Escandaloso: también Proust se habría convertido a la vista de la muerte. Como él Baudelaire, Oscar Wilde, Valéry. No es sólo miedo humano...
Hay una experiencia común a algunos artistas de finales del siglo pasado y de principios del nuestro que suele ser silenciada por la cultura oficial. De ella habla un artículo aparecido últimamente en Repubblica, reproduciendo fragmentos de una carta inédita de Marcel Proust, que contiene una confesión inesperada: la manifestación de la fe a un paso de la muerte. El articulista concluye poniendo en guardia contra el escándalo, «porque la sed de salvación crece y se refuerza precisamente en quien, recorriendo con ojos abiertos el desilusionante via crucis de las relaciones humanas, estaría dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de escapar, aunque sea durante una hora, del infinito desierto de nuestro corazón de carne, a la búsqueda del amor absoluto».
Lo referido a Proust es cierto también para otros autores que le preceden: Baudelaire se acerca a la fe tras una afanosa búsqueda de todos los placeres, sin excluir el de la droga; Oscar Wilde, en la cárcel, en la que pasa dos años, entrevé la posibilidad de una relación con Cristo y manifiesta humildemente la necesidad de un sacerdote estando en su lecho de muerte, en una habitación de un hotel en París; Paul Valfry que, si bien no llega explícitamente a la fe, si que deja entre sus últimos escritos algo que no se puede hallar en toda su producción anterior: «El corazón consiste en la dependencia». Con ellos quién sabe cuántos otros han cerrado su tumultuosa jornada terrena buscando a Dios.
Es banal decir que la muerte espanta a cualquiera, tanto más a quien ha recorrido, como el artista, un camino humano intenso.
Frente a la muerte el arte es impotente y quien lo ha convertido en una razón para vivir es consciente de ello hasta el paroxismo.
Un antiguo poeta lo entendió y nos dejó una de las más conmovedoras fábulas de amor. Hablo de Virgilio, que se vio constreñido a escribir, como final de las Geórgicas, aquella dulcísima y tremenda leyenda de Orfeo y Eurídice, en lugar del elogio de un personaje político caído en desgracia.
Virgilio narra que, el poeta Orfeo, el mayor de los músicos antiguos, con cuyo canto hasta fieras y piedras se conmovían, perdió a su mujer, Eurídice. Desconsolado consiguió llegar al Hades y con su canto amansar a los dioses de los infiernos, incapaces de la piedad. De este modo liberó a su esposa del lugar tenebroso en que se encontraba. Para hacerla volver definitivamente a la luz hubiese tenido que evitar mirarla hasta el umbral del mundo terreno; pero preso de una inexplicable locura, Orfeo se volvió antes de tiempo, perdiendo para siempre a la adorada Eurídice, que desapareció como humo, circundada por la noche.
La tristeza de la fábula antigua es quizás la mayor transfiguración artística de una gran impotencia: la del arte frente a la muerte o, mejor dicho, frente a la resurrección. El arte, si se adentra en los rincones del dolor hasta el umbral último del limite humano, representado por la muerte, descubre que ya no puede dar más de sí. El arte, convertido en fundamento de la existencia humana, debe declararse un fracaso.
Pero, precisamente por el irrenunciable deseo de vivir, puede, como último recurso, volverse hacia aquel Dios que llama a la vida a las cosas que todavía no existen; más aún, que vuelve a dar la vida a aquello que estaba muerto. Estos jornaleros de la undécima hora, no nuevos y extraños ladrones sobre la cruz, pueden elegir, todavía, entregarse al autor de la vida para tener la certeza de que no morirán.
No es una casualidad el que los Padres de la Iglesia hayan visto en Orfeo a la figura de Cristo, el único amante, el único poeta en grado de volver a llevar a la luz lo que se había perdido en las tinieblas del sinsentido.
Traducido por Jose Claveria
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