La duda expresa una posición humana incapaz de abrirse al encuentro con la novedad inagotable del ser.
«ARISTOTELES dice que la filosofía comienza con el maravillarse y no, como se dice en nuestros tiempos, con la duda. El mundo debe aprender todavía que no merece la pena comenzar con lo negativo; y la razón por la cual hasta ahora ha funcionado el método es porque no se ha sido negativo del todo. No se ha hecho hasta el fondo aquello que se afirmaba que había que hacer. Su duda, a fin de cuentas, no es más que un coqueteo».
La duda es un «coqueteo»: el genio de Kierkegaard nos regala otra prueba de su capacidad para sumergirse en el misterio de la existencia humana.
¿Quién es el hombre armado con la duda, aquel que se hace un escudo para defender a toda costa la pretendida autonomía propia y lo blande con obstinación para afirmar la propia «libertad de pensamiento» crítica y sin prejuicios?
Es un hombre víctima de la más trágica de las ilusiones: la de bastarse a sí mismo.
Efectivamente, el yo que actuando genera duda ofrece el espectáculo de una persona preocupada de sí misma, en tensión para conseguir una certeza que inexorablemente se le escapa. Por la sencilla razón de que no es reconocida como el seno en el que el sujeto mismo reposa desde el origen de su existencia. Porque vivir significa existir, darse cuenta de estar puesto en movimiento por otro, de haber sido hecho por la iniciativa de otro. Darse cuenta de sí mismo, decir «yo», significa al mismo tiempo tomar conciencia de esta inexorable evidencia: yo vengo de otro distinto de mí.
La distracción respecto de esta elemental evidencia genera en el hombre, sin embargo, un profundo malestar, un extravío angustioso, la sensación de no tener tierra bajo los pies que le permita afrontar razonablemente el riesgo inevitable de la decisión a la que todo instante invita. En consecuencia, la duda se presenta como la única modalidad que tiene las credenciales adecuadas para afrontar la tarea de vivir a la que no podemos sustraernos.
La duda es el rostro de la fragilidad, encarna la inseguridad.
Fragilidad e inseguridad que, puesto que no son en absoluto capaces de generar una existencia digna, humana, acaban por producir fatalmente su fruto más terrible y cargado de consecuencias desastrosas para la vida del hombre: la violencia, en todas sus formas, desde las más abiertas y clamorosas que producen tragedias de enormes proporciones, hasta las más engañosas y silenciosas que se consuman en los pliegues, más o menos escondidos, de la vida cotidiana.
El hombre que afirma con palabras tener a la duda como método de la propia existencia está constreñido por la realidad a renegar, de hecho, de su propósito. La imponencia de la realidad no soporta rebeliones de ningún tipo . La vida es un dato: es don de otro. Su presencia confirma su irreductibilidad ontológica que tiene en la certeza el correspondiente reflejo psicológico.
Es sencillo: basta con que cada uno mire con calma sincera a la propia vida de cada uno. Nos daremos cuenta de que no hay tiempo ni espacio para la duda; sólo hay tiempo para acoger la provocación de la realidad en toda su sorprendente riqueza.
Por esta razón la duda, afirma Kierkegaard, es un índice de coquetería, expresión de una posición humana deprimida y mistificadora, incapaz de abrirse al encuentro con la novedad inagotable del ser y por tanto reducida a entretenerse con la mezquindad de la propia medida. Quien cede a esta tentación se entrega a un inexorable destino: la tristeza desesperada que se sofoca con el cinismo, del cual sólo se puede salir quitándose la máscara, dando rienda suelta a la violencia.
En cualquier caso, como siempre en el drama de la vida, no tenemos escapatoria. Que la realidad sólo tolere la aproximación dictada por la maravilla y el asombro y sin embargo haga rendir cuentas, antes o después, a quien presume, dudando, de poseerla, esto sólo es verificable en el drama cotidiano de la existencia en la que cada uno está implicado.
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