La intervención del profesor Shodo Habukawa en el Meeting de Rímini, 24 de agosto de 1995. El encuentro con una cultura distinta ensancha el corazón. El observador racional de la realidad y el descubrimiento del Misterio del cual y por el cual son hechas todas las cosas.
Conocí a monseñor Giussani hace ocho años, el 28 de junio de 1987. Aquel día había llegado al monte Koya.
Durante dos horas visitó los lugares sagrados del monte, y a continuación tuvo lugar nuestro encuentro. Estaban presentes también dos de los cargos más importantes de mi Universidad: el Rector Magnífico y el director del Instituto de Budismo Esotérico y de Cultura Budista. Estuvimos hablando más de tres horas. Monseñor Giussani escuchó mi relato sobre el nacimiento del budismo en Japón. En concreto, quedó muy impresionado y admirado por los siguientes hechos: el fundador del budismo shingon, Kukai -llamado Kobodashi-, trajo el mikkyo (budismo esotérico) desde China, a donde había llegado desde la India; Kukai construyó una Universidad privada; en aquella época, hace 1300 años, existían sólo las Universidades estatales, y podían acceder a la Universidad sólo los nobles, pero Kukai aceptó a todos aquellos que pedían estudiar. Tal costumbre fue después institucionalizada por él. Docentes y estudiantes recibían gratuitamente alimento, alojamiento y ropas; los estudios no se limitaban a las obras de la tradición japonesa, sino que comprendían también las obras de las otras culturas presentes en Asia. En aquella época existía sólo una Universidad estatal, en la cual la enseñanza tenía como finalidad exclusiva la formación de los dirigentes estatales; Kukai, sin embargo, enseñó la sabiduría religiosa que hace a los hombres libres y, en cuanto tales, capaces de actuar por el bien de la humanidad.
Monseñor Giussani afirma que comparte el método educativo de Kukai.
Aquel fue nuestro primer encuentro. Estuvimos hablando mucho tiempo, como si fuésemos grandes amigos que se conocen desde hace años. No nos dimos cuenta de que el tiempo pasaba.
Un año después, en agosto de 1988, junto con el Rector de entonces y el actual, fui invitado al Meeting de Rímini. Entonces tuve la ocasión de realizar una intervención. Cité una antigua poesía china a mi auditorio del Meeting:
«Cuando llega la mariposa, las flores se entreabren. Cuando se entreabren las flores, la mariposa llega», porque quería explicar la alegría del intercambio, apenas comenzado, entre el cristianismo y el Japón, entre la cultura cristiana y el budismo shingon-mikkyo, sobre el que está basada la cultura japonesa.
También el año siguiente nos invitaron al Meeting de Rímini. Me pidieron que hablase sobre La educación en la experiencia mística del budismo shingon-mikkyo. Pensé que el título habría sido sugerido por monseñor Giussani. Por este motivo estaba bastante tenso. Las líneas esenciales de mi discurso fueron las siguientes: quien empieza la experiencia mística del budismo shingon se concentra y se identifica con la naturaleza de Buda; entonces recita el mantra como si lo recitara Buda; realiza los gestos del mudra con el cuerpo, los brazos y las manos, como si fuera Buda quien los realizara. Estos tres puntos señalan el corazón, la palabra y el cuerpo y se convierten en una trinidad. Quien aprende y ejercita continuamente esta idea de la trinidad alcanza la experiencia mística.
Entonces pensaba que el corazón era el elemento más importante de la trinidad, y que para construir la unidad era necesario alcanzar con el pensamiento el principio de la vida -simbolizado en las palabras de Buda-, que está en lo más profundo de nuestro corazón; tal principio es como la semilla de nuestra vida. En seguida me di cuenta de que no basta esforzarse por alcanzar con el pensamiento la parte más íntima del corazón. Es también necesario ser conscientes de que nosotros compartimos exactamente el mismo principio de la vida que existe en lo profundo del corazón de cualquier ser del universo. Y para que el principio de la vida comience a existir es necesario que seamos conscientes.
Recuerdo perfectamente el día en que monseñor Giussani llegó al monte Koya, viniendo de muy lejos. Estoy de acuerdo con monseñor Giussani en que la comprensión de una cultura distinta ensancha nuestro corazón. De hecho, para abrir la parte más íntima de nuestro corazón se necesitan anchura y profundidad, que parecen contradictorias pero son ambas indispensables, pues ambas poseen la verdad sobre la existencia.
Cada mañana en el monte Koya hago meditación. Y siempre, durante la meditación, en mi corazón surge la imagen de monseñor Giussani, que vive muy lejos, pero que en realidad está siempre a mi lado; la de los amigos italianos con los que mantenemos un intercambio cultural desde hace ya ocho años; la de don Francesco, a quien hemos conocido durante un tiempo breve, pero que, después de su muerte, está todavía en relación con nosotros; la imagen de Italia, en definitiva. Todas estas imágenes luminosas no se apagarán jamás.
Estoy muy agradecido a Dios, a Buda y a las personas que han realizado este encuentro y me han dado la ocasión de volver a estar entre vosotros
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