El escritor Giuseppe Lupo, candidato al Premio Strega, se mide con este tiempo de ruptura entre dos épocas. Las pretensiones del tercer milenio, la necesidad de padres, la globalización... «No se pueden fagocitar los lugares, las distancias. Igual que las relaciones»
Y salimos a contemplar de nuevo las estrellas. No había palabras más apropiadas para la espera de estas semanas de aislamiento. Cuando la Jornada nacional dedicada a Dante en Italia cayó en medio de la cuarentena, el último endecasílabo del Infierno empezó a resonar por internet y las redes sociales como un lema de ánimo. «Pero hay que repetir el verso entero», apunta Giuseppe Lupo: «“Y entonces salimos a contemplar de nuevo las estrellas”. El adverbio es fundamental». Nacido en la región de Basilicata pero lombardo de adopción, da clase de Literatura italiana contemporánea en la Universidad Católica de Milán y está entre los candidatos al Premio Strega con su Breve storia del mio silenzio. Durante la emergencia ha publicado un libro electrónico en el periódico Il Sole-24 Ore, titulado Los días de la emergencia, diario de un tiempo que «sale del transcurso anónimo del tiempo» y supone «una ruptura, al menos ideal, entre dos épocas». Pero hay que dar el paso de una a otra, y es entonces cuando se topa con la Divina Comedia.
¿Por qué es tan importante el adverbio dantesco?
Porque la visión del cielo presupone algo distinto que la provoca: es posible porque antes ha sucedido algo. Ese adverbio-conjunción tiene una naturaleza deductiva. Hay un puente que permite transitar hacia las estrellas, y es la conciencia de lo que está sucediendo ahora. De otro modo no podremos evitar la idea que expresa el eslogan “saldremos igual que antes”. Yo espero que no sea así. No podemos borrar con una esponja estos dos meses. En este sentido resulta decisiva la lógica del entonces, la lógica de los pasos.
¿Cuáles son los pasos hoy?
Esperábamos el tercer milenio con grandes esperanzas y nos hemos quedado totalmente defraudados. En veinte años hemos visto las Torres Gemelas, la crisis económica, el terrorismo… Hemos entrado en una “época de incertidumbre”, como la definió Zygmunt Bauman. De modo que espero que este periodo imprevisto que estamos viviendo ponga fin a esta época…
¿Puede explicar mejor los rasgos de esta época?
Nos ha emborrachado. Sobre todo, adulterando la percepción del tiempo y del espacio. No demonizo la globalización, cuyos beneficios yo también disfruto, no me opongo a lo moderno, pero vivo con malestar y aversión el proceso de homologación. Nos han engañado desde el punto de vista de las coordenadas, de las dimensiones. “Lo que sucede en Nueva Zelanda sucede aquí”. No es verdad. Se desnaturaliza la distancia, cuya percepción hemos perdido. Hemos olvidado que el mundo no se comporta igual en todas partes. De hecho, un mundo que pretende reaccionar de la misma manera pierde riqueza, se empobrece. Por otro lado, se mantienen las viejas lógicas, hay países que explotan y países explotados…
Sobre esto, ¿qué conciencia nos aporta el momento presente?
Que no se pueden fagocitar los lugares, la geografía, las distancias. Igual que las relaciones. En una situación de restricción, de inmovilidad, de aislamiento, cuando todo lo que normalmente nos molesta de repente ha desaparecido, hemos empezado a sentir, también de manera traumática, nostalgia de la proximidad. Nostalgia del “vecino”, también de los lugares vecinos.
Ha escrito usted que está saliendo a la luz «la necesidad de padres, de saber que existen». Y que se trata de una necesidad vinculada al conocimiento.
