Va al contenido

Huellas N.02, Febrero 1993

NORTE-SUR

La injusticia en cifras

Alberto Savorana

Nuevas formas de desigualdad entre el Norte rico y el Sur pobre. Y una única vía de desarrollo: la convivencia

En un periódico de Kampala apareció, un día de diciembre, el anuncio de un concurso. Una emba­jada europea estaba buscando una telefonista. Salario mensual: 4.500 dólares. Probablemente el mismo día, un cirujano del hospital de Mula­go (el más grande del país) estaba visitando a un número indeterminado de pacientes en su ambulatorio. Sala­rio mensual: 50 dólares.
«Las relaciones Norte-Sur del mundo», explica Filippo Ciantia, médico para la cooperación interna­cional, que desde hace años vive en Uganda con su mujer y sus seis hijos. «no son otra cosa que una gigantesca mesa de negociación. Existe un Nor­te enormemente, estructural­mente, vorazmente podero­so y organizado, capaz de utilizar todos los recursos que posee. Y existe un Sur pobre, desangrado, inestable y dividido, incapaz de orga­nizar la demanda de necesi­dades propias y quizás, incluso, de darse cuenta de ellas». Los países desarro­llados, habitados por una cuarta parte de la población mundial, «se comen» el 75% de la producción de todo el planeta.
Echando un vistazo a las cifras de la injusticia, se descubre que el drama de los países pobres ya no es la «explotación» tradicional de los recursos (aunque todavía existe), porque el 77% del PNB (Producto Nacional Bruto) mundial proviene de los países desa­rrollados. Por otro lado, los intercambios internacionales repre­sentan una cuota tan irrisoria en la balanza comercial de casi todos los países pobres, que es difícil atribuir exclusivamente a ellos el subdesa­rrollo del Sur y el enriquecimiento del Norte. En 1988, por ejemplo, la totalidad de África apenas poseía el 1,3% del comercio mundial. El mayor exportador mundial de mate­rias primas son los Estados Unidos, mientras que en el Tercer mundo únicamente venden materias primas los países de la OPEP. Más bien, se está afirmando una nueva y más aguerrida forma de explotación: la que pasa a través de los intereses bancarios por los préstamos recibi­dos.
«Imaginémonos una inundación imprevista que sumerja al Tercer mundo. Según Ralf Dahrendorf, los países desarrollados sobre­vivirían sin dificultad, adaptándose incluso al hun­dimiento de la producción petrolífera. Imaginemos ahora que el embate arrolla de pleno a los países ricos. En este caso todos los demás, es decir los dos ter­cios de la Tierra, quedarían "sumergidos" por proble­mas económicos grandes como montañas y, mientras tanto, retrocederían siglos». Quien habla es Arturo Alberti, desde hace más de 20 años director del AVSI, organización no guberna­mental (ONG) con sede en Cesena que ha enviado a lberoamérica y África cen­tenares de voluntarios para dar techo y trabajo a los más pobres del mundo.
Queda el hecho del gran desnivel de renta existente entre Norte y Sur. «Esta desigualdad, sin embargo», nos dice Alberti, «es medianamente inferior a la que existe entre los países del Tercer mundo y entre los estratos sociales internos. No hay que olvidar tampoco la responsabili­dad de las clases dirigentes locales al determinar el retraso del desarro­llo económico, social y político de las propias naciones».
En este contexto la política de ayudas de los países desarrollados ha alternado explotación de los recursos y defensa del mercado interno. Un peso no irrelevante tie­nen también las políticas sociales proteccionistas del Occidente desa­rrollado, catastrófica para los países pobres. Las ayudas al desarrollo han resultado ser ineficaces cuando no contraproducentes. Dos han sido las líneas de intervención. Hacer la cari­dad, pero abstenerse de favorecer un crecimiento empresarial de las poblaciones en vías de desarrollo. De este modo la inversión en el Ter­cer mundo se refiere preferentemen­te al sector de las grandes infraes­tructuras (con los consiguientes beneficios para las empresas del Norte del mundo) y casi nunca incentivos para el nacimiento de pequeñas y medianas empresas que creen un tejido social y puestos de trabajo (con la ventaja de frenar, no poco, la emigración del Sur hacia el Norte).
Desde hace algún tiempo las cosas van incluso peor, en nombre de la crisis y de la recesión.
Según Alberti, las ayudas que pasan a través de las intervenciones de las ONGs «pueden poner a las poblaciones del Tercer mundo en condición de responder a sus necesi­dades haciéndoles protagonistas de los proyectos de cooperación y del uso de los recursos». Al no poder disponer de medios económicos importantes, las ONGs invierten sobre los recursos humanos. Quien vive en las favelas brasileñas sabe que el problema más grave es el de la falta de iniciativa de la población. La cooperación internacional puede hacer mucho si acepta «convivir» con las realidades locales que pre­tende sostener. La verdadera ayuda al desarrollo es una convivencia. La escuela agrícola de Manaos, en la Amazonia, fundada por misioneros del PIME y ahora gestionada por jóvenes católicos, la mayoría brasi­leños y algún italiano, es un auténti­co prodigio. En una tierra donde el paganismo nunca ha cesado de imponer una impotente pasividad ante los hechos de la naturaleza y de la historia, el Cristianismo vuelve a acontecer como convivencia huma­na y social segura.
Traducido por María Puy Alonso

La copa de champagne por Rodolfo Casadei
Desde el punto de vista de la riqueza y de la pobreza material, el mundo es una copa de champagne. O al menos así lo describe la «Rela­ción sobre el desarrollo humano» del año recién concluido, redactado por los expertos del «Programa de las Naciones Unidas para el desa­rrollo».
En la cima estaría el contenido del cáliz, que comprende el 87,7% de toda la renta del planeta. Pertenece «por derecho» a mil millones de perso­nas que viven, en su inmensa mayoría, en los países del hemisferio norte. Después, hacia abajo, estaría el larguísimo y sutil vástago de cristal: comprende a cuatro mil millones de seres humanos, que se repar­ten el 17,3% restante de las riquezas mundiales.
¿Tenemos que expli­carnos todavía mejor? Digamos entonces que la renta anual per cápita de un suizo es de 32.680 dólares, el de un mozambiqueño es de 80, es decir 400 veces menor. En resumen, un mozambiqueño debe ir tirando durante un año con el equivalente a 11.000 pesetas. ¡Pero no lo conse­guirá! diréis vosotros. Lo consigue, lo consigue. Digamos mejor que no todos lo consiguen: en Mozambi­que, en Somalia, en Etiopía, etc. la mortalidad infantil está entre el 250 y el 300 por mil, es decir, de cada tres o cuatro niños que nacen, uno muere. Los que sobreviven pueden esperar ir tirando hasta los 45 o 46 años (de media). En nuestro caso la mortalidad infantil es del 11 por mil y la esperanza de vida es de 76 años. ¿Por qué se vive poco y mal en los países del llamado Tercer mun­do? Porque hay que salir de paso con 1.700 - 2.000 calorías al día, cuando el mínimo necesario para mantenerse con salud son 2.500 calorías (en Italia se consumen 3.500), porque en la India, 220 millones de personas no tienen acceso a agua potable, porque en Bangladesh 63 millones de perso­nas no tienen acceso a servicios sanitarios de ningún tipo, porque en Etiopía hay un médico cada 60 mil habitantes (en los países de la CEE hay uno cada 330). Y podríamos
seguir. ¿Comprendéis ahora por qué el Papa dice que la pobreza amenaza a la paz?
Traducido por Maria del Puy Alonso

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

Vuelve al inicio de página