En Uganda, todo estaba preparado para unos días de vacaciones de los grupos de CL procedentes de varios países de África. Sin embargo, debido al peligro de un posible contagio, los amigos italianos no pueden acudir a la cita. Cunde el miedo, todo se paraliza. Luego... Desde Kampala el relato de un camino de libertad
Todo estaba listo, perfectamente organizado. Siete u ocho amigos debían viajar desde Italia para el encuentro a finales de febrero en Entebbe, cerca de Kampala, en la orilla ugandesa del lago Victoria. Desde hace un tiempo, cada dos años se vienen celebrando tres días de vacaciones juntos bajo el lema "En la fuente", como se dio en llamar el primero de estos encuentros. Un grupo de unas 40 personas procedentes de los países africanos donde hay una comunidad de CL. Una ocasión de compartir la vida, mediante tres días de convivencia, diálogo y excursiones, para estar ante la Presencia que nos ha cautivado y ahora nos une. La fuente, por tanto, de nuestra amistad.
Luego, hace ya varias semanas, las primeras noticias. El coronavirus, el multiplicarse de casos en Italia, luego enseguida en España, los vuelos cancelados, las incertidumbres crecientes. En fin, lo que todos sabemos. Resultó claro que los amigos de Europa no podrían acudir a la cita. Empecé a preocuparme, a ponerme nerviosa. Se trataba de una cita muy importante y su participación suponía una ayuda fundamental.
Las noticias empezaron a acelerarse. Desde Nigeria, desde donde tenían que venir algunos amigos, llegó la noticia de un caso de contagio. Me entró miedo. ¿Qué hacer? ¿Seguir igualmente sin los europeos? ¿Suspenderlo todo? Lo consulté con Carrón y algunos amigos. Buscaba una respuesta y en cambio... «Decidas lo que decidas, estamos contigo». Me quedé algo desconcertada. Pensaba que sería más sencillo si alguien me dijera: «Mantened las vacaciones», o bien: «Mejor las suspendeis». Me quedé bloqueada. Me tocaba a mí decidir, estaba obligada a jugármela en primera persona, a buscar en mi experiencia lo que he aprendido en el movimiento. Por mi cabeza rondaban mil preocupaciones: «¿Y si vienen a Uganda y nos contagian?». Cuando caí en la cuenta de que ninguno de estos amigos depende de mí, que no soy yo quien los salva, que ni siquiera un pelo de su cabeza depende de mí, empecé a respirar y a sentirme agradecida. Esto me ayudó a redescubrir que tampoco yo me hago a mí misma.
Volví a leer el artículo que Carrón publicó en ABC con ocasión de la Navidad. «Nuestro yo vale más que el universo», leí. «Si esto es cierto, ¿un virus puede reducir su valor? ¿Puede vaciarse su valor a causa de todo lo que está sucediendo?». Tuve claro que debía empezar por ahí. Y que haríamos las vacaciones planteando estas preguntas, junto con la provocación de la Escuela de comunidad. En Crear huellas en la historia del mundo se habla de la fe como «el conocimiento amoroso» de un «yo movido por entero, en su inteligencia y en su afecto» por una correspondencia real. Si Jesucristo nos ha atraído de esta manera, ¿quién o qué podrá apartarnos de él?
Entonces empecé a desbloquearme. La fe es lo que me permite estar en pie y vivir esta circunstancia concreta con una perspectiva distinta, partiendo de la pregunta: «Pero yo, ¿de quién soy?». ¿De quién soy en este preciso instante? En Entebbe, la noche del 29 de febrero, nos reunimos un grupo reducido procedente de Uganda, Kenia, Camerún... En ese momento era razonable. Fue un encuentro precioso. Estábamos serenos, a pesar de que faltaran muchos amigos. En un momento dado, ante una cierta sensación de abandono, solté: «Bendito sea Dios que pasa esto. Una nueva ocasión para tomar conciencia de lo que nos decimos siempre: ¿hay algo en nuestra experiencia que puede vencer el miedo? ¿Este trance me permite experimentar de quién soy yo?». No nos damos a nosotros mismos ni un instante de vida. Caer en la cuenta de ello es lo único que puede dar esa paz y esa tranquilidad que pude ver entre nosotros.
Al final, tuvimos una conversación con Davide Prosperi, vicepresidente de la Fraternidad de CL, por videoconferencia. También aquí, en África, donde en general la gente vive con miedo –¡imaginad en una situación como la actual!–, con el temor a que quien gobierna se haga el sueco, esconda información o, peor aún, niegue el peligro, es posible mantener la serenidad. Fue palpable en los diálogos de esos días.
Doy gracias a Dios que me llama a vivir esta circunstancia para volver a ponerme en pie, para recobrar la conciencia de lo que soy, como si me preguntara: «¿Quién eres? ¿De quién eres?». Él me atrae hacia sí continuamente y nada me corresponde más.
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