La fragilidad y los sueños del tecnicismo, la necesidad del otro y la ausencia de autoridad. La emergencia del coronavirus pone en crisis a una civilización occidental «cada vez más indiferente a la idea misma de Jesús». Y nos deja ante una encrucijada… Hablamos con Antonio Polito, columnista del Corriere della Sera
«Es una imagen fuerte. Y muy eficaz, porque habla de la experiencia de cada uno de nosotros». Cuando Antonio Polito, 64 años, columnista del Corriere della Sera, leyó el artículo de Julián Carrón publicado en su periódico el pasado 1 de marzo (y en elmundo.es el día 3), se quedó impactado por ese párrafo tan sencillo y potente a la vez: «¿Qué vence el miedo en un niño? La presencia de su madre».
Puede parecer extraño ver en ese ejemplo una respuesta al drama que en pocos días ha trastornado el mundo y nuestras vidas. Sin embargo, es un punto crucial. El coronavirus nos ha llevado de golpe a la crisis más grave de las últimas décadas. Ha sacado a la luz nuestro «miedo profundo, el que nos paraliza en el fondo de nuestro ser», escribe Carrón, algo a lo que solo puede responder «una presencia», pero no «cualquier presencia. Por este motivo Dios se ha hecho hombre», ha entrado en la historia. Y por eso hoy es vital interceptar a sus testigos, es decir, «personas en las que se ve en acto una experiencia de victoria sobre el miedo». La clave, en definitiva, es justamente esa, más poderosa que miles de análisis: una experiencia. Madre e hijo. Polito lo señala así: «Veo la necesidad de tener confianza en algo más grande que nosotros mismos, que nos ama infinitamente y por tanto nos protege. Exactamente igual que hacíamos de niños. Cuando lo leí, me vino a la mente la Virgen de la Misericordia de tantos cuadros, ¿te das cuenta? Abre su manto y resguarda a su pueblo».
Él también lleva días recluido en casa, como (casi) todos. «Es una forma de aislamiento social, pero también de acercamiento familiar», observa con una sonrisa. «Por primera vez, después de años, estamos siempre juntos...». Allí, desde el salón de casa, con jornadas repletas de descubrimientos inesperados («¿alguna vez has probado Google Classroom? Es un trabajo de locos») y conversaciones con sus hijos («ellos también están haciendo un esfuerzo excepcional para permanecer blindados, pero comprenden el motivo»), observa a Italia –y al resto del mundo– que se enfrenta a uno de esos acontecimientos capaces de hacer que salgan a la luz infinidad de cosas.
¿Qué nos puede liberar de este miedo?
Es una de las lecciones más importantes que podemos aprender. Es urgente, porque esto del coronavirus es algo muy profundo. Está poniendo en crisis al menos cuatro grandes mitos actuales, de una civilización occidental que se ha ido haciendo cada vez más indiferente a la idea misma de Jesús. Y lo digo, en cierto modo, como laico.
¿Cuáles son esos mitos?
El primero, si quieres, es el de la diosa Gea. La Tierra, la naturaleza. Para algunos se ha convertido casi en un ídolo. Como si fuera una divinidad en sí misma, de la que derivan muchas ideologías: los hiperambientalistas más retrógrados, los que dicen que somos demasiados, que sería mejor que el ser humano se extinguiera, que la Tierra tiene más derechos que nosotros… No hablo del ambientalismo sano, entiéndeme. La naturaleza es importantísima y defenderla es decisivo. Pero por sus propias leyes, la vida combate en todas partes para afirmarse, también ante un virus. Y esto hay que afrontarlo de manera razonable. La naturaleza no es Dios, es parte de la creación. Lo mismo vale para otro mito, igual y contrario, el de la Ciencia.
También indispensable, pero limitada…
Así es. La modernidad vive de la idea de que cualquier problema que surja o cualquier emergencia que se nos ponga por delante, la ciencia y la técnica serán capaces de superarlo. Encontramos el remedio y fuera, problema resuelto. Pero no es así. Contra un virus nuevo, como este, no hay medicina. Tenemos que empezar de cero, con paciencia. Buscando una vacuna que tal vez pueda frenarlo dentro de un año, pero quién sabe qué pasará mientras tanto. Es una prueba de que la tecnología no lo puede todo. La ciencia es fundamental, pero no es omnipotente. Puede parecer obvio, pero es una lección importante para los adoradores de la diosa Tékne.
¿Y los otros mitos desacreditados?
En cierto sentido, van juntos. Uno es el dios Ego, el individualismo. Lo que está pasando nos dice que en una situación de emergencia solo ciertos comportamientos colectivos pueden dar resultado. Los intentos egoístas, construidos solo en torno al interés individual, son tan ineficaces que incluso pueden causar más daños. Si huyo de la “zona roja” para irme al sur o quedo con mis amigos en el bar porque, «total, solo enferman los ancianos», me convierto en parte del problema… La vieja ley de fondos de mercado –buscar el propio interés crea por sí mismo bienestar para todos– no se mantiene en pie. Hay ámbitos de la vida donde no es así, y son ámbitos decisivos. Pero unido a esta cuestión, si quieres, está también el cuarto ídolo, muy italiano, el Caos. Estamos convencidos de que, en general, las cosas funcionan mejor cuando no se siguen las reglas. Bueno, pues no es verdad.
Tal vez haya también otro factor que se vea desplazado, relacionado con el Ego, y es lo que algunos llaman el «derecho a tener derecho». Lo formulabas así en uno de tus artículos: «Desde hace mucho tiempo hemos aprendido a vivir solo de derechos. Ha llegado la hora de los deberes».
En el fondo, ¿de dónde nace la idolatría del Ego? Del bienestar colectivo. Es típico en una sociedad opulenta, segura de sí misma, que cree haber resuelto gran parte de sus problemas primarios y por tanto puede dedicarse al cultivo de derechos viejos y nuevos. Desde los años sesenta en adelante, nacen continuamente: a la privacidad, a la elección de género, a la autodeterminación… Ahora esta emergencia nos pone delante la necesidad de los deberes. Nos llama a una responsabilidad, en definitiva.
Carrón observa que en una circunstancia así «sale a la luz el camino de maduración que –cada uno personalmente y todos juntos– hemos hecho», emerge «la conciencia de nosotros mismos que hemos alcanzado». ¿Tú qué ves aflorar?
Un rasgo importante: el sentimiento de vulnerabilidad. Darse cuenta es decisivo. En el mundo de nuestros padres o abuelos, donde se moría a los treinta años, una epidemia como esta era casi algo normal. Hoy no, en nuestra época la precariedad es algo que tendemos a censurar. Más aún, hay incluso una búsqueda declarada de la inmortalidad. Mientras estamos combatiendo contra el virus, en el lugar más avanzado del mundo, la California de Silicon Valley, hay propietarios de Big Tech que invierten miles de millones en biotecnología o en la integración entre el hombre y la máquina. Tenemos ya cientos de cuerpos hibernando, esperando a que la ciencia encuentre la manera de devolverlos a la vida… El sueño de la inmortalidad es muy potente en la sociedad contemporánea, que se considera la última civilización, la definitiva, la que puede alcanzar la liberación del hombre respecto de la muerte. En una sociedad que vive una hybris tan potente que le hace sentir orgullosa de sí misma, invulnerable, el descubrimiento de esta fragilidad resulta aún más sobrecogedor. Es un trauma terrible. Pero puede ser útil.
Ante esta situación, ¿qué tiene que decir el reclamo a buscar testigos de un Dios que «se ha hecho hombre, se ha convertido en una presencia histórica, carnal»?
No lo sé. Pero una de las razones por las que el cristianismo se difundió tanto en el mundo fue precisamente la perspectiva de derrotar a la muerte. Y lo hace además con el sacrificio de Dios. Es la única religión del mundo en la que Dios se encarna y pasa por su propia muerte para decirle al hombre: todos podéis resucitar. Hay historiadores que han afirmado que entre los motivos del éxito –digámoslo así– de la fe está el hecho de que en las epidemias los cristianos se comportaban de una manera distinta. Los demás huían, ellos cuidaban a los enfermos. Incluso a costa de su vida. Así se ganaron la admiración de todos. «¿Pero por qué actúan así? Se ve que el Omnipotente les protege...».
¿Hoy también es así?
La única manera de combatir la muerte es la esperanza de la resurrección. Y se identifica con la figura de Jesús. Es una respuesta que en las últimas décadas, por desgracia, se ha visto desgastada por la secularización, ha perdido su fuerza. No me refiero solo a la reducción del número de cristianos, sino a la misma fe que los propios cristianos tienen en la resurrección. El cristianismo se ha reducido a una serie de preceptos y valores, compartidos también en parte por la sociedad laica, pero se ha perdido completamente su alcance. Sin embargo, la propuesta de la resurrección es la única manera de combatir a la muerte en su raíz. En realidad, no solo el miedo a la muerte, también la conciencia cotidiana de nuestra finitud.
Es decir, la incertidumbre existencial, lo que Carrón llama «incapacidad para afrontar la vida que tenemos entre manos»…
Exacto. La cuestión es que somos los únicos seres vivientes capaces de imaginarse, e imaginar el mundo, después de nuestra muerte, después de nosotros. Y eso nos hace estructuralmente precarios. Vivimos desde que nacemos con nostalgia del infinito. El único remedio que ha surgido en la tradición occidental es la fe en Cristo. Entendido justamente como el Resucitado, como Dios que, como hombre, murió y resucitó. Por eso se habla de «gracia».
Pero entonces, ¿esta situación no se convierte en una oportunidad para descubrir que, en el fondo, dependemos? De los demás y tal vez de Otro…
Bueno, junto a la crisis de invulnerabilidad también está esto: la conciencia, más que de la dependencia, de la completitud. Para combatir algo así, no nos bastamos solos. No solo porque sentimos la necesidad de estar juntos, sino precisamente porque somos una comunidad. Necesitamos solidaridad, que nuestro vecino haga algo positivo. Más que dependencia, en sentido laico, diría «interdependencia». Ante una cosa tan gorda, los demás son necesarios. En términos cristianos, si lo piensas, es el rescate de la misericordia.
Carrón habla de este momento como «una ocasión que no debemos dejar pasar»...
Sí, y lo entiendo, aunque yo no sé si lo diría así. Nadie es feliz por encontrarse una ocasión como esta, es como si percibiera una sensación de castigo en lo que está pasando. Pero seguramente es una experiencia. Algo que tres o cuatro generaciones de ciudadanos europeos nunca habíamos vivido. Un peligro como este, tan extendido, que en pocos días nos ha llevado casi a una situación de economía de guerra, no lo conocíamos. Es una experiencia colectiva excepcional, impensable en circunstancias normales. Y seguro que nos lleva a reflexionar sobre la condición humana.
¿Cómo crees que podremos salir de esto?
No lo sé. Por un lado veo señales negativas. Las revueltas en las cárceles, por ejemplo, es algo que me ha impactado mucho. No solo porque nos hemos olvidado de los presos, como de costumbre, sino porque añade otro rasgo a algo que tiene mucho de relato apocalíptico. Y luego está la sensación de que ya no hay una autoridad real, figuras capaces de hablar a su país y ser escuchadas. Existe un cierto riesgo de anarquía. Por otro lado, veo también gestos de gran solidaridad, de apertura, a veces de heroísmo. Queda una dimensión comunitaria fuerte. Resumiendo, estamos en la encrucijada entre la batalla del Piave y el armisticio del 8 de septiembre: o se acusa el golpe, nos recomponemos y volvemos a empezar, o corremos el riesgo de la dispersión… Espero que sea la primera hipótesis, pero depende de todos nosotros.
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