Una lectura anacrónica acusa de violencia a la fe católica. Pero de la identidad de los misioneros nació una cultura. Dentro de la historia.
LA HISTORIOGRAFIA protestante a partir del siglo XVII, y más tarde la cultura liberal-iluminista, acusaron a la historia latinoamericana de tres pecados originales: la violenta colonización española, el catolicismo del que ésta estaba empapada y el “mestizaje” corrupto.
A esta historia marcada por tantas atrocidades se contrapondría la civilizada, pura y respetuosa presencia anglosajona y protestante. El protestantismo habría creado en América del Norte la única tierra prometida de libertad y progreso.
Las iglesias de la Reforma y las sectas protestantes actuales han considerado siempre a los pueblos latinoamericanos como no evangelizados. Para ellos el catolicismo es una forma sincretista y carnal de un cristianismo pagano. Ya a partir del siglo XIX los regímenes liberales intentaron desenraizar a los pueblos del continente de sus raíces católicas y vincularlos al liberalismo protestante del Norte, con el apoyo de la cultura iluminista y del poder norteamericano. En este proyecto tuvo un papel fundamental la masonería.
Bajo esta perspectiva se comprende el peso de Estados Unidos y la imponente presión actual de las sectas.
¿500 años de genocidio?
Cuentan que durante una visita de Juan Pablo II a un país andino, un exponente de un colectivo “indigenista” se acercó al Papa y señalándole la Biblia le dijo “Llevaos vuestra Biblia que nos ha causado tanto dolor”. Vamos a celebrar los 500 años de América Latina ¿pero 500 años de qué? se preguntan con resentimiento irónico los “indigenistas” y los cato-comunistas.
Para ellos lo que sucedió en 1492 habría sido el inicio de un encuentro trágico entre dos mundos, el principio de un genocidio con las guerras de conquista, los trabajos forzados, los castigos inhumanos, las enfermedades importadas y la evangelización bajo el signo de la espada.
El descubrimiento y la conquista habrían generado un sistema inicuo que perdura hasta hoy. Los conquistadores habrían impuesto por la fuerza una lengua, una cultura y una fe. “La espada que de día mataba el cuerpo, de noche mataba el alma del indio”, escribe uno de estos “indigenistas”.
Escritores como los miembros de la CEHILA (Commisione di Studi di Storia della Chiesa in America Latina), por citar algunos, no se cansan de predicar este catecismo ideológico fiel a la visión dialéctica marxista de la historia. El premio Nobel mejicano Octavio Paz afirmaba no hace mucho tiempo que el último lugar en el que moriría el marxismo ideológico serían los púlpitos de algunos eclesiásticos o las cátedras de algunos de estos clerico-comunistas de vanguardia. Esta falange de anacrónicos cato-comunistas ha descubierto el “indigenismo” más radical, tan bien expresado en la obra del uruguayo Eduardo Galeano Las venas abiertas de América Latina, y en decenas de artículos, libros e iniciativas financiados frecuentemente por el dinero de algunos católicos incautos o ingenuos, sobre todo alemanes.
El sudario de los vencidos
La enorme difusión cultural del ateísmo en sentido estricto ha llevado a la pérdida total de la memoria con todas las regresiones que esto implica.
Tanto la visión liberal como la “indigenista” nacen de la misma posición creada a partir de la utopía ideológica que generó en el pasado la “leyenda negra” sobre la presencia católica e ibérica en América Latina y que continúa hoy en la “leyenda del buen indígena”.
Anacronismos de la utopía
La utopía imagina un conjunto de valores que no tienen su correspondencia en la vida. Es la proyección de un sueño, el fruto de una ideología. Se juzga el pasado histórico y se divide éste, con un criterio maniqueo, en bueno y malo en la medida en que se corresponde más o menos con el sueño de la utopía. Una actitud como ésta oscurece y desfigura la historia. Distorsiona los hechos y discrimina los datos. La utopía ha creado hoy un poder cultural transversal que penetra a través de los partidos y controla las fuentes de información y de difusión cultural.
De esta manera la conmemoración del quinto centenario se está convirtiendo, gracias a los utópicos, en una gran campaña contra la fe católica, acusada de exterminios y violencias. Todos olvidan que el paganismo histórico se alimentaba de ritos sanguinarios que no escatimaban las vidas de millares de víctimas. Se calcula que en el Méjico azteca que encontró Cortés se sacrificaban unas veinte mil víctimas humanas cada año en los altares de los templos.
