En 30 años son más de 500.000 los estudiantes universitarios italianos que han estado de Erasmus. Francesca es una de ellos. En segundo de Magisterio, voló a Noruega. ¿Por qué? ¿Qué pasó allí? El relato de su estancia en Bergen
Agosto. Al volver de la universidad, Francesca se queda mirando los últimos rayos de sol que iluminan la ciudad a pesar de que ya son las diez de la noche. El aire es suave. La oscuridad y el frío llegarán más adelante. Desde hace unos días se encuentra en Bergen, Noruega, donde estará seis meses con una beca Erasmus en Matemáticas. Caminando, recuerda la razón que la llevó a partir. La oferta formativa de la universidad noruega dedicada a su especialidad, el deseo de aprender inglés y también las ganas de ponerse a prueba en un ambiente nuevo. Todos elementos importantes, pero ninguno de ellos fue el que la animó a decidir. «La experiencia de plenitud que vivía en Milán con mis amigos de la comunidad me llevó a decir, en un momento dado: vamos, veamos qué pasa fuera. No porque tuviera dudas, solo deseaba profundizar en la plenitud sobre la que apoyaba mi vida. Es difícil de explicar. También sentía miedo, sobre todo por el estudio. El último curso podía quedarme tranquilamente en mi universidad. No me faltaba nada».
Los primeros días fueron complicados. El ambiente universitario era muy diferente al que ella estaba acostumbrada en Milán. Las clases estaban compuestas por cinco, diez, veinte estudiantes como mucho, pero era difícil entrar en contacto con ellos. El idioma era una dificultad añadida. Pasaba lo mismo en la residencia donde convivía con otras quince chicas. Cada una se hacía su comida y comía sola. Pero hubo algo que inmediatamente la sostuvo. «Paradójicamente, la nostalgia de lo que vivía con mis amigos de la comunidad me hacía levantarme cada mañana con las ganas de disfrutar de esta aventura». En la misa de la única iglesia católica de la ciudad conoce a Roberta, otra estudiante italiana. Tienen en común que son de Liguria y que en Italia viven una experiencia cristiana. Roberta, que participa en el movimiento litúrgico juvenil de Génova, le pregunta con curiosidad qué es CL. Cuando Francesca le propone ir juntas a ver a la familia del movimiento que vive en Bergen, seguir la conexión con los encuentros de catequesis -Escuela de comunidad- con Julián Carrón sobre el libro de don Giussani Crear huellas, y los de los responsables de las comunidades universitarias, Roberta acepta inmediatamente. Y quedan para leer juntas los apuntes y el libro.
Quedan en la universidad en cuanto pueden. Pero no les basta. Viven cerca y ambas sienten el malestar de la vida solitaria en sus respectivas residencias, horas que pasan sin dar demasiado peso a las personas que viven allí. Así que deciden ir al fondo de esto también. Una noche, Francesca prepara la cena e invita a algunas. «Parecía que no esperaban nada más», recuerda. Unos días después, alguna toma la iniciativa de cocinar y preparar la mesa para las demás. Empiezan a esperarse para comer juntas. A Antonia, su compañera alemana de habitación, Francesca empieza a contarle sus dificultades, sus fatigas, su vida. El obstáculo de la lengua a veces impide una comprensión plena, «pero me di cuenta de que ella estaba conmigo, aunque solo fuera para darme las buenas noches o llevarme chocolate cuando estaba de bajón. Pocas palabras, una compañía sencilla». Enseguida se zambulle en el estudio, aunque la mayoría de sus compañeros de curso, muchos de Erasmus como ella, procedentes de toda Europa, se limitan a seguir las clases. «Llevaban mejor que yo la materia y en parte se lo podían permitir. Pero yo no quería perder el tiempo, y eso en mí no es algo obvio porque normalmente soy de las que se pierden». A medida que se acercaban los exámenes, todos se pusieron a estudiar. Francesca propuso el ritmo de la jornada que seguía en Milán. «Estudio, pausa para el café, almuerzo. Me faltaba la pausa del Ángelus... pero el resto se hacía igual». Un día uno llevaba la merienda, otro la llamaba un domingo para decirle en qué aula estaba estudiando. Una novedad total.
Le llamó especialmente la atención un compañero por su método de estudio. Así que le buscó para que le contara. Al principio, Steffen respondía con monosílabos. Dos meses después, era él quien la buscaba a ella para preguntarle por qué le gustan las matemáticas, a qué se quiere dedicar después. Una amistad que se va profundizando tanto que un día Francesca decide hablarle de CL, a pesar de que él es ateo. Una noche, en una cena, Steffen le habla del aburrimiento que domina en el fondo de sus jornadas. Francesca le dice: «Entiendo. A partir de ese aburrimiento, el movimiento me ha ayudado a encontrar una vida plena». Él la mira estupefacto. Y ella se da cuenta de que las palabras no bastan para explicar. En su corazón, reza para que pueda tener un encuentro así. Es lo único que puede hacer.
La vida parece fluir perfectamente hasta octubre, cuando, después de pasar unos días en Italia por una boda, a su regreso Francesca siente que se abre un vacío en su interior, la falta de algo. «Pensaba que era por el hecho de haber vuelto a ver a mis amigos y que ya se me pasaría. Pero no. No lo entendía, porque me estaban pasando muchas cosas bonitas». Fueron días duros. Luego, durante una conexión con los responsables universitarios, Carrón dijo: «Vivid sin censurar nada, solo así podréis ver que vuestra vida crece». Aquellas palabras parecieron abrir una brecha en aquella jornada especialmente fatigosa en la que casi había maldecido su estancia en Noruega. «En él vi algo que era posible también para mí. Había una esperanza también para mí. Me devolvió las ganas de implicarme en todo».
Roberta, a la que le costaba comprender lo que le pasaba, le dijo: «Dime dónde ves que este vacío se llena». Para Francesca, la respuesta estaba en los rostros de las hermanas de la Madre Teresa con las que se encontraba en misa. Ella y su amiga les ofrecieron ayuda en algún gesto de caridad. Unas semanas después recibieron la propuesta: «Podéis acompañarnos a llevar comida a los jóvenes que se dedican a traficar y consumir drogas debajo de un puente a las afueras del centro de la ciudad». Aceptaron, pero la situación era más dramática de lo que imaginaban. Francesca pensaba: «¿Y yo creo que la vida tiene un destino bueno?». Un sentimiento de repulsión la empujaba a alejarse de aquellos jóvenes, mientras que las hermanas... las hermanas les trataban con el mismo deseo amoroso con que daban catequesis a los niños o estaban con ellas. Esa era la respuesta.
En diciembre tocaba volver a Italia. La sensación de vacío no se había resuelto. «La angustia dio paso a una apertura y a una necesidad de significado aún mayor. Le pido al Señor que la abrace». Tal vez eso sea la pobreza de espíritu
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