«FRAGMENTACIÓN,división, pulverización». Son palabras enfáticamente repetidas en estos tiempos. Pero raramente se plantea la cuestión en sus raíces, que es el prevalecer de una mentalidad subjetivizante, narcisista.
El subjetivismo es esa postura que hace que las propias ideas o sentimientos se consideren como último tribunal para todos los juicios y relaciones. Se habla de conciencia, interpretándola, sin embargo, no como el lugar de la obediencia a la propia estructura originaria - que es un dato- sino como fuente autónoma de los criterios y valoraciones.
Esta actitud -sea en su versión racionalista o en la sentimentalintimista- impide afrontar la realidad tal como es: predomina en exceso el peso de los prejuicios o de las reacciones instintivas. Una unidad basada en los prejuicios y reacciones -inexorablemente distintos y contradictorios- es imposible, y se hace inevitable el abandono a la disolución.
Sólo la fascinación despertada por el encuentro con lo verdadero puede suscitar una positividad consructiva indomable. Pero frente a lo verdadero hay una única postura adecuada: seguirlo. Y la obediencia común a lo verdadero, luego une. De otra forma, es siempre el poder -que induce los prejuicios y manipula las reacciones- el que constituye una unidad ficticia en función de sus propios intereses. La «retórica de los honestos» es un ejemplo emblemático de esto.
Esto vale también para la Iglesia. Los creyentes saben -como afirma un reciente documento de los Obispos italianos- que «los valores humanos encuentran energía vital y plena concreción, y en última instancia plena consistencia teórica, sólo en relación con Jesucristo, único Redentor del hombre». El encuentro con él produce esperanza contra la disolución; la fe en él construye una unidad que de otro modo sería inalcanzable. Así como hace dos mil años era un escándalo el anuncio de que Dios se hubiera hecho hombre, hoy escandaliza que la verdad se pueda encontrar en medio de una compañía de pobres hombres. Por eso los creyentes no son inmunes a la tentación del subjetivismo, de privilegiar la propia opinión sobre la obediencia al acontecimiento histórico de la Iglesia. Cuando se cede a esta tentación se acaba viviendo una experiencia replegada sobre sí misma, miedosa de la realidad, incapaz de encontrar y de comunicarse. Sin embargo -por la misericordia de Cristo- precisamente en esa compañía de pobres hombres hay siempre personas o momentos de personas que se pueden mirar para ser incitados a salir del propio subjetivismo y verse relanzados a la confrontación inagotable con la vida, en el camino hacia el destino.
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