En la espera de la reedición del libro de Schneider
El dominico Bartolomé de Las Casas ha sido uno de los protagonistas indiscutibles de la Evangelización de América Latina. Dedicó toda su vida a hacer más humanas las condiciones de los Indios, oponiéndose, con resultados diversos, a la codicia de los conquistadores y a su política de explotación desenfrenada de los recursos, naturales y sobre todo humanos, de los territorios recién descubiertos.
Su larga existencia se puede resumir en tres momentos distintos. Joven aún, partió hacia el Nuevo Mundo con la clara intención de hacer fortuna y riquezas con poco gasto; en ese momento, sin embargo, tuvo lugar el encuentro decisivo que marcó su vida, el que tuvo con el dominico Antonio de Montesinos, que se autodefinía como «una voz que grita en el desierto» para defender la dignidad de los Indios. El joven clérigo Bartolomé decide probar formas de conquista de los nuevos territorios (estamos en el segundo decenio de 1500 y gran parte del continente aún debía ser explorado) a través de métodos pacíficos. Este segundo período de la vida de Las Casas acaba, sin embargo, en fracaso; el intento de conciliar intereses espirituales con aquellos económicos no funciona, porque -como él mismo escribiera- había «ofendido a Dios mezclando la pureza de la empresa con el fango de los medios demasiado humanos».
Tras una fase de postración y años de retiro en un convento, empieza para Las Casas el tercer y definitivo período de su existencia, dominado completamente por el deseo de una evangelización purificada totalmente de aspectos no religiosos. Son decenios de luchas mantenidas tanto en América Latina como en la corte de Madrid: lucha por hacer aprobar una legislación favorable a los derechos de los Indios, lucha por hacer nombrar obispos dignos de su carga pastoral y atentos a la misión, lucha por dar a conocer las violencias cometidas por los ávidos aventureros, lucha por documentar la posibilidad de una conquista pacífica. Una serie de luchas que ha hecho del hermano dominico el símbolo supremo de la dignidad de las poblaciones indígenas de América. Luchas cargadas de tormentos y angustias, sobre todo por la incomprensión de aquellos que hubieran debido comprender con más facilidad el espíritu y las intenciones de su acción, incluso en el mundo político que se auto-proclamaba católico. Precisamente sobre estas atormentadas relaciones con el poder se centra la novela del escritor alemán Reinhold Schneider, que en toda su amplia producción fue particularmente sensible al análisis del poder. La novela no se presenta, sobre todo, como una reconstrucción histórica de sucesos pasados, sino como un intento de indagar en los aspectos de la relación entre la libertad de la persona y el poder con todas sus mentiras.
En el fondo, pues, la relación con el poder pone al descubierto el íntimo nexo con el Omnipotente; de hecho el poder verdadero del hombre no es otro que la participación en el poder de Dios y se convierte en diabólico precisamente cuando se distancia de esta referencia última o la contradice. Por tanto, la reflexión de Schneider es sobre el destino humano y sobre el escándalo del mal que en él permanece. Un escándalo que se resuelve sólo en Cristo y no en una norma cualquiera de comportamiento. Escribía de hecho Schneider: «Considero hombres justos a Buda, a los maestros de China y, más que a nadie a Sócrates, pero no me es posible afirmar que fueran la verdad o que lo sean. Por el contrario, de Cristo lo admito con firmeza. Cristo no puede mentir. Él no quiere enseñar la verdad, más bien encarnarla.»
Traducido por María José Conti
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