Milán, 17 de Diciembre de 1991
Queridísimos,
desde la situación particular que el Señor me pide abrazar os deseo feliz Navidad. ¡Qué grande es lo que ha sucedido! ¡Que Dios haya nacido de una mujer como cada uno de nosotros, y que por eso, sólo a esta mujer, única, nos confiamos como una inmensa nidada de niños a su madre! ¡Qué grande es lo que ha sucedido, que este hombre Dios esté aquí entre nosotros en la Eucaristía y en nuestra comunión!
Tres cosas me han conmovido, antes que ninguna otra, en la meditación del Adviento:
1) La invitación de san Pablo en la carta a los Efesios (4, 31 y ss.): “Desterrad de vosotros toda aspereza, enojo, ira, cólera, maledicencia y toda clase de maldad. Sed, por el contrario, benévolos y misericordiosos unos con otros, perdonándoos mutuamente como os perdonó Dios en Cristo ”. Es natural: si Aquél que es el Señor nos ha amado tanto que ha venido entre nosotros, abrazándonos hasta hacernos una sola cosa con Él, nosotros entonces no podemos no desear tratarnos como dice san Pablo, consiguiéndolo según la gracia que se nos da y, también, según la buena voluntad de nuestro corazón.
2) Entre todas las admirables oraciones de este tiempo os señalo la del miércoles de la segunda semana de Adviento: “Oh Dios omnipotente, que nos llamas a preparar el camino a Cristo Señor, haz que no nos cansemos de esperar, por la debilidad de nuestra fe, la consoladora presencia del médico celeste". Que no nos cansemos de esperar, es decir, que no nos cansemos de pedir. ¿Pedir qué? Que su presencia nos libere, esto es, nos procure mayor afecto a Él; y nuestra vida será más íntegra, deseosa de la voluntad del Padre y, por lo tanto, del perdón y de la ayuda mutua.
Nuestra debilidad puede convertirse en una coartada, en una excusa para renunciar a la petición ante todo nuestro olvido y todos nuestros errores; como si Cristo ya no estuviese siempre presente como fuente de una fuerza mayor que nuestra debilidad.
3) En los himnos de la Liturgia de Adviento hemos leído: “En el adviento glorioso, al final de los tiempos, que tu misericordia nos salve del enemigo”, y también: “Cuando al final de los tiempos Cristo venga en la gloria, que su gracia nos libere de su tremendo juicio”. Es la misericordia de Cristo la que salva, antes y más que nuestras capacidades y nuestro valor.
Él ha venido a salvarnos, Él nos salvará: nuestro corazón debe pedir continuamente su piedad. Es así como el amor entre nosotros humanos, que surge de la fe afectuosa y tenaz a Cristo, nos hace testigos de Cristo, Redentor del hombre, en este mundo tan alterado, convulsionado, sin piedad y, sin embargo, tan digno de ser amado, si Dios lo ha amado hasta hacerse hombre Él mismo.
Os abrazo uno a uno, os pido perdón por lo que no soy capaz de hacer por vosotros y abandonándome completamente a la generosidad de vuestra oración me siento unido a vosotros, que de cualquier manera me sois conocidos, en comunión cada vez más fiel.
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