Traducciones, debates, encuestas en los periódicos, publicaciones. Sin recurrir al artificio de los centenarios o de las repeticiones obligadas, san Pablo se está convirtiendo en una estrella de la industria cultural.
Un ascenso realmente singular para un personaje que ha sido ampliamente hostigado por la intellighenzia laica. En él se ha visto al primer traidor o saboteador de la buena noticia; más aún, un hombre de poder, un gran comunicador, el mistificador. Pero esto ya se acabó. Hasta la austera y laicísima Einaudi ha decidido publicar su epistolario, confiándolo al cuidado de Cario Carena. Evidentemente, los sabios de nuestro tiempo son más condescendientes que sus colegas del Areópago, que liquidaron al apóstol de los gentiles sin tantos miramientos. Hoy, en el mundo de los valores y de la paz universal, es más cómodo “asimilar ” el pensamiento del discípulo de Tarso. Digeriendo lo que interesa e ignorando el resto.
Este es el núcleo del problema, la razón por la que tiene sentido retomar a Pablo, es más, se hace necesario para comprender plenamente la novedad del cristianismo.
En efecto, en su vida y en su obra se manifiesta, de modo extraordinario, incluso espectacular, la novedad del encuentro con Cristo. Un encuentro que, en primer lugar, cambia la vida, aún permaneciendo el temperamento particular. Y que, después, como un ciclón, embiste contra el mundo y entra en dialéctica con los hombres y las instituciones. La fidelidad a Cristo, conocido en el camino de Damasco, genera el cambio de él mismo y de la realidad que le rodea.
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