Sobre los interrogantes de la Historia
«El mayor obstáculo para la «inversión del mundo moderno es el prejuicio de que la religión no tenga ningún significado intelectual, que pueda ser buena para la moral y satisfacer las necesidades sentimentales del hombro. Así escribía Cristopher Dawson (1889-1971) en su ensayo Religión y Cristianismo en la Historia de la Civilización.
Dawson pertenece al grupo de personalidades culturales excepcionales que abandonaron la Iglesia anglicana, dando testimonio de su insatisfacción ante una religión acomodaticia e inocua, para volver a encontrar en la pertenencia a la Iglesia católica la vitalidad de la tradición cristiana. La exigencia que a mitad del siglo pasado había suscitado un importante teólogo anglicano, Henry Newman (1801- 1890) para dar este paso posterior -la cual provocó gran escándalo- movió, en el periodo posterior a la primera guerra mundial, a otros intelectuales hacia la Iglesia Romana. Les fascinaba la pretensión de una fe capaz de afrontar la realidad concreta en todos sus aspectos, presentándose como respuesta a la exigencia más humana, la de la inteligencia. Durante estos mismos años Chesterton (1874-1936) simbolizaba brillantemente la capacidad de comprensión que nace de la fe en la sencilla sagacidad del padre Brown, el desgarbado cura de campo capaz de resolver los enigmas más extraños de la novela negra.
También el profesor Dawson, historiador insigne, profesor en las universidades británicas y después en Harvard, se empeñó en afrontar los interrogantes de la historia a partir de la experiencia de una fe encarnada en la vida. «No existe religión, ni quizás tampoco filosofía, tan profundamente interesada en el hombre como parte de una comunidad, como el cristianismo, o que atribuya un significado más elevado a la historia, pues el Cristianismo es esencialmente la religión de la encarnación».
Releyendo hoy los ensayos que publicó en los años 50 y 60, llama la atención su capacidad de síntesis, sobre todo comparándola con el desolador método analítico de la mayor parte de los libros de historia.
En Religión y civilización, el autor traza su peculiar categoría interpretativa: cada sociedad tiene su cultura, con una forma, que constituye «al mismo tiempo un modo material de vida y un orden espiritual». La cultura nace entonces del significado que los hombres dan a la vida, es decir, de la religión. La religión es, pues, la clave de la historia, la fuerza unificadora en la creación de una síntesis cultural.
En su obra más genial, Religión y formación de la civilización occidental, Dawson reconduce la génesis de Europa y de su dinamismo peculiar a la especificidad de la religión cristiana. Esta se encarna continuamente en formas de vida y en instituciones, pero, a diferencia de las otras religiones, no sacraliza el poder, sino que se pone en confrontación con él (véase la lucha entre d Papado y el Imperio): crea así espacios de libertad donde surgen fuerzas capaces de crear nuevas formas sociales más adecuadas a las exigencias de los tiempos y a las necesidades de los hombres (comunidades, universidades, corporaciones).
Pero como el mismo autor pone en evidencia en La realidad histórica de la cultura cristiana, la sociedad moderna presenta una situación radicalmente distinta: la secularización, que nace del divorcio entre fe y cultura. De hecho «el proceso de secularización surge no por la pérdida de la fe, sino por la falta de intereses sociales en el mundo de la fe. Esto empieza en el momento en que los hombres se dan cuenta de que la religión no tiene relación con su manera normal de vivir». Marginada la religión, surge un poder totalitario que se vuelve absoluto por la enorme concentración de fuerzas políticas, económicas, tecnológicas. Este se encarna en le nacionalsocialismo y en el comunismo y, de forma más imperceptible, en la ideología laicista liberal, sutil imposición de ambiguos «valores comunes». La única parte vulnerable de este monstruoso poder es el cerebro, que es pequeño en comparación con su enorme mole acorazada. Si el poder como pone de manifiesto el autor, controla instrumentos como medios de comunicación y la escuela estatal, el desafío se juega a nivel de la inteligencia: la fe debe hacerse cultura.
Traducido por María José Conti
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