En la larga deriva del siglo pasado, hemos derribado cualquier verticalidad. Los presupuestos más que justos de la democratización, ¿dónde acabaron? Contestando a cualquier auctoritas, nivelándolo todo como opinión… La horizontalidad se convirtió en el ideal. Y hoy se pone de manifiesto una anomalía notable. Con la prepotencia, ahora vuelve la verticalidad. Porque no es cierto que el conocimiento sea horizontal.
¿Se refiere a las competencias o a otra cosa?
Las competencias son un ejemplo. Cuando llega la pandemia, cuando ya se deja de bromear porque muere gente, y mucha, el miedo nos lleva a recuperar la importancia de la verticalidad. No se trata de un discurso “religioso” sino de autoridad… Nos hemos dado cuenta de que necesitamos seguir a alguien que sepa. Prorrumpe la exigencia de entender, de saber. ¿Y a quién te diriges? Lo mismo vale también para la necesidad renovada de una jerarquía en las cosas: lo que es importante y lo que no. Hemos llegado hasta aquí con una ligereza y una hybris... pero no es una cuestión moralista.
¿Qué es entonces?
Diría que emerge cuál ha sido nuestra incubación moral hasta hoy. Claramente, la pandemia es un problema sanitario, pero ha desvelado un mal incubado por un modo de vivir, por nuestra manera de comportarnos, de sentirnos dueños, intocables, infalibles, con la pretensión absurda de poder hacer “todo lo que quiera”. En definitiva, hemos sacado al hombre del centro de nuestros intereses, pensando que no era necesario.
¿A qué se refiere?
A no admitir con humildad quiénes somos, la verdad sobre nosotros mismos que queremos callar. Como fragilidad personal y como sistema, un sistema injusto de relaciones entre pueblos que habrá que afrontar porque no es humano. Una cultura que durante décadas ha girado en torno al individualismo ha impactado contra una pandemia que nos enseña una cosa: o nos salvamos todos o no se salva nadie. Si no comprendemos esto, podría venir una etapa aún más decepcionante.
El premier albanés Edi Rama envió personal sanitario a Italia el 29 de marzo y a usted le impresionó la manera en que pronunció su discurso. Escribió que no es el aspecto emotivo lo que llamó su atención sino el hecho de que «de la memoria nace el reconocimiento y del reconocimiento la solidaridad».
Rama, con la preocupación de no estar a la altura, de ofrecer una ayuda inadecuada, dijo: «Sé que treinta médicos y enfermeros no revertirán la relación entre la fuerza letal de este enemigo invisible y las fuerzas vestidas de blanco… pero sé que allí abajo está nuestra casa». Un político de una nación periférica nos habla de esta mezcla entre memoria y reconocimiento, que da origen a una visión distinta. Es un magisterio de cultura solidaria, que nace del «no podemos olvidar» que dejó caer en medio de su intervención. La solidaridad es un valor inalienable. No veo otro punto de sutura con un posible tiempo nuevo, que permita generar un pacto mejor entre los pueblos.
¿Es un problema de los gobernantes?
También. Pero todos los hombres se están viendo interpelados: ¿de qué parte estás? Implica un sentido de responsabilidad enorme, que nos llega cuando nos habíamos des-responsabilizado de todo, adormeciendo nuestra inteligencia mientras seguíamos viviendo y diciendo: “así va el mundo”. Nos escondíamos tras las “seguridades” de la ciencia y la tecnología.
Volvamos al “entonces”. ¿Qué nos adentrará en lo nuevo?
Lo que está pasando ha puesto en crisis la política, la economía, incluso la filosofía del derecho, con el debate sobre la legitimidad de las decisiones tomadas. Sin ánimo de ofender, no será ninguna de ellas quien sirva de puente. Nos queda la belleza. Mi editor, Cesare De Michelis, decía que a la peste de Florencia en el siglo XIV no la vencieron los médicos sino el Decamerón. La narración de esas historias creó los presupuestos del humanismo. La cultura tiene esa función de confiarnos a la belleza. Porque la belleza dura en el tiempo. Es inexpugnable.
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