Se dice: «Hay que dudar de todo». Pero así no se encuentra nunca la realidad y no se hace ninguna experiencia de crecimiento.
Bien distinta es la idea cristiana de «problema»
«LA DUDA ES LO que define al hombre». Con esta frase, pronunciada con voz de complicidad, el jefe de la oficina dio a su secretario el folio que contenía los encargos y llamadas de teléfono a hacer durante la jornada. El secretario, cogido el folio, hizo ademán
de dirigirse a su mesa; pero repentinamente se giró y, fijando los ojos en su jefe, replicó: «Perdone, pero es la relación lo que define al hombre». El jefe se quedó atónito durante algunos segundos observando la insólita alegría que traspasaba a su subordinado mientras se ponía a trabajar. Pero pronto el inquieto asombro que expresaba su rostro se convirtió en una tibia sonrisa, entre compasiva y suficiente, típica de quien cree ya saber y, tras haber sacudido ligeramente la cabeza, se sentó.
Este diálogo, no demasiado fantástico, representa las dos caras de la condición humana. Un príncipe danés con graves problemas familiares usó para reflejar esta condición una expresión que le hizo famoso: «Ser o no ser»; expresión que se ha convertido en sinónimo de la duda como condición existencial. Nuestros dos personajes ficticios encarnan la dramática alternativa entre afirmar la existencia como dato misterioso y término de una relación y negarla reduciéndola a abstracción controlable por nuestra capacidad raciocinante. La elección frente a esta alternativa es un hecho que desde siempre divide al mundo; y últimamente la balanza parece inclinarse hacia la parte del jefe.
Es inútil esconderlo, desde la E.G.B. en adelante no hacen más que repetirnos que el único modo de obtener un conocimiento objetivo de lo real es poner, al principio de todo, la duda; la duda como método, entiéndase bien, en el ámbito de lo racional y lo científico. Pero ¿qué
podemos hacer frente a cuestiones que por su profundidad o por falta de tiempo se adaptan mal al análisis científico? No nos queda más que el instinto. Pero luego, paciencia si después nos encontramos un poco desesperados: podremos siempre dudar de que haya ocurrido realmente. Sería de algún modo deseable el paso de jefe de oficina a secretario, pero este paso tiene las dimensiones de una reconquista de uno mismo como pensamiento, acción y libertad.
Duda sistemática
Se trata de una reconquista desde que Descartes pronunció aquellas tres fatídicas palabras: «Cogito ergo sum», poniendo así las bases de la mayor mentira de la que nunca el hombre haya sido capaz, es decir, que sea necesario demostrar la existencia. Se puede encontrar una réplica irónica a esta aplicación en el famoso dicho popular italiano: «Si mi abuelo hubiese tenido ruedas habría sido un tractor». Pero el valor de esta afirmación es mucho más dramático. Si el yo no es reconocido como un dato no existe ningún motivo adecuado para emprender cualquier tipo de acción; ni siquiera levantarse de la cama o, más sencillamente aún, continuar respirando.
Esta afirmación es la embocadura de un túnel que conduce al inmovilismo y al nihilismo, llegando a hacernos ver como perfectamente razonable el suicidio (si sólo existe lo que pienso, y pienso mal, basta que me ponga en condiciones de no pensar más).
Tras Descartes hemos asistido a un florecimiento continuo de confirmaciones y profundizaciones de esta posición, o más bien no posición. A los doscientos años, en el siglo pasado, era ya un principio necesario y universal (y por tanto, paradójicamente, indemostrable) subyacente en casi
todas las obras de los intelectuales de la época; de Goethe a Wilde pasando por Schubert, hasta llegar, a comienzos de nuestro siglo, a sus consecuencias teóricas últimas, de modo que Bertrand Russell en sus Principia Mathematica puede tranquilamente afirmar, y gasta páginas y páginas
para demostrarlo, que no está en absoluto claro que dos más dos den siempre cuatro.
En nuestros días la convicción de que la duda es el modo sano de introducirse en la realidad ha pasado de los filósofos a la opinión pública. Ha penetrado en el modo normal con el que uno se concibe a sí mismo. De este modo, presenciamos los testimonios de los más variados personajes que, si bien en sus respectivas profesiones son dignísimos de estima, cuando tratan de dar un juicio sobre la realidad muestran uniformemente su mentalidad de jefe de oficina. Por ejemplo, Woody Allen, presentando su película en el Festival de Cine de Berlín, ha dicho: «Yo creo que demasiada realidad es insoportable para el hombre. Necesitamos algo que la conjure: hace falta un cierto escepticismo.
Se bien que esta es una posición pesimista, pero, disculpadme, es la mía... ».
Hay un modo más típico y familiar de insistir en estas cosas: la expresión «todo es relativo». No hay frase más verdadera, y al mismo tiempo más utilizada de manera mentirosa, que ésta. En efecto, todo es verdaderamente relativo si está en relación, en contacto, con un origen, con otro que de algún modo es su fuente. En otro caso decir «todo es relativo» significaría más bien «todo es absoluto», es decir, nada tiene verdaderamente algo que ver conmigo.
Tomar o dejar
Pero no siempre ha sido así. Y ni siquiera toda la culpa es de Descartes, que lo único que ha hecho ha sido formalizar una concepción del hombre desviada y egocéntrica respecto a la de la Edad Media. En la raíz de la palabra «duda» se contiene la idea de la dualidad, de la alternativa, tomar o dejar; pero una acción tal es concebible sólo frente a un objeto, frente a una presencia, frente a algo que uno tiene delante de sí, que está antes: por eso es una prueba del ser. Dante Alighieri en algunos versos del cuarto canto del Paraíso explica cristianamente qué es la duda: «lo veggio ben che gia mai non si sazia/ nostro intelletto se 'l ver non lo illustra» (Bien veo yo que jamás se sacia/ nuestro entendimiento si no lo ilustra la verdad). Es decir, la razón del hombre no puede llegar a saciarse si no es ayudada por una verdad absoluta, encarnada, «di fuor dal qual nessun vero si spazia» sin la cual no se da ninguna verdad. Entonces nuestro intelecto «Posasi in esso, como fera in lustra,/ tosto che giunto l'ha; e giunger puollo:/ se non, ciascun disio sarebbe frustra./ Nasce per quello, a guisa di rampollo,/ a pié del vero il dubbio; ed e natura/ ch'al sommo pinge noi di collo in collo» (Pósase en ella como fiera en su cubil/ tan pronto la alcanza; y puede alcanzarla,/ pues si no, todo deseo quedaría frustrado./ Nace por eso, a modo de retoño,/ al pie de la verdad la duda, y por su naturaleza/ nos empuja hacia la cima de cerro en cerro). Es decir, nosotros podemos alcanzar la verdad; si no todo deseo nuestro sería vano y esto sería algo contra el corazón del hombre.
Precisamente por lo imponente de este deseo es por lo que nace la duda que nos conduce a continuar avanzando hacia la cima. Ésta es la verdadera naturaleza de la duda: poner preguntas. Precisamente Dante pone, a lo largo de todo el canto, preguntas a Beatriz, que representa para él la gracia de un encuentro que le lleva al destino.
Entonces el nacimiento de una pregunta presupone que haya una realidad concreta a quien ponerla. Pero el giro radical en la vida es un acontecimiento inimaginable: que el otro, la verdad, el absoluto por el que todo es relativo, se ha hecho carne, realidad concreta, tocable, encontrable, con la que entrar en relación; y que permanece en la historia dándose a conocer.
Te ha conocido: para Dante, Beatriz; para nosotros, una compañía. Aquí la duda (llegados a este punto sería mejor llamarla problema) se hace dramática e irrenunciable: tomar o dejar.
El «problema» nace, entonces, frente a un hecho concreto y, radicalmente frente al Hecho que en la historia se pone como única morada posible para la sed de infinito que define el corazón del hombre como para una fiera su guarida. ¿Cómo es posible, entonces, que de este dinamismo del «problema» se haya pasado a una concepción de la «duda» como imposibilidad de tener un criterio cierto y consiguientemente a una situación de bloqueo? ¿Cómo es posible que incluso en quien ha visto, oído y tocado, nazca sutilmente una pregunta falsa y traidora que dice: «pero ¿será verdad?»? Más a menudo ocurre, de modo más camuflado: «ahora es verdadero, pero ¿durará?». Falsa pregunta porque un hecho es siempre un hecho, se debería decir «no ha sucedido» que luego es siempre un «no me ha sucedido».
Esto sería demasiado evidentemente contra la naturaleza misma del hombre, como quien, encontrándose encerrado en una habitación donde sólo hay una ventana a dos metros y medio de altura, en vez de buscar algún modo para alcanzarla se sentase diciendo: «de aquí no saldré nunca». Podemos llamarla la experiencia de la traición y para explicarla es útil un ejemplo: imaginad una clase en un instituto el día del examen de matemáticas; el profesor entra, distribuye las hojas y los estudiantes trabajan intensamente. El día de la corrección hay un clima tenso en clase porque los resultados que los estudiantes habían comparado entre ellos no coincidían. El profesor les mira con una sonrisa sardónica y se burla de ellos diciendo: «menudos estúpidos estáis hechos, os he dado un problema de solución imposible y vosotros no os habéis enterado». El examen de la clase siguiente tiene un porcentaje de resolución muy bajo. ¿Por qué? La duda se ha convertido en criterio y paraliza.
Este ejemplo define bien la dinámica de la experiencia de la traición, pero no dice tanto de su profundidad. Resulta inevitable sentirse traicionados en la relación con uno mismo, con el propio límite, con la incapacidad para alcanzar los objetivos que nos prefijamos. Si el horizonte de la vida es mi éxito, la duda preventiva se convierte en condición inevitable, sucedáneo de la desesperación. El hombre, que no es capaz de llegar a plenitud si no se pone en relación con el misterio que en el instante le hace, ha intentado demostrar que existe quitándose la única alternativa posible: adherirse a la obra de otro que lo ha amado desde el principio, previamente, gratis, sin pedirle siquiera que sea capaz de devolverle amor, y que no traiciona hasta el punto de que ha muerto por él y ha resucitado por salvarle.
No hay que demostrar la existencia, sino decidirla, decidirse por aquella presencia que es la única que enciende la esperanza cierta de que en el mundo haya cada vez menos jefes y más secretarios.
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