¿Qué le sostuvo durante 28 años de trabajos forzados bajo el régimen albanés? Habla el cardenal Ernest Simoni, que vivió la libertad en prisión. En estos «tiempos durísimos» ve el momento de recordar «algo que hemos olvidado: nunca se nos quitará la vida»
Cuando, tímidamente, cuenta su historia habla de «peripecias». Pero se refiere a su arresto, la víspera de Navidad de 1963, con todo lo que siguió: torturas y 28 años de prisión y trabajos forzados, doce de ellos en la mina y luego en las cloacas. El cardenal Ernest Simoni es actualmente el único sacerdote superviviente del régimen albanés de Enver Hoxha. «Igual que me persiguieron a mí, también os perseguirán a vosotros», dice enseguida, casi como queriendo decir que no hay que asombrarse por lo que le sucedió. Y todavía comprende menos que alguien se sorprenda por él mismo, por cómo lo vivió. «Soy totalmente indigno».
Es el mismo sentimiento que le dominaba en la catedral de Tirana el 21 de septiembre de 2014, viendo al Papa conmoverse hasta las lágrimas. Francisco acababa de escuchar el descarnado relato de este anciano sacerdote albanés, que entonces tenía 86 años y todavía atendía decenas de parroquias en las montañas sobre el lago Scutari. Nada más terminar, acudió a abrazarlo, se sostuvieron las manos en silencio con las frentes apoyadas y los ojos cerrados. Lo definió como un «mártir». Un mártir viviente. Dos años después, en el Consistorio del 16 de noviembre de 2016, lo nombró cardenal. Pensando en ese día en San Pedro, Simoni siente aún «mucha vergüenza». «Me besó las manos. Él a mí. Yo las bajaba y él se agachaba más… Luego me abrazó».
Hoy vive en su ciudad adoptiva, Florencia. Hasta febrero, cuando todo se bloqueó, nunca se detuvo, pastor incansable que dedicó su vida a visitar a los católicos albaneses en América y a su servicio a la Iglesia como confesor, exorcista y llevando a todas partes su testimonio. Testimonio que, en la prueba de estos días y en las preocupaciones por el mañana, ayuda a ver de dónde nace la libertad de este hombre, incluso estando “condenado” a la nada por una de las dictaduras más feroces de la historia. Por eso hemos ido a buscarlo mientras pasa estos días de «arresto domiciliario», como él dice, riendo y siempre agradecido por una salud de hierro que «es una gracia de la Virgen. ¡Para ella soy un joven de 92 años!».
Las respuestas a todas las preguntas le salen como una oración. «Dios es amor infinito. Llama al corazón de todos los hombres. Está en cada casa…». En este tiempo sin misas con el pueblo ni sacramentos, para él era aún más claro. «Jesús nos dijo: “allí donde dos rezan, yo soy el tercero”. Está en cada familia, en cada instante, en cada lugar donde lo busquemos».
La emergencia en que el mundo se ha sumido le lleva a repetir las palabras del profeta Daniel sobre el «sacrificio cotidiano», pero «Jesús está vivo. No es mitología. Cuántos poderosos acaban reducidos a polvo, mientras Él sigue vivo y conquista los corazones». Piensa en los que más sufren, en los que han perdido a sus seres queridos, y recuerda lo que «le dijo a Lázaro estando muerto. Tres palabras: “Lázaro, sal afuera”. De la muerte a la vida». En estos «tiempos durísimos» ve el momento de la conversión, de recordar «algo que hemos olvidado: todos los hombres hemos sido creados para la felicidad, la felicidad eterna. La muerte no vence, ha sido aniquilada. Nunca se nos quitará la vida; cambia».
Es la firme esperanza que él ha respirado toda su vida. Creció en el pueblo de Troshani, en una familia profundamente religiosa, luego «llegó la gracia de Dios: la vocación. Conocer la felicidad». Mientras avanzaba la propaganda atea, intentando acabar con la fe mediante el arresto y fusilamiento de cientos de sacerdotes y laicos, Ernest era un joven seminarista franciscano. Tenía veinte años cuando cerraron el convento y lo transformaron en un lugar de tortura, asesinaron a los curas y expulsaron a los novicios, a él le mandaron como maestro a un pueblo perdido entre las montañas. En 1955 le llamaron para hacer el servicio militar. Dos años que para él fueron «más terribles que la cárcel». Luego terminó clandestinamente sus estudios de Teología y fue ordenado sacerdote en 1956.
Siete años después, llegó aquel 24 de diciembre. Acababa de terminar de celebrar la misa en Barbullush, un pueblo cerca de Scutari, y cuatro hombres de la policía de Estado se lo llevaron. A Simoni no le gusta hablar de los abusos que sufrió desde aquel momento, durante sus once mil días de prisión. Pero se le ilumina la cara cuando pasa lista a «todas las veces que Él me salvó». Debían ahorcarme rápidamente, acusado de tres cargos: haber engañado al pueblo con la fe, hacer exorcismos y haber celebrado tres misas por el presidente Kennedy como Pablo VI había pedido a todos los sacerdotes del mundo. Pasó meses en una celda de aislamiento, donde envían a un amigo suyo como espía para que lo provoque hablando mal del régimen. «Había comido un montón de veces en mi casa…», recuerda Simoni, «pero tenía miedo. De todas formas, le respondí que Cristo nos ha enseñado a amar a los enemigos y que nosotros debemos comprometernos por el bien del pueblo». Por lo que parece, aquellas palabras llegaron hasta el dictador, que conmutó la condena a muerte por trabajos forzados. Pero la gracia ya le había tocado cuando le dijeron que le iban a ahorcar, porque no sintió miedo. «No me parecía gran cosa. Decía: “Dios es más grande que vosotros. Y Jesús derramó su sangre por todos. Por todos”. Me salía una sonrisa. Dios ilumina».
Diez años más tarde, el 22 de mayo de 1973, estalló una revuelta en el campo y le acusaron injustamente de haberla fomentado. De nuevo, condena a muerte, pero se la retiraron. «En otra ocasión», recuerda, «todos los prisioneros bebimos agua corroída, contaminada, ¡y ninguno murió! La Santísima Virgen nos protegió. ¡Siempre lo ha hecho!». Podían morir cualquier día, trabajaban en la mina de Spaç, quinientos metros bajo tierra entre humos y vapores, a cuarenta grados. Cuando salían, hacía veinte bajo cero. Se queda en silencio y luego dice: «“Yo estoy contigo”, le dijo a san Pablo».
Su vida les enseñó «algo potentísimo: sine me nihil potestis facere». Cita continuamente, con la misma memoria indestructible con que decía misa en latín en la cárcel, consagrando en sus manos migas de pan y jugo de uvas machacadas. «Me las traía la mujer de un profesor musulmán que estaba preso conmigo». Eran tres mil en el campo, de todas las religiones pero sobre todo católicos, prisioneros del primer Estado del mundo que se proclamó ateo en su Constitución. Él, en silencio, rezaba en voz baja. «Me observaban y decían: “Es bueno, pero está loco…”. Yo rezaba con todo mi corazón. Era mi sostén». A escondidas, confesaba, bautizaba y daba la Comunión. Nunca dejó de ser párroco, ni siquiera cuando, declarado “enemigo del pueblo”, le enviaron a las cloacas de Scutari, «los canales de agua negra», donde pasó los últimos diez años, hasta su liberación y la primera misa celebrada de nuevo en la iglesia, el 4 de noviembre de 1990. Como contó delante del Papa, «con la llegada de la libertad religiosa, el Señor me ayudó a servir en muchos pueblos y a reconciliar a muchas personas que querían venganza».
Simoni se sorprende cada vez que le preguntan cómo pudo perdonar. «Pero si lo ha hecho todo Jesús… Yo solo he tenido la mínima buena voluntad de acogerlo. Tengo que darle gracias de rodillas porque siempre ha estado conmigo, dándome fuerza». Luego añade, como si fuera lo más natural: «Nos mandó amar a nuestros enemigos y rezar por ellos». No ha dejado de hacerlo desde que fue liberado, encomendando a sus perseguidores a la misericordia divina. «En el paraíso se festeja más por un pecador arrepentido que por todos los santos. Jesús va en busca de la oveja perdida y la lleva sobre sus espaldas. Es todo lo que desea», afirma. «He perdonado de corazón, como espero que un día el Señor perdone mis pecados».
Hoy su esperanza está grabada en albanés en su escudo cardenalicio: «Mi corazón triunfará». Eligió las palabras de la Virgen de Fátima, debajo de las cadenas rotas por la cruz. Está seguro de que «Jesús no nos olvida, nos ayuda», pero también nosotros «debemos elegir». ¿Qué debemos elegir? Vuelve al Evangelio. «Todos lo sabemos. Marta se preocupa por muchas cosas, se queja de María. Y Jesús le dice: “Marta, tu hermana ha elegido la mejor parte, la más hermosa, la más poderosa y dulce, la que nunca se pierde, la que nunca se alejará de ella”. Debemos volver a acercarnos a Él». Luego se excusa: «Lo siento, no puedo hablar con caricias… Se trata de amar, seguir los mandamientos, la oración ante el Santísimo, el Rosario, acoger al prójimo, a los pobres, porque lo que les hacemos a ellos se lo hacemos a Él… Se trata de hacerlo todo con él». Luego precisa: «Hacernos niños. “Si no os hacéis como niños…”». Él mira a santa Teresita de Lisieux, que «nos enseña con cosas sencillas cómo llegaba a Dios. Porque llegar a Dios es un juego de niños. Es como abandonarse en los brazos del padre y de la madre».
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