El trío op.100 de Schubert. Toda la composición está marcada por la búsqueda de un rescate de la dolorosa condición humana
ESTAMOS MARCADOS por el pecado original, no podemos olvidarnos de esto. La vertiginosidad de la nada que se asoma detrás de la fachada seductora de las cosas puede ser una carcoma terrible, capaz de reducir a la nada cualquiera capacidad de construir, pero al mismo tiempo puede poner al descubierto la pregunta sobre la consistencia verdadera de todas las cosas. Este interrogante inevitable forma parte de nuestro mismo ser de hombres.
Cualquier forma expresiva que nazca de una mirada así no puede no contener las connotaciones de la belleza, porque habla de la verdad de la vida.
A este nivel de significado se sitúa una de las obras maestras más extraordinarias de la música romántica: el trío para violín, violonchelo y piano op. 100 n.2, compuesta por Franz Schubert (1797-1828) durante el último año de su vida.
Basta escuchar el primer minuto de esta música para comprender de qué se trata. El pasaje inicial del primer tiempo (Allegro) lleno de impulso, de ímpetu confiado es interrumpido bruscamente por una veloz, inesperada escala descendente del piano, que cierra como un telón el horizonte optimista que parecía abrirse delante de nosotros. La percepción del vacío, de la incapacidad de gobernar el esfuerzo de tanto impulso heroico (¿cómo no recordar a Beethoven?) se abre paso inexorablemente. Aparece entonces un panorama de desolada melancolía de ardiente nostalgia. El continuo aparecer de esta amargura constituye un dato evidente en esta composición. Amargura que tiene su manifestación más explícita (y más fascinante) en el segundo tiempo (Andante con moto), constituido sobre un ritmo de marcha, insistente que da paso a intervalos, a un movimiento de ligereza aérea, casi como una aspiración a dejar huir, una pesadez del vivir que se hace inexorable.
Subrayar esta desconfianza radical, no obstante, no da enteramente razón de la grandeza de la obra maestra schubertiana. Toda esta larga composición está, de hecho, marcada por la búsqueda de un rescate de aquella condición dolorosa; por el intento de derribar el límite inevitable.
Se puede buscar consuelo bien en el llanto de una pasado que parece tanto más feliz cuanto más lejano está, o bien en el sumergirse en una vida social llena de superficialidad y de olvido. Aparece entonces Schubert buscando en el tercer tiempo (Scherzo), un retorno imposible a la inocencia, evocada por un canon entrecruzado por dos instrumentos de cuerda y el piano con todo el sabor de un juego infantil. La parte central del Scherzo (trío) nos trasada sin embargo al clima de los locales vieneses, de las salas de baile que Schubert tan bien conocía.
Pero ni siquiera la embriaguez vertiginosa fundamental emerge aquí de nuevo bajo la forma de inflexiones improvisadas que interrumpen dramáticamente un desarrollo musical aparentemente tranquilo.
El cuarto y último tiempo (Allegro moderato) devuelve el discurso al punto en que había sido dejado en el comienzo. Al tema del principio, desenvuelto y lleno de energía juvenil, se contrapone una segunda idea, agitada y enigmática, basada en sonidos repetidos velozmente. Hasta aquí nada nuevo: la idea de la contraposición entre dos momentos musicales de carácter diverso está en la base de toda la tradición vienesa (Haydn, Mozart, Beethoven) a la que Schubert pertenece. Peor este equilibrio aparentemente perfecto del esquema musical se ve trastocado por la reaparición del tema principal del segundo tiempo con toda su carga de nostálgica melancolía.
No se puede olvida impunemente la propia condición de criatura, nuestra necesidad de cumplimiento. Cuando esta realidad se afirma en toda su evidencia no queda otro camino que éste: confiarse en una Presencia que nos salva.
Esta es la condición que Schubert en el trío op. 100 no parece todavía dispuesto a aceptar.
De ahí pues, que la irrupción de la amargura indique el final de la esencia del desarrollo lógico del discurso musical. Las relaciones entre las ideas se vuelven más atormentadas y dramáticas; la capacidad de construir según líneas claras y definidas se reduce, y el espléndido final se alcanza, una última vez, con un ímpetu sobrehumano de la voluntad
Traducido por María Jose Conty
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