Estos utópicos del “indigenismo” presentan a los indios de las grandes culturas precolombinas destruidas por la perfidia de los conquistadores, como seres buenos y pacíficos. Se trata de una nueva versión del “buen salvaje” de Rousseau. La llegada de los invasores ibéricos católicos constituyó el apocalipsis de aquel mundo idílico. Se quiere contraponer los católicos españoles y portugueses a los “pacíficos” vikingos del Norte, pueblo pagano que habría unido América a Europa sin derramamiento de sangre. A parte de tratarse de una lectura histórica muy discutible, porque la historia no la constituye simplemente lo que pasa sino lo que comporta un cambio para la vida de los hombres, esta insistencia en “el mundo pacífico y bueno de las culturas precolombinas” o sobre la historia de los “vikingos” esconde la propia mentira de lo que se ha dicho.
Partir de la presencia
Lo contrario a la utopía es el realismo. A lo largo de este año intentaremos mirar desde Litterae la historia de la evangelización de América Latina como el “revelarse” continuo y progresivo de una Presencia que constituye la historia a través de los hombres.
Lo veremos mediante la presentación de algunas figuras de santos y de misioneros que representan con claridad el devenir real del mismo Acontecimiento de Gracia desde hace dos mil años hasta hoy. Este Acontecimiento ha sido desde el primer momento una respuesta para aquel que gratuitamente lo ha encontrado y lo ha seguido. El Acontecimiento cristiano se ha hecho presente a través de hombres de carne y hueso. Ha generado inmediatamente encuentros entre los pueblos y profundas transformaciones.
Ahí es donde tiene sus raíces la gran paradoja de la historia de estos 500 años que escandaliza a los “nuevos fariseos”, como diría Péguy. Todos aquellos hombres no fueron ni santos ni pecadores empedernidos. Misioneros y descubridores, santos y conquistadores, todos tuvieron un papel fundamental en la historia del Acontecimiento. Más allá de cualquier juicio maniqueo, hay que reconocer a estos últimos la conciencia de pertenecer a una historia. La concepción católica del mundo constituía el pilar fundamental de la personalidad de la mayor parte de ellos, desde Cristóbal Colón hasta Hernán Cortés. No hay ninguna contradicción entre esta afirmación y decir, de forma igualmente categórica, que no eran santos. A veces vemos en ellos, unida a la fe sólida y a la humildad, a la resignación y a la generosidad, el orgullo, el apego al dinero y a los privilegios, la sospecha, la parcialidad y la estrechez de miras. Como escribe un gran conocedor de Colón, P.D. Taviani, no fueron santos ni grandes ni pequeños. Fueron, durante toda su vida, profundos convencidos y tenaces “defensores fidei”. La presencia del Acontecimiento nacía, tomaba carne y recibía su consistencia de la conciencia que tanto los santos misioneros como los descubridores pecadores tenían de su identidad y de su pertenencia a la Iglesia de Cristo. Sabían quiénes eran y por qué estaban allí. Conocían incluso su debilidad. Esta es la razón por la que una identidad así ha podido generar una cultura: la cultura católica latinoamericana.
El significado del mestizaje
En el catolicismo se encuentran el mundo cultural “indio-americano” y el “latino-ibérico”. El catolicismo no elige uno a expensas del otro sino que se convierte en un hecho significativo para ambos. La razón está en la capacidad del catolicismo de dialogar con lo humano y de dar una respuesta total a las necesidades objetivas del hombre. Así nació el “mestizaje cultural y étnico” que el catolicismo generó en una parte de América. En la otra parte la cultura protestante produjo un sistema de segregación étnica, un moralismo deshumanizante y el dominio absoluto del dinero, fruto, entre otras cosas, de una concepción equivocada de la predestinación. El catolicismo, a pesar de todas las tragedias de aquel momento, inaugura en América una realidad social nueva fundada en el misterio de la comunión, en la que la vida eclesial no considera motivo de división las diferencias étnicas, sociales o culturales. De ahí nace la defensa de la dignidad del indio y de su valor absoluto como persona por parte de los misioneros. Aún tratándose de un encuentro desigual de pueblos, con rupturas y contradicciones, el Evangelio fue capaz de generar una nueva cultura, como afirman los obispos latinoamericanos en el famoso documento de Puebla (Méjico, 1979). El catolicismo comunicó a sus misioneros y a los propios “conquistadores” una enorme capacidad de autocrítica respecto a la conquista, como se demuestra por la correspondencia entre los misioneros y la Corona, por las polémicas entre los misioneros y los “encomenderos”, y por los intensos debates sobre el tema que tuvieron lugar en España. Hasta el punto de que el emperador Carlos V, al final de su vida llegó aponer en duda el hecho mismo de la conquista y a querer retirarse de América. La legislación española sobre los derechos humanos de los pueblos ratificada en las “Leyes de Indias” nace de esta experiencia católica.
Una experiencia comunicada
La potencia misionera del anuncio no se basaba tanto en las palabras como en la experiencia comunicada. No siempre han sido los misioneros más conocidos por la historiografía o aquellos que hablaron o escribieron más los que supieron colaborar concretamente al desarrollo de la libertad del indio, sino aquellos que supieron transmitir una experiencia de libertad a través de las obras, como por ejemplo Vasco de Quiroga, contemporáneo de Bartolomé de las Casas. En la Europa medieval los monjes misioneros tuvieron un papel fundamental en la construcción de una nueva sociedad y en el “mestizaje” cultural de dos mundos antagónicos. La Iglesia tuvo un papel determinante ya que ayudó a descubrir una comunión de pueblos que ya no fueron ni romanos, ni germánicos, ni eslavos, sino europeos. Como nos recuerdan los Obispos latinoamericanos reunidos en Puebla, algo parecido ocurrió en América gracias a los frailes misioneros mendicantes (franciscanos, dominicos, agustinos, etc.) o a las nuevas órdenes religiosas como los jesuítas: el descubrimiento de aquella nueva cultura “mestiza” que hoy llamamos “latinoamericana”.
El Evangelio encarnado
En numerosos documentos de los Obispos latinoamericanos encontramos una perspectiva histórica realista. En uno de estos documentos, publicado en Bogotá en 1976, se proponía una evangelización renovada haciendo una llamada a los “casi 500 años de predicación del Evangelio y del bautismo generalizado de sus habitantes (...) memoria cristiana de nuestros pueblos”.
Los Obispos de Puebla han señalado dos hechos elocuentes que muestran esta radicación del Evangelio en la cultura de América Latina: la Virgen de Guadalupe que se apareció en 1531 en Méjico al indio, Juan Diego dejándole una “pintura catequética” sobre el Acontecimiento cristiano y el nacimiento de la identidad cultural latinoamericana (¿acaso no está plásticamente sintetizada en el fenómeno del barroco latinoamericano?). Esto escriben los Obispos: “Con defectos, aún teniendo el pecado siempre presente, la fe de la Iglesia ha marcado el alma de América Latina (cfr. Juan Pablo II, Zapotán), caracterizando su identidad histórica esencial, constituyéndose en matriz cultural del continente, de la que nacieron los nuevos pueblos. Es el Evangelio encarnado en nuestros pueblos aquello que les une en una originalidad histórica que llamamos América Latina. Esta identidad está simbolizada con mucha claridad en el rostro mestizo de María de Guadalupe que se yergue al comienzo de la evangelización”. Según los Obispos ya no se puede dividir el alma latinoamericana. Por ello, no se encuentran respuestas verdaderas a los graves problemas actuales retomando el mito del “buen salvaje” como se lo imagina la historiografía utópica, ni volviendo de forma arcaica a un mundo precolombino que ya no existe. “La fe es constitutiva de su ser (de América Latina) y de su identidad, concediéndole una unidad espiritual que permanece a pesar de las ulteriores divisiones en leyenda negra en torno a la historia de la Iglesia en América Latina”. El respeto a los datos históricos y una mirada de fe “nos invitan a ver en esta realidad un hecho auténticamente salvífico”. Según los Obispos, a pesar de la complejidad de los hechos y de los componentes étnicos, ésta es la historia real del nacimiento de un pueblo nuevo con un temperamento propio que ya no es ni indio ni ibérico ni negro. Es el pueblo latinoamericano. Hay un fresco de 1613 en el convento de los franciscanos de Ozumba (Méjico) en el que se representa el inicio de la historia cristiana del continente: la llegada de los primeros franciscanos, el martirio de los tres santos indios adolescentes de Tlaxcala y la aparición de la Virgen de Guadalupe al indio Juan Diego, pintado con aureola de santo. Circula en Méjico otra representación de la Virgen de Guadalupe. Delante de ella, a la misma altura, están arrodillados el indio Juan Diego y el primer obispo de Méjico, Fray Juan de Zumárraga. Estos dos cuadros son el símbolo tangible de todo lo que hemos querido decir.
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