, guardagujas de ferrocarril, encargado de las calderas. Esta ha sido mi universidad, donde entendí que el único testimonio creíble era una vida nueva, ensimismada lo más posible con Cristo hasta el punto de suscitar en los demás curiosidad y sorpresa.
Mi ordenación sacerdotal tuvo lugar en una iglesia en medio del campo, a puerta cerrada, a las once de la noche: estábamos solamente el obispo y yo. Recuerdo mi conmoción pero también mi miedo, porque monseñor Sladkevicius me dijo que de mí dependería la prosecución del seminario clandestino y la ordenación de mis compañeros; tenía mucho miedo de que nuestra preparación tan aventurera fuese insuficiente para sostener las pruebas tan difíciles que nos esperaban. Después me marché a Asia, a Kurgan-Tjube como primer destino, donde trabajé durante seis meses antes de ser apartado por la K.G.B. debido a mi gran actividad. Pero mi destino era que tenía que continuar trabajando en aquel país; una vez que me registré de forma regular como sacerdote, volví a Kazakstán, primero a Duambe, después a Karaganda, y por fin a Krasnoarmejsk. Y una semana después de mi ordenación episcopal ordené sacerdote al primer monaguillo que tuve en mi primera parroquia de KurganTjube, el padre Johannes Trei.
Traducido por María Del Puy Alonso
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