El filósofo polaco amigo de Juan Pablo II habla de la “política” de Karol Wojtyla: conducir a los hombres fuera del mundo de los sueños e introducirles en el mundo real, en Cristo
Dejáos modelar por el amor»: en estas palabras que en el drama Hermano de nuestro Dios el confesor dirige a Adam Chmielowski se encuentra el secreto de la fuerza de la presencia sacerdotal, episcopal y, en definitiva, petrina, del autor de esta obra, Karol Wojtyla, hacia los hombres confiados a su cuidado pastoral. Se podría hablar largamente de lo que ha sucedido durante los veinte años del atento servicio episcopal de Karol Wojtyla a los hombres en Polonia, y también durante los veinte años de su trabajo petrino confirmando a sus hermanos en la fe. Su presencia episcopal «modelada por el amor» tres veces confesado a Cristo, ha cambiado y sigue cambiando la vida de Europa y la del mundo entero. A veces se habla incluso de la gran política de Juan Pablo II.
Digamos que la grandeza de la política de Juan Pablo II, si nos servimos de esta palabra, consiste en su modo no político de estar presente para los hombres concretos, es decir, en su continuo convertirse a ellos. Esto le reclama a estar presente uno para el otro. Convirtiéndose a los hombres, Juan Pablo II les conduce fuera del mundo de los sueños y les introduce en el mundo real, en donde cada uno llama a los demás a curar sus heridas producidas por el mal.
Lo que se denomina «política de Juan Pablo II» no aspira al éxito del hombre, que pasa, sino a una victoria duradera que le alcanza cada día. Ésta se anuncia en los san-tos que nos acercan a la comprensión de la plenitud de la humanidad revelada en Cristo. En su Madre, en cambio, «llena de gracia», vislumbramos nuestro estado futuro. Juan Pablo II, mirando constantemente este futuro del hombre a través de la fe, transforma la enfermedad del propio cuerpo en el espacio donde abunda la Gracia. La transforma con las palabras marianas fiat mihi, «hágase en mí», y con las de Cristo in manus rúas, «a tus manos me encomiendo», dirigidas al Padre. Frente a la enfermedad del cuerpo y a la Gracia se desvelan los pensamientos de muchos corazones. Se desvela su amor o la falta de ello. Se desvela el presente lleno de eternidad o corrompido por el vacío.
La falta de amor paraliza el intelecto y la voluntad del hombre. Por esto las palabras de Cristo, tan a menudo repetidas por Juan Pablo II. «no tengáis miedo», son desde luego una necesidad antropológica. En efecto, el hombre que tiene miedo de lo que verdaderamente es recurre al irreflexivo soñar divertimentos. Nuestra civilización está llena de esto y por eso es banal. Es necesario que el hombre tenga un gran coraje para poder hablar del esplendor de la verdad y del bien a los que están aburridos y sumisos en su propia distracción.
La salvación del hombre sucede en el espacio de las relaciones interpersonales basadas en la paternidad y en la filiación. En este espacio nace la Iglesia, gracias a la cual el Hijo del hombre tiene dónde reclinar la cabeza, es decir, tiene dónde habitar. Es natural, por tanto, que el cuidado de la communio personarum penetre la enseñanza y las peregrinaciones de Juan Pablo II. De ello nace, por un lado, su vigorosa defensa de la amistad, del matrimonio, de la familia, de la nación, y, por otro, sus continuas y duras amonestaciones al Estado. Para Juan Pablo II la antropología que no está ligada a la eclesiología es una antropología inadecuada. Esta se transforma en una política que, basada en sí misma, destruye las comunidades de personas, indispensables para la vida del hombre.
El hombre, como repite el Papa, tiene necesidad de amor y de perdón, y no de tolerancia. La tolerancia le daña, porque toda persona es justamente amor y perdón.
Juan Pablo II pone todo su empeño en conducir al hombre fuera de la miseria creada por su propia autosatisfacción. Le muestra la verdad y el bien que se revelan en cada ser y que exigen del hombre una aceptación. La verdad y el bien son, de alguna forma, el umbral de la casa paterna. En efecto, el Padre espera al hombre en la verdad y en el bien de todo lo que existe. Franqueando este umbral y postrándose ante el Padre, el hombre recibe la libertad. Sólo en la casa paterna el hombre puede ser él mismo.